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domingo, 24 de junio de 2018

Los 'chicos malos' de Europa que quieren acabar con Europa

La intransigencia reina en Europa a cuenta de inmigrantes y refugiados. Pero hay un caldo de cultivo en el que florecen. ¿Pasa la solución por crear campos de refugiados en Europa?


Bosnia, la nueva puerta hacia Europa para miles de refugiados. (EFE)


Katya Adler, editora de la BBC, los ha llamado los chicos malos de Europa. No es que el nombre se lo haya puesto de forma caprichosa, sino que son ellos mismos, los ministros de Exteriores de Hungría, Polonia, Eslovaquia y la República Checa, quienes juegan a ser gamberros dentro de Europa. El nombre, de hecho, se lo sugirió a la propia periodista británica el ministro húngaro de Exteriores, Péter Szijjártó, uno de los arietes centroeuropeos contra la inmigración.

Formalmente, se agrupan en torno al llamado Grupo de Visegrado, una reminiscencia del viejo pacto medieval firmado entre los reyes de Bohemia, Polonia y Hungría, quienes en el siglo XIV se juramentaron para evitar cualquier agresión mutua. A principios de los años 90, tras el derrumbe del imperio soviético, el grupo renació de sus cenizas y, desde entonces, funciona como un estado dentro de la UE. Su posición suele estar consensuada antes de cada cumbre, y, de hecho, se han autoexcluido de la reunión convocada para este domingo por el presidente Juncker con diez países para hablar de inmigración.




Los chicos malos no estarán en Bruselas porque su nacionalismo es incompatible con una política de acogida de inmigrantes y de refugiados. Es más, para dejar las cosas claras, Hungría acaba de aprobar una ley que castiga con prisión a quienes ayuden a inmigrantes en situación irregular, entre los que se incluyen refugiados y solicitantes de asilo político. Incluso, los procedentes de aquellos países en los que la errática política exterior de la UE ha contribuido a su destrucción (absurdo bombardeo de Libia liderado por Francia y Reino Unido o ciego apoyo a las primaveras árabes que solo alimentó el derrumbe de estados seguros).

No están solos. Bulgaria —con la presidencia de turno— acaba de anunciar que propondrá el cierre inmediato de las fronteras exteriores de la UE a los migrantes y la creación de centros para los refugiados que huyen de las guerras situados fuera del territorio de la UE. Es decir, una especie de subcontratación del derecho de asilo, como ya se hizo hace un par de años con Turquía, y que ha supuesto una factura de 3.000 millones de euros con un resultado algo más que exiguo: apenas 2.000 personas fueron devueltas por entrar de forma irregular a Europa.

El célebre "podemos hacerlo" de Merkel en el verano de 2015 es hoy el caldo de cultivo en el que crecen los neonacionalismos

La realidad ha demostrado que aquella subcontratación de la política de asilo solo ha servido para desatascar un problema acuciante: la imagen de decenas de miles de desplazados cruzando Europa de una manera inhumana en pleno invierno, pero no para resolverlo. Hasta el punto de que el célebre "podemos hacerlo" que proclamó la canciller Merkel en el verano de 2015 es hoy el caldo de cultivo en el que crecen los neonacionalismos en el centro y norte de Europa, y que, tarde o temprano, llegarán a España. El resultado es que hoy el asilo, que es un derecho fundamental y una obligación internacional de acuerdo con la Convención de Ginebra de 1951 sobre el Estatuto de los Refugiados, es papel mojado en la región con más libertad del planeta.

Concertinas y alambradas


Es decir, el llamado Sistema Europeo Común de Asilo ha saltado por los aires, y como suele suceder en Europa cuando no hay soluciones globales, se han buscado salidas nacionales, que es la peor manera de resolver un problema extremadamente complejo que nace de la porosidad intrínseca de las fronteras. Claro está, salvo que opte, como han hecho, algunos países, por llenar Europa de concertinas y alambradas de espino.

En los últimos años, sin embargo, se está produciendo una diferencia cualitativa muy relevante. Ya no son solo los antiguos países del Este (principales receptores de la solidaridad europea a cambio de abrir sus economías) los que recelan de la inmigración. En Alemania, el socio bávaro de Merkel es hoy la verdadera oposición al gobierno de coalición, mientras que en Italia, el ministro Salvini ha resucitado los viejos fantasmas europeos: racismo y xenofobia.


Llegada de refugiados a la costa de la isla griega de Lesbos. (EFE)
Llegada de refugiados a la costa de la isla griega de Lesbos. (EFE)

No son ya, por lo tanto, los chicos malos del Grupo de Visegrado los únicos que remueven los cimientos democráticos de Europa, sino que el caballo de Troya de la intransigencia se ha colado en las instituciones europeas. Hasta el punto de que naciones como Austria, durante décadas un modelo de tolerancia, tienen hoy en sus tripas políticas al populismo ultraderechista dirigiendo carteras clave como interior y política exterior.

Jordania y Líbano


Una visión naif de la política tiende a pensar que la única solución es abrir las fronteras, sin más. Y, de hecho, a menudo se compara de forma gratuita y sin sentido el comportamiento migratorio de Europa con el de países como Jordania y, sobre todo, Líbano, con porcentajes elevadísimos de inmigración y refugio.

Se suele olvidar, sin embargo, que la diferencia se llama Estado de bienestar. Hoy, muchos europeos no están dispuestos a asumir un deterioro de los mecanismos de protección social, cuya financiación exige pagar elevados impuestos. Además de la competencia que supone la entrada de inmigrantes capaces de aceptar un empleo con menos salario, y que afecta, fundamentalmente, a las ocupaciones de menor cualificación.

Esta realidad, por cruda que parezca, no existe en otros países de acogida, donde campos de refugiados verdaderamente infrahumanos se hacen crónicos. Según ACNUR, la estancia media son 20 años. O lo que es lo mismo, una generación. Algo que en Europa serían insoportable. Como ha recordado Carmen González Enríquez en el Real Instituto Elcano, en la UE un refugiado es la persona a la que se ha concedido un estatus legal que implica una serie de derechos. En el Líbano, por el contrario, un refugiado es alguien que está de hecho en el país procedente de otro en guerra pero que carece del derecho a la permanencia, aunque esta se tolere. Veinte años son muchos años, y ello implica, como dice González Enríquez, "una vida truncada y que muchos jóvenes hayan vivido toda su vida dentro de un campo de refugiados".


Inmigrantes rescatados en aguas internacionales del Mediterráneo a bordo del barco holandés Lifeline. (EFE)
Inmigrantes rescatados en aguas internacionales del Mediterráneo a bordo del barco holandés Lifeline. (EFE)

La aparente dicotomía entre Estado de bienestar e inmigración está, de hecho, en el origen de los neonacionalismos europeos, más allá de componentes estrictamente ideológicos que tienen que ver con el ADN de cada país y, por qué no decirlo, con el papel que juegan muchos medios de comunicación populistas que relacionan inmigración con inseguridad ciudadana.

Es evidente que no es fácil encontrar una alternativa. Pero lo que está fuera de toda duda es que las salidas nacionales —aunque sea por razones humanitarias— no son ninguna solución. Ni siquiera lo es —más allá de un procedimiento de emergencia— la propuesta suscrita este sábado en el Elíseo por Macron y Sánchez, llena de voluntarismo. Entre otras cosas, porque la línea que separa al inmigrante por razones económicas de un país en guerra —o con conflictos latentes—, y la de un refugiado por motivos políticos o religiosos es a veces tan frágil que ninguna legislación puede prever toda la casuística.

La creación de campos de refugiados en Europa solo puede ser válida si los países de acogida están dispuestos a dejar de vender armas a zonas en conflicto, a abrir sus aduanas a productos procedentes de países en desarrollo, a dejar de explotar materias primas básicas con un coste enorme en términos de corrupción y soborno y a destinar recursos suficientes para que esas personas vivan con la dignidad que se merecen. Y ya sabemos en España lo que ha sucedido con los CIE, los centro de internamiento de extranjeros, nacidos hace más de 30 años, y que con el paso del tiempo se han convertido en lugares miserables.

La creación de campos de refugiados en Europa solo puede ser válida si están dispuestos a dejar de vender armas a zonas en conflicto

No estará de más recordar que el Espacio Europeo de Asilo (la UE más Noruega y Suiza) obliga a procurar una vivienda al refugiado/asilado, aunque durante el periodo de espera, mientras se procesa su solicitud, pueda residir en alojamientos colectivos. Pero también, a recibir ayuda económica para subsistir durante un plazo que puede ser de meses o años, a clases del idioma local y a ayuda para encontrar un trabajo.

Sin embargo, como sostiene la investigadora del Instituto Elcano, encontrar un trabajo y lograr una vida independiente de las ayudas estatales "no es fácil" y ese constituye el fracaso más importante del modelo, el déficit principal, que a su vez alienta el rechazo de buena parte de la opinión pública y por ello convierte el modelo en políticamente insostenible.

Los datos más recientes de Alemania muestran que solo un 17% de los refugiados en el país ha conseguido un empleo y el gobierno admite que la mayoría de ellos tardarán más de cinco años en poder acceder al mercado de trabajo. También los datos de la 'Eurostat Labour Force Survey' muestran que los refugiados necesitan como media 15 años para conseguir el mismo grado de integración laboral que los inmigrantes laborales.

Una Europa con docenas de campos de refugiados distribuidos por todo el territorio es una escena inédita que necesariamente no va a ser neutral políticamente. Conviene saberlo.


                                                                           CARLOS SÁNCHEZ   Vía  EL CONFIDENCIAL

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