Con apenas 19 años, Juana de Arco dejaba su prisión en Rouen, bien temprano en la mañana, después de cinco meses agotadores de interrogatorios de hasta doce horas diarias. Los cazadores estaban extenuados, y ni siquiera habían atrapado la presa.
Eran teólogos. Eran demonólogos. Eran expertos en leyes y tribunales, en trampas y trapisondas. Eran doctores. Eran profesores. Eran miembros de la Universidad de París. Pero habían perdido la decencia. Los que se animaron a levantar la voz fueron amenazados, o expulsados o presionados de mil maneras. Otros muchos tuvieron miedo, bajaron la cabeza y vivieron aquellas jornadas presenciando cómo se envilecía la justicia. Casi todos recibían rentas o beneficios de parte del rey de Inglaterra. Los jueces apandillados en el tribunal eran más de sesenta. Ella se defendió sola, ¡sin un solo abogado!
Inglaterra, asesorada por la Sorbona (Universidad de París) había elegido como presidente del tribunal a un hombre despreciable y venal, al que le prometieron el oro y el moro con la condición de que el proceso judicial llegase a un solo veredicto posible: la hoguera. El hombre se llamaba Cauchon, y era obispo. Su apellido suena en francés de modo idéntico a «cochino». Pierre Cauchon, derrotado, había tenido que reunir algunos peritos para inventarse una acusación, prescindiendo olímpicamente del juicio realizado. Inventaron un expediente entero. Inventaron que Juana aceptó su culpa.
Esa mañana, aún en su celda, Cauchon tuvo que soportar que Juana le dijera: «Obispo, yo muero por vos, y apelo por esto delante de Dios». Juana nunca les reconoció la autoridad de tribunal eclesiástico legítimo, porque sabía que no eran más que una indigna patulea de clérigos, o más bien de curánganos, reclutados y pagados por el rey de Inglaterra, por lo cual no dejó de pedir ser juzgada por el Papa.
Aun así, la Doncella de Orleans se revolvía como gato entre la leña, y sobrevivía a los engaños sutiles que urdían en su contra, a los interrogatorios simultáneos, a las mañas del lenguaje, al trato soez de los guardias, a las preguntas formuladas una y otra vez, con ligeras variantes o falseando sus declaraciones anteriores. Pero su memoria los demolía: yo ya respondí a eso, ocho días atrás, fíjense en las actas. En medio de tanto dramatismo, no le faltó el humor tampoco. A un juez le dijo que si volvía a equivocarse ella tendría que tirarle de las orejas. En una oportunidad un juez le preguntó si era bueno el francés en que le hablaban las Voces (las voces de Dios). Ella contestó: mejor que el suyo.
Siempre fue digna, y los miró a los ojos, y les habló con determinación. Con frecuencia el ambiente del tribunal se invertía, y eran ellos los que se sentían avasallados por el genio filoso de Juana que los apabullaba con látigos de lucidez que restallaban intrépidos en el augusto ambiente forense y en las sucias conciencias de los magistrados. La amenazaban con el fuego, pero tampoco la doblegaban. Era analfabeta, pero los entendidos afirman que las actas del juicio condenatorio, que conservan las palabras proferidas por Juana, pertenecen a lo más alto de la literatura francesa, pues son de una belleza arrebatadora.
Aquella mañana del 31 de mayo de 1431 Juana salió custodiada por un ejército de 800 jinetes ingleses que blandían hachas y espadas. La cacería había terminado. "Hermoso deporte, el ver a una jauría de mastines y sabuesos persiguiendo a un pequeño gatito", sentencia mordazmente Mark Twain en su última novela, «Juana de Arco».
Ella iba en un carro, iluminada tan solo por una túnica blanca, con la cabeza parcialmente cubierta por una capucha. La imponente caravana entró en la plaza del Mercado Viejo, atestada de un público proinglés de unas cinco mil personas que colmaban los espacios libres de la gran explanada en que se hallaban las graderías para los jueces y dignatarios, y el área con la pira pronta para encender el fuego del sacrificio. Los tejados y las ventanas desparramaban al aire cuerpos y cabezas como flores suspendidas en las macetas.
No era ya Juana la «fuerte, bella y de buena forma», pues los estragos la habían demacrado, pero aún irradiaba «una belleza natural y sobrenatural", como la describió Jean Chartier, el cronista del rey Carlos, una especie de corresponsal en palacio, cuando presenció el primer encuentro entre ambos, dos años antes.
Después de una predicación y de la lectura del terrible veredicto, la conmoción ganó la plaza a medida que escuchaban a Juana, humilde e inocente, invocar a los santos, nombrando a muchos de ellos, y ofreciendo el perdón a sus verdugos, hablando con una ternura que atravesaba las corazas. Y para remordimiento de los jueces —algunos lloraban—, Juana reivindicó su inocencia y la verdad intacta de las revelaciones y las Voces, y de su misión divina: liberar a Francia y coronar al príncipe Carlos como lugarteniente de Cristo, rey de Francia. Mientras las lenguas de fuego rodeaban su cuerpo, Juana alcanzó a gritar varias veces el nombre de Jesús, mientras una paloma blanca salía de su boca y las llamas ardientes formaban el nombre de Jesús, según declararon los testigos veinte años después. El verdugo, por su parte, al recoger las cenizas se encontró con el corazón intacto y lleno de sangre de Juana de Arco.
Por CERCA DE TI Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
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