En este artículo se narra la vida y hazañas de un
famoso Valois nacido en 1048, el hijo y heredero del conde Raúl III de Valois
quien, renunciando al poder y al amor humano, dedicó su vida a amar a Dios y a
servir al prójimo; y lo hizo con tal intensidad que alcanzó la santidad tras
una vida dedicada a restablecer la justicia y los derechos quebrantados por los
poderosos. Finalmente murió en Roma en
brazos del Papa Gregorio VII, quien le hizo los mayores honores funerarios y
mandó enterrarlo en el panteón papal. Más tarde, el Papa Urbano II hizo colocar
el siguiente epitafio en el sepulcro de San Simón de Crépy-en-Valois: "Del
linaje de la sangre real de Francia, abrazó la pobreza y abandonó su patria y
el siglo para amar a Dios, prefiriéndolo a todos los tesoros terrenos".
Efectivamente, los Valois eran de sangre real.
Por ello, en el acta de consagración del príncipe Felipe, el conde de Valois Raúl
III fue mencionado tras el rey de Francia, la reina y el príncipe, como el
principal noble del reino. Además era el más prestigioso de los generales del
ejército real, por lo que el rey Enrique le convocó a la guerra que mantuvo con
las tropas de Flandes. Raúl de Valois asedió la ciudad de Vitry, donde murió su
hijo primogénito Gautier. Posteriormente el conde de Valois se apoderó
injustamente de las poblaciones de Péronne y de Montdidier,
que habían pertenecido a su repudiada esposa Haquenez, por lo que fue
excomulgado. Precisamente fue en Montdidier, el 8 de septiembre de 1074, donde
falleció el excomulgado Raúl III, conde de Valois, de Vexin y de Amiens.
Anteriormente,
el conde Raúl III de Valois había enviado a su hijo Simón a la corte del duque
Guillermo de Normandía, su pariente y fiel aliado, para que su esposa Matilde
de Flandes, prima de los Valois, lo tutelara y le diera una educación
principesca. Simón gozaba de la confianza y los favores de Guillermo quien, a pesar
de la juventud de Simón, le llevó consigo a las campañas bélicas contra Felipe
I de Francia para arrojarlo de las tierras de Normandía. Allí permaneció Simón con
el duque hasta que cumplió 16 años, porque a esa edad se incorporó a la corte
real francesa donde tenía que ejercer el cargo de porta-estandarte del rey de
Francia, un privilegio que correspondía a la casa de los Valois-Vermandois.
Al
morir en Montdidier Raúl III de Valois, su segundogénito Simón de
Crépy-en-Valois, hijo del conde y de su primera esposa Adela de Bar, un juvenil
varón pacífico más inclinado a los ejercicios piadosos y a la vida monacal que
a la guerra, se encontró dueño de extensos dominios territoriales y de muchos y
aguerridos cuerpos de ejército, así como titular de los feudos paternos. Dada
su inmensa fortuna personal Simón se convirtió en el más poderoso señor feudal
de Francia, con un patrimonio material superior incluso al real de Felipe
I.
El
rey de Francia quiso aprovechar la ocasión para apoderarse de los enormes y
ricos dominios de los Valois, por lo que entonces el joven heredero tuvo que enfrentarse
valerosamente durante tres años a las tropas reales hasta que consiguió
derrotarlas, pero sus dominios quedaron asolados y muchas de sus poblaciones
destruidas en gran parte.
Cuando
de nuevo se restableció la paz en el Valois, Simón de Crépy emprendió la penosa
pero caritativa tarea de ir a recoger los restos mortales de su pecador padre
Raúl III, que habían sido enterrados en Montdidier para trasladarlos a la
iglesia de San Arnould en Crépy-en-Valois, donde debían ser inhumados para
reposar allí junto a sus antepasados y a la madre del joven conde Simón. Y
sucedió que en el largo trayecto el cuerpo del conde entró en descomposición, pero
su hijo estuvo velándolo toda la noche en solitaria meditación sobre lo
transitorio de esta vida.
El
joven conde firmó una carta de donación a dicha iglesia de Crépy en la que
decía lo siguiente:
"Considerando
que los días de esta vida no son nada, y queriendo orientar mi alma a la
contemplación de la eternidad, por mi propia salud eterna y por la de mi
terrible padre el conde Raúl, yo he trasladado su cuerpo desde Montdidier,
donde él reposaba, hasta la iglesia de San Arnould, construida por sus
predecesores y enriquecida con sus dotaciones y las de los suyos, en este
castillo de Crépy".
Monumento
a San Simón de Crépy en Mouthe, departamento de Doubs, Francia
Las
reflexiones que se hizo durante este traslado de los restos mortales de su
padre y la triste ceremonia final convencieron a Simón de la vanidad de las
cosas de este mundo y de la conveniencia de retirarse a un claustro monacal.
Con esa finalidad decidió peregrinar a Roma y
visitar las tumbas de San Pedro y de San Pablo. Sin embargo, el Papa
aconsejó a Simón de Crépy que debía continuar administrando sus dominios y que
debía parlamentar con su rival el rey Felipe I para acordar la paz duradera que
Francia necesitaba.
El
joven conde de Valois, obsesionado con su determinación de hacerse monje, acabó
por convencer también a su prometida, la hija de Hildebert, conde de Auvernia y
de la Marche, para que ingresara en un convento y con tal fin, un buen día, los
dos novios huyeron juntos de la corte, pero no para casarse, como lo pensaban
todos los cortesanos, sino para entregarse a la vida del claustro. La joven
quedó a buen resguardo en un convento con las monjas, pero cuando Simón se
dirigía a otro monasterio para hacer lo propio, fue alcanzado por los enviados
del rey, quienes le llevaron de nuevo a la corte. Allí, el duque de Normandía Guillermo
el Conquistador, el futuro rey de Inglaterra, le reveló al noble joven que
deseaba casarlo con su propia hija Adela, pues no quería casarla con Alfonso
VI, rey de España, que la había demandado.
Simón
no se atrevió a rechazar directamente los ofrecimientos de su pariente y
benefactor, pero trató de demorar la boda con el pretexto de averiguar en la
Santa Sede si su proyectado matrimonio era legal dado que la hija del rey era
pariente suya en un grado no admisible para la Iglesia. Para superar dicho
impedimento el propio conde de Valois se preparó para ir personalmente a Roma a
solicitar del Sumo Pontífice la necesaria dispensa de parentesco.
Entonces
emprendió su viaje a Italia con una numerosa escolta de caballeros, pero ni
siquiera llegó a recorrer la mitad del camino porque a su llegada a la ciudad
de Condal, en el Jura, se hospedó en la abadía de Saint-Claud, y decidió tomar
el hábito monacal para no abandonarlo jamás. Posteriormente se retiró al
monasterio de San Eugend.
El
ejemplo de un tan gran señor feudal que despreció poder y riquezas asombró a
todos, desde Flandes a Normandía pasando por Francia, e incluso en Alemania.
Cuando
por fin Simón de Crépy profesó como monje, su hermana Alix de Valois, también conocida
como Adela o Hildebrante, que se había casado con Herbert IV, conde de
Vermandois, entró en posesión de los inmensos dominios de los Valois; pero como
falleció al poco tiempo de que Simón se consagrase a Dios, su hija Adela heredó
los títulos y los feudos de los Valois y de los Vermandois; y después se casó con
el príncipe de Francia Hugo el Grande, en cuyos vástagos se unieron dos potentes
linajes: Valois y Capetos.
Lo
mismo que a muchos otros monjes pertenecientes a la nobleza, los superiores y
los familiares de Simón insistieron para que emplease su influencia en arreglar
discordias y restablecer derechos. San Hugo de Cluny le envió ante el rey de
Francia para que recuperase unas tierras que habían sido quitadas al monasterio
y, asimismo, intervino activamente para obtener la reconciliación entre
Guillermo el Conquistador y sus hijos. Cuando el Papa San Gregorio VII, en
conflicto con el emperador, decidió concertar un acuerdo con Robert Guiscard y
sus normandos que ocupaban parte del territorio de Italia, mandó llamar a San
Simón para que le ayudase en las negociaciones. Estas concluyeron felizmente en
la ciudad de Aquino, en 1080 y, desde entonces, el Papa conservó a su lado a
Simón para que, como extraordinario diplomático, le ayudase resolver contiendas.
Simón
de Crépy, con su humilde hábito de monje, llegó a prestar muchos más servicios
a la sociedad y a la Iglesia que si el conde hubiese permanecido en el siglo
rodeado de su numerosa corte de caballeros y de sus belicosos compañeros de
armas.
Finalmente
Simón murió el 30 de septiembre de 1080, siendo todavía relativamente joven
porque, sin duda, ya estaba maduro para alcanzar una merecida santidad.
Entonces fue inhumado en el Vaticano, en el propio panteón de los Papas, con el
ceremonial de una sepultura apostólica. Allí recibió infinidad de homenajes,
tanto de la realeza europea como de su patria, una Francia que le veneró como
uno de sus mayores santos. La reina de Inglaterra, su piadosa prima Matilde,
envió a Roma el dinero necesario para costear un soberbio mausoleo en honor del
bienaventurado Simón de Crépy. El humilde fraile que, en vida, abrazó la
pobreza fue reconocido y venerado por todos como un gran santo.
JOAQUÍN JAVALOYS
No hay comentarios:
Publicar un comentario