Cristian Campos
Ni Tom Sawyer se escaqueaba con tanta destreza como
el PSOE. "Son las deudas", decimos los periodistas cuando vemos al PSOE
entregarle la Constitución y una cerilla a los nacionalistas.
Y los socialistas callan como momias porque saben que la idea de la
cesión, que los periodistas creemos letal para Pedro Sánchez, es menos
dañina para el socialismo que la verdad desnuda: la de que a falta
de proyecto propio e incapaces de diferenciarse de los depredadores que
merodean a sus votantes, el PSOE ha decidido seguir la hoja de ruta de Podemos y los nacionalistas vascos y catalanes.
En realidad, ¿quién puede acusarles de nada? El PSOE aplica el programa de Podemos y de los nacionalistas, pero el PP aplica el del PSOE, Ciudadanos el del PP, Podemos el de Bildu y los nacionalistas vascos y catalanes el de Matteo Salvini.
Con una particularidad. Salvini le aplica su
programa a los extranjeros mientras que los nacionalistas vascos y
catalanes se lo aplican a sus propios ciudadanos. Hasta en eso es preferible Salvini a nuestros nacionalistas: si algo no puede negársele a los ultraderechistas renacidos es que van a cara descubierta. Otra
cosa diferente son los que andan por desarmarizar, esos que se
pretenden demócratas de vanguardia cuando apenas llegan a señores
feudales de la primera hora.
A mí lo que me gustaría saber, visto lo visto, es
quién es el encargado de aplicar el programa de Ciudadanos. Para poder
votarle, digo. Pero me temo que es Macron, así que estoy destinado a quedarme con las ganas porque no soy francés.
No es casualidad que la decadencia de la
socialdemocracia, sin una sola idea propia desde el fin de la era
González, incapaz de ganar ya elecciones por sí misma y obligada a gobernar con partidos extremistas que defienden ideas incompatibles con las suyas,
haya coincidido con la ruptura de esa regla tácita de la política
europea que dice que las administraciones públicas –al menos las más
importantes de ellas– deben ser gobernadas por el partido ganador de las elecciones.
Pero observen el panorama de los horrores de la
España actual. Tanto en el Gobierno central como en la Generalidad
catalana como en el Ayuntamiento de Madrid, las tres
administraciones clave de los niveles estatal, autonómico y municipal, gobiernan partidos que han perdido las elecciones.
Hasta en la tercera ciudad catalana, Badalona, donde gobernaba el
populismo de izquierdas hasta que una moción de censura lo
descabalgó hace apenas una semana, ha acabado gobernando el PSOE (14,09%
de los votos) gracias al apoyo del PP (34,21% y ganador por
aplastamiento de las elecciones municipales).
La izquierda y el nacionalismo gobiernan incluso donde no ganan y la derecha no gobierna ni siquiera allí donde arrasa en condiciones extremas y sometida al ataque de enemigos y presuntos aliados (recuerden El Álamo de Arrimadas). La tesis oficial entre los bienpensados es que la política extremista de la derecha le dificulta conseguir apoyos entre los partidos minoritarios. "Que consigan mayorías absolutas si quieren gobernar" dicen. A ellos nunca les hacen falta.
La verdad es mucho más sencilla y no tiene nada que ver con la supuesta "antipatía" de la derecha: el PSOE siempre le entrega más a los extremistas de lo que les entrega el PP, que ya suele ser mucho.
Tanto les entrega, de hecho, que las diferencias entre Puigdemont,
Urkullu, Iglesias y Sánchez son ya puramente estéticas. Unas gafas de
sol por aquí, un lazo amarillo por allá, un chalet en Galapagar por
acullá. En lo sustancial, carne de su propia carne y sangre de su propia
sangre. No son cesiones, son programa.
CRISTIAN CAMPOS Vía EL ESPAÑOL
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