Bárbaros, los extraños
para griegos y romanos, los que no pertenecían a su civilización y que
ciertamente con su triunfo destruyeron toda una cultura, que costó de
rehacer a lo largo de toda la baja edad media y sus sucesivos
renacimientos carolingio y otoniano.
Esta visión no es del todo justa, porque “los bárbaros”, pueblos
germanos y eslavos, también eran portadores de una cultura, que hibridó
en las leyes y costumbres del Imperio. Pero lo cierto es que, con la
destrucción de las instituciones imperiales romanas, por sí mismas ya
muy degradadas, reinó un tiempo de desorden y violencia que solo la
Iglesia y el recuerdo de la cultura clásica, consiguió superar. Y de ese
desorden deriva otro concepto, el de barbarie como sinónimo de
mentalidad destructiva, inculta y grosera.
Pero
después de aquella época los barbaros de la barbaridad, volvieron en
otras ocasiones, por ejemplo, con el bienio de terror en la Revolución
francesa entre 1792 y 1793, con el nazismo y con el ejército soviético
ocupando el este europeo, y el comunismo estalinista.
Pero hay otros bárbaros entre nosotros, tal y como lo apunta en las líneas finales de Tras la Virtud, MacIntyre:
Sin embargo, en nuestra época los
bárbaros no esperan al otro lado de las fronteras, sino que llevan
gobernándonos hace algún tiempo. Y nuestra falta de conciencia de ello
constituye parte de nuestra difícil situación. No estamos esperando a
Godot, sino a otro, sin duda muy diferente, a San Benito.
Son
hijos de la generación del 68 a la que han despojado de toda idea de
transformación socioeconómica y han forjado una alianza poderosa en
torno a la satisfacción de los impulsos primarios de la satisfacción del
deseo en aquello que es más primario, sexo, dinero y poder, contemplados no como medios al servicio de la realización humana, sino como fines de la misma,
provocando así un círculo vicioso del que la sociedad cada vez muestra
más impotencia para romper. Esta alianza promovida por la élite
cosmopolita y globalizadora se presenta bajo el barniz progresista de la
liberación de las costumbres, un concepto que da para todo, y que en
realidad convierte a los trabajadores en precariado, hace ver a las
mujeres que su máxima realización consiste en convertirse en fuerza de
trabajo, que cabalga bajo la envoltura de la ideología de género con sus
dos caballos políticos: el feminismo de género y las identidades
sexuales LGBTI, transformadas en categorías políticas. La contradicción
en la que vivimos no es asimilable: mientras que la dimensión religiosa se exige que sea un hecho privado, doméstico, convierten la homosexualidad en una identidad colectiva pública,
que debe ser enseñada en las escuelas, junto con una llamada educación
sexual en la que el embarazo es tratado como una enfermedad de
trasmisión sexual más. En el dominio de lo público radica el signo de la hegemonía. Y esta tiene tres componentes:
la concepción económica liberal-globalizadora apoyada por una
interpretación de la escuela neoclásica, la perspectiva de género LGBTI y
su particular desarrollo del feminismo, y la concepción cultural que
crea el relato de todo ello basado en las emociones.
Estos nuevos bárbaros
están liquidando nuestra cultura en todo lo que tenga de tradición y
dimensión clásica, excepto aquella estrecha ventana que casa con sus
tesis. Por eso las humanidades desaparecen de la enseñanza o quedan
reducidas a caricaturas. Por eso el debate racional no existe en la
universidad, convertida cada vez más en una escuela de formación
profesional avanzada. Por eso en las facultades de económicas solo se
enseña una visión de la economía, la que cuadra a las elites, como si
fuera la única concepción posible. Por eso la universidad se convierte
en una plataforma reglada de difusión de la ideología de género. No son
ilustrados, aunque algunos, los más viejos, como Pinker, lo pretendan,
porque carecen de humanismo, de amor por los clásicos, y censuran todo
debate racional mediante la descalificación de las personas apelando con
habilidad exclusivamente a las emociones.
Una de las últimas víctimas es el del respeto a la justicia.
La sentencia no tiene porque estar excluida del debate racional, pero
su contenido no puede quedar al albur de los gustos de la manifestación
callejera promovida por la parte interesada. Cuando la justicia baja a
la calle, desaparece y se transforma en ajuste de cuentas o venganza.
Esto sucedió con el caso de “La Manada”. Que el delito sea repugnante,
no significa que la justicia para serlo deba castigar más allá de lo que
el tribunal considera hechos probados. Incluso antes de la sentencia
los grupos de presión del feminismo de género se lanzaron a la calle
para presionar a los jueces, que supieron actuar con independencia de
las presiones, y que después, cuando la concesión de la libertad
provisional después de dos años en prisión, el plazo máximo ordinario,
se repitiera el mismo movimiento, para impedir su excarcelación hasta su
ingreso en prisión, convirtiendo así la medida preventiva en sentencia
en firme antes de agotar todo el camino que ofrece la presentación del
recurso ante la instancia superior.
Las instituciones españolas están acabadas, empezando por el gobierno. Si ellas, la sociedad y los medios de comunicación, no son capaces de censurar este tipo de actuaciones
callejeras, en lugar de apoyarlas como ha hecho el débil gobierno
Sánchez, si cada grupo que disiente de la ley o de su aplicación
persigue legitimar su oposición echando mano a la calle, a las
televisiones que se apuntan al espectáculo y las redes sociales, el Estado de derecho quedara finiquitado.
Ahora hay dos grupos en España que imponen esta lógica de manera
continua e imparable, el independentismo catalán y el lobby del
feminismo de género y LGBTI, al que por lo visto no les basta haber
cambiado de manera radical la legislación española, sino que quiere
supeditar toda decisión a sus prejuicios.
Si, son los nuevos bárbaros y el camino es el del desastre.
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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