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viernes, 15 de junio de 2018

EL CASO LOPETEGUI Y EL FÚTBOL SIN LEY

Este es un caso de corrupción deportiva en el que no se sabe qué es peor: la falta de escrúpulos del comprador, la traición del vendido o la atolondrada reacción iracunda del engañado




El cuñado del Rey ingresa en prisión tras haberse paseado durante años por los despachos oficiales de media España, enriqueciéndose fraudulentamente. El presidente del Gobierno nombra a un ministro de Cultura 'fake' y pinturero. Cuando el sujeto resulta ser un ratero fiscal, no le queda otro remedio que echarlo y designar a un ministro de Cultura de verdad (podría haber empezado por ahí). El presidente del club deportivo más poderoso del mundo pone patas arriba al equipo nacional de su propio país por darse el capricho de comprar a su entrenador en la víspera de un Mundial.


Esta es la crónica de España en las últimas 72 horas, la que cualquier corresponsal extranjero habrá transmitido al mundo. Lástima que no estén aquí Azcona y Berlanga para culminar su trilogía de 'La escopeta nacional'.

El fútbol no es un asunto de Estado ni de alta política. Es seguro que se sobredimensiona su trascendencia. Pero lo cierto es que el Mundial es el evento singular de mayor alcance global de cuantos se producen regularmente en el mundo. Durante su última edición (Brasil 2014), 3.600 millones de personas vieron al menos un partido: la mitad de la población del planeta. La inauguración de ayer, a mayor gloria de Putin, tuvo una audiencia superior a 1.000 millones de espectadores. Por no hablar de las monstruosas cantidades de dinero que en él se mueven. A partir de ahí, quien prefiera no tomárselo en serio está en su derecho.

Guste o no admitirlo, el desempeño de España en esta competición afecta, para bien o para mal, a la llamada 'marca España'


Resulta que en este artefacto de impacto descomunal España no ocupa un papel secundario, sino que es uno de los protagonistas. Todos los pronósticos la incluyen entre las cinco favoritas, lo que atrae millones de miradas hacia todo lo que rodea a nuestro equipo. Guste o no admitirlo, el desempeño de España en esta competición afecta, para bien o para mal, a la llamada 'marca España'; y le importa al mundo bastante más que las grescas entre Soraya y Cospedal, el chalé de Irene y Pablo o las hazañas del consultor de Pedro Sánchez.

No existe precedente de que 48 horas antes de empezar un Mundial el seleccionador de uno de los equipos favoritos tenga que ser sustituido porque un club de su propio país lo ha contratado subrepticiamente y, a continuación, lo ha difundido para evitar que un posible mal resultado en el torneo depreciara el valor de mercado de su nueva adquisición.

Estamos ante uno de los mayores escándalos de la historia del campeonato, provocado por el matonismo de un presidente de club que se pretende omnipotente, la codicia de un profesional mediocre y la impericia de un dirigente federativo con más vanidad que sesera.




El 'Daily Mail' dio la noticia con este estruendoso titular: "SPANISH CIVIL WAR". Otros medios menos sensacionalistas hablan de “escándalo”, “terremoto” o “incendio” ('The New York Times'). Esto no puede ser bueno viniendo de un país que últimamente ha ocupado las portadas internacionales por una insurrección secesionista y por la caída de su Gobierno a causa de la corrupción.

En cualquier otra rama de actividad, un episodio como este habría terminado indefectiblemente ante un tribunal de Justicia, tras una doble demanda: contra el presidente del Real Madrid por prácticas agresivas de competencia desleal y contra el señor Lopetegui por incumplimiento flagrante del contrato que firmó hace una semana. Y desde luego, habría arruinado para siempre el prestigio y la credibilidad de ambos.

Pero el fútbol es un territorio en el que no se reconocen ni se aplican las leyes que obligan al resto de la sociedad. Un espacio extrajurídico que se gobierna por sus propias normas autocráticas e ignora las del Estado democrático. Una jungla en la que se admite cualquier desafuero siempre que no cuestione el poder omnímodo de los mandarines que dirigen el fabuloso negocio.

En los estatutos de la FIFA puede leerse lo siguiente: “Las asociaciones tienen la obligación de incorporar a sus estatutos una disposición que, en caso de litigios que atañan a una liga, a un club, un jugador o a cualquier otra persona adscrita a la asociación, prohíba ampararse en los tribunales ordinarios”. Y añade una amenaza expresa de sanciones a quienes incumplan la prohibición, incluyendo la expulsión de todas las competiciones oficiales.

La federación española, consciente de que reproducir ese texto sería descaradamente anticonstitucional, se limita a obligarse a “respetar en todo momento los estatutos, reglamentos y decisiones de la FIFA y de la UEFA”. En la práctica, cualquier intento de un club o de un profesional de defender sus derechos ante los tribunales se ha cortado de raíz mediante amenazas mafiosas. Ahora, el novel presidente de esa federación se encuentra como el alguacil alguacilado: se han burlado de él a la vista del mundo entero y no puede hacer nada salvo patalear.

El fútbol es el único ámbito público en el que los contratos se incumplen sin que ocurra nada. Es más, se firman desde el entendimiento recíproco de que en cualquier momento pueden romperse impunemente. Un jugador ficha por un tiempo y una cantidad, y pocas semanas después ya está negociando con otro club o reclamando más dinero. Se contrata a un entrenador para varias temporadas y, en cuanto los resultados se tuercen, se le despide sin más, a veces abonándole cantidades multimillonarias para que se vaya sin protestar. Si un futbolista estafa millones a la Hacienda pública y es descubierto, se da por hecho que su club correrá en su ayuda, pagándole los mejores abogados y cargando con las consecuencias económicas del delito. Todo ello con el dinero de los socios o los accionistas, que solo exigen su dosis semanal de goles.




Este universo anómico es el reino de intermediarios aprovechados, dirigentes desaprensivos y profesionales ávidos de fama y dinero y carentes de dignidad. Se presta a prácticas pirata como la que acaba de sufrir la Selección española. Y, sobre todo, es el mejor marco posible para gestionar libremente la corrupción. Sí, más allá de los efectos que tenga en el campeonato, este es un caso de corrupción deportiva en el que no se sabe qué es peor: la falta de escrúpulos del comprador, la traición del vendido o la atolondrada reacción iracunda del engañado.

Millones de españoles —entre ellos, muchos niños y adolescentes— llevan cuatro años esperando este momento para disfrutar con su Selección. Ellos son los estafados. Más les vale a los Pérez, Lopetegui y Rubiales que España llegue lejos en el Mundial. En caso contrario, no podrán salir a la calle sin que les llamen lo que se merecen.


                                                                              IGNACIO VARELA  Vía EL CONFIDENCIAL

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