Acabo de escuchar por la radio una entrevista. A una de las mujeres que, hace meses ya, fueron vejadas, maltratadas, insultadas y heridas -junto con una amiga y dos guardias civiles-, cuando tomaban –los cuatro- una tarde, unas copas en un bar de Alsasua.
El relato es de los que imponen respeto a quien relata, pero asco hacia otros, porque descubren los bajos fondos de toda una serie de comparsas que revela de todo menos calidad humana y esa mínima dignidad que se exige para ser hombre o mujer mínimamente normales.
Se dan cosas en estos tiempos que valdrían como como bocetos para un aguafuerte de Goya, si Goya no hubiera pasado ya a la historia hace tiempo, lo mismo que los sucesos que provocaron fusilamientos de los 43 patriotas en la Montaña de Príncipe Pío, en Madrid, la noche del 2 al 3 de mayo de 1808. Si a Goya no le fue difícil trazar en su lienzo “la crónica negra de aquellos días negros”, es posible que, si reviviera, no le faltaran ni ánimo ni pinceles parta trazar esta otra crónica, negra tanto o más que aquella, de unos hechos -el del bar aquella tarde y los que le siguen hasta el dìa de hoy.
El relato que acabo de
oír me incita a este flash vivo de mis reflexiones de hoy. No es que
estremezca y encorajine; es que flipa o hace flipar, y no es entusiasmo
sino de asco y vergüenza….
EL acoso bestial y salvaje a que –desde aquello- se está viendo esta mujer supera con creces los tintes, negros por sí, de “la manada” del bar. Porque la ola expansiva sigue sacudiendo los aledaños –próximos y lejanos- del pueblo –ciudad, villa o lo que sea- de Alsasua.
EL acoso bestial y salvaje a que –desde aquello- se está viendo esta mujer supera con creces los tintes, negros por sí, de “la manada” del bar. Porque la ola expansiva sigue sacudiendo los aledaños –próximos y lejanos- del pueblo –ciudad, villa o lo que sea- de Alsasua.
El relato de la mujer,
entre otras cosas macabras, hace hincapié en una de las pancartas que,
en este acoso masivo a la dignidad humana- alguien plantó en la cercanía
de las víctimas: “El pueblo no olvida”.
Una pancarta como esta,
paseada ante los ojos de las víctimas, no es que levante ampollas en
cualquier persona normal o de bien –que lo hace-; es que se hace
veredicto de culpabilidad y dedo acusador de todo un pueblo; y más si el
pueblo se calla; y más que eso, de toda una serie de maleantes e
hipócritas para los que o el oportunismo o el odio son alimento
digerible.
Si buscara el adjetivo
con que calificar la situación que revelan estos hechos –todavía sin
cifrar ni centrar del todo-, me decidiría por este: descorazonador.
-Las feministas –las que salieron no hace tanto en masa para gritar dignidad e igualdad para la mujer- calladas como si ciertos acosos a la mujer no fueran con ellas
-Autoridades complacientes con la barbarie.
-La gente del pueblo, cómplice por el silencio y el gusto de mirar hacia otro lado.
-Las conjuras orquestadas para que lo blanco sea negro y lo negro blanco.
-Y el odio que se siente andar suelto por las calles y esquinas del pueblo.
Cuando la mujer termina su relato y dice que ha de sacar a sus padres de Alsasua e irse ella misma para comenzar de nuevo en otra parte y quitarse de encima el sambenito de “maqueta” con que allí la distinguen unos “gudaris” de mierda y nada más, me siento impulsado con fuerza a cambiar el adjetivo “descorazonador” por “canallesco”.
Y puesto que “canalla” es, como dice el Diccionario de la Lengua, la persona o colectivo miserable, vil, despreciable y malvado, valga el Diccionario para calificar el cuadro de Alsasua. La pena, como digo, es que las nuevas víctimas no tengan a mano otro Goya que pase para siempre a la posteridad el horror de las víctimas y maldad de la canalla.
Hay un consuelo, sin embargo y a pesar de todo: que, siendo mortífero el veneno del odio, lo es más para los que odian que para los que son odiados. Y como dice Ortega –maestro en catalogar al odio entre las fuerzas centrífugas de instintos asesinos-, “el odio envuelve a lo que odia en una atmósfera desfavorable; lo maleficia; lo agosta como un siroco tórrido; lo destruye virtualmente; lo corroe”.
El discurso del odio
-cualquiera que sea o como quiera que se exprese, a machetazos o en
silencios o connivencias- es rigurosamente negativo, anti-social y, por
supuesto, discriminador y racista. Porque “odiar es –así concluye
Ortega el primer capítulo de sus Estudios sobre el amor (Las facciones
del amor, ed. Revista de Occidente Madrid, 1954, pags. 3-14)- anulación
y asesinato virtual –pero no asesinato que se ejecuta una vez, sino que
estar odiando es estar sin descanso asesinando, borrando de la
existencia al ser que odiamos”.
Y esto es –en liso y
llano- delito de lesa humanidad; de los que no se perdonan. Y no porque
no se puedan perdonar, sino porque la metástasis del odio es dañina como
la del cáncer.
Antropológicamente, una
deserción en toda regla de lo humano. Individualmente, una patología del
alma; y socialmente, una bomba de relojería en la línea de flotación de
cualquier sociedad.
Descorazonador, pero también canallesco.
SANTIAGO PANIZO ORALLO Vía PERIODISTA DIGITAL
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