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martes, 5 de junio de 2018

LOS AMANTES DE VALOIS, EN FRANCIA

EL PODEROSO RAÚL III EL GRANDE, UN CONDE DE VALOIS ROMÁNTICO Y OSADO; Y SU ESPOSA -A PESAR DE TODO EL MUNDO- LA BELLA RUSA ANA DE KIEV, REINA VIUDA DE FRANCIA.




La reina Matilde de Frisia había muerto en el año 1044. Su viudo, Enrique I de Francia, hijo de Roberto el Piadoso, tenía 36 años y no había conseguido aún descendencia, a pesar de que aquel había sido su segundo matrimonio. Su primera esposa había sido otra Matilde, hija del emperador Conrado II. Pero ella era una niña de solo cinco años cuando la prometieron al rey de los francos, y no iba a sobrevivir a la infancia. La segunda, aunque no era muchos años mayor, vivió lo suficiente para dar a luz una hija. Lamentablemente, tanto la niña como la madre morían poco después.
Enrique necesitaba una esposa que pudiera darle herederos, pero no era fácil encontrarla, porque estaba emparentado prácticamente con todas las princesas a cuya mano podía aspirar, y la Iglesia había prohibido los matrimonios consanguíneos hasta en caso de primos en séptimo grado. De ese modo era casi imposible encontrar otra esposa de sangre real. El rey recordaba los problemas que habían atribulado a su padre a causa de su unión con su prima hermana, Berta de Borgoña. El Papa le había pedido que anulara su matrimonio, y como Roberto se negó, él y el obispo que había autorizado la boda fueron excomulgados, un castigo que no le fue levantado al monarca hasta que depuso su actitud rebelde.
Pero el obispo de Châlons presentó a Enrique una carta del rey Casimiro de Polonia. Casimiro hablaba de una sobrina de su esposa, joven de gran belleza, intrépida amazona, gran cazadora, piadosa, sensata, instruida y caritativa con los pobres. Se trataba de la princesa Ana, hija de Yaroslav I, gran príncipe de Kiev y Novgorod, aliado por matrimonio con los emperadores de Bizancio, los reyes de Dinamarca, de Hungría, de Noruega y de Alemania. La dama parecía idónea desde todos los puntos de vista: incluso provenía de una familia muy prolífica. Su abuelo, Vladimiro el Grande, había engendrado doce hijos legítimos y otras tantas hijas, sin contar los bastardos, y su padre podía jactarse de tener nueve hijos vivos. ¡Y lo mejor de todo es que a la princesa rusa no la unía ningún grado de parentesco con Enrique!
El rey de Francia se rindió ante tantos y tan grandes atributos y envió al obispo en su busca para pedir su mano.
Roger de Châlons cumplió con su cometido. En Kiev fue recibido con gran fasto y obtuvo sin gran esfuerzo la mano de la princesa para su rey. Enrique, muy satisfecho con el compromiso, hizo preparar varias carretas cargadas de suntuosos regalos y despachó una nueva embajada para traer a la novia a su reino.
Ana viajaba en una litera tirada por cuatro caballos de color rojizo, regalo de su padre, y traía consigo una importante dote constituida por monedas de oro acuñadas en Bizancio. Había atravesado Cracovia, donde los boyardos la dejaron bajo la única protección de los caballeros del rey Enrique y de su tío Soudislav, príncipe de Pskov. Yaroslav lo había tenido prisionero durante años por rebelarse contra su autoridad, pero ahora lo liberaba para que lo representara en la boda de su hija.
Veinte guerreros la acompañaban, encargados de honrarla y vigilarla, y también el gobernador de Kiev formaba parte de la comitiva. El rey Casimiro y la reina María Dobroniega, tía de Ana, la acogieron con una pompa poco habitual en la austera corte polaca y ofrecieron un banquete en el que por primera vez se reunían rusos y franceses.
Desde Cracovia, Ana continuó viaje hasta Praga bajo las inclemencias del tiempo y la amenaza de los bandoleros, y tras una breve parada la comitiva se dirigió a Nuremberg. El duque de Baviera envió a la futura reina de Francia una importante delegación encabezada por el arzobispo de la ciudad. Él no podía acudir en persona, pues se hallaba en aquel momento junto al emperador.
Más adelante el camino la llevó por entre los espesos bosques alemanes. Cerca de Tubinga fueron asaltados por bandidos armados con garrotes y espadas, pero los guerreros de la escolta lograron controlar la situación tras dar muerte a diez de ellos. El duque de Alta Lorena, Gerardo de Alsacia, la recibió en compañía de los obispos de Metz, Toul y Verdún y .la saludó en nombre de su soberano, el emperador. Tras dos días de festejo, los viajeros partieron de Toul, encantados con la amable acogida que les había sido dispensada.
Durante el viaje Ana no permanecía ociosa, sino que aprovechaba el tiempo para aprender la lengua de los francos, asunto en el que demostró una extraordinaria habilidad, de modo que ya era capaz de comprender bastante y expresarse en cierta medida cuando llegó a Reims en la primavera del año 1051. Ella y sus damas fueron conducidas a un convento situado fuera de las murallas, cuya abadesa estaba emparentada con el rey. Allí se preparó Ana para la boda, que tendría lugar al día siguiente.
Enrique se presentó poco después del oficio de hora prima, al que había asistido. Vio entonces aproximarse a una princesa vestida como una emperatriz de Bizancio, con un pesado traje bordado de pedrería y mucho más hermosa de cuanto le habían descrito.
El entusiasmo de Ana seguramente fue bastante menor que el de él. Tampoco le gustó de modo inmediato el que sería su reino. De hecho escribió una carta a su padre en la que le decía que Francia era “un país bárbaro donde las casas son tristes, las iglesias feas y las costumbres repugnantes”.

Catedral de Reims

Era el 19 de mayo, el día fijado para celebrar tanto la boda como la coronación de la reina. Antes de entrar en Reims, asistieron a una misa en la iglesia del monasterio, y después se dirigieron a las literas, cubiertas de preciosos tejidos y tiradas por bueyes blancos adornados con cintas de color rojo y oro. La multitud, que esperaba desde el día anterior para ver a la que sería su reina, los vitoreaba a su paso. A la cabeza de los caballeros, el soberano montaba su palafrén ricamente enjaezado. Tras él, un escudero traía su caballo de batalla. Rodeados de guerreros y vestidos con túnicas y mantos de colores vivos, avanzaban todos los condes de Francia. Destacaba entre ellos el temible Raúl de Crépy-en-Valois, conde de Valois, de Vexin y de Amiens, siempre dispuesto a apoyar cualquier levantamiento contra su rival y soberano Enrique.
El cortejo pasó bajo los arcos de triunfo. De las ventanas de las casas colgaban pedazos de tela coloridas en los que se habían prendido flores, ramos, o se había bordado el emblema de la ciudad. Sonaban las campanas cuando la litera se detuvo ante la catedral. Al descender del vehículo, las damas colocaron sobre los hombros de la reina el pesado manto color púrpura, y así se dirigió a la iglesia.
La pareja se arrodilló sobre las alfombras que cubrían los escalones. El arzobispo los bendijo y les tendió su mano enguantada para que la besaran. Después de besar también el libro de los Santos Evangelios, se incorporaron y entraron en la catedral para proceder a la ceremonia, durante el transcurso de la cual la nueva soberana hizo las ofrendas rituales: un pan, un barrilito de vino, una paloma, trece monedas de oro y sus donaciones a los pobres, portadas por cuatro caballeros.
Terminada la boda, los reyes de Francia se dirigieron con un gran cortejo a los aposentos reales del arzobispado, en compañía del preboste y su guardia, los músicos, heraldos de armas, el maestro de ceremonias y los cuatro caballeros portadores de las ofrendas.
El gran maestro de ceremonias acudió en busca de Ana para acompañarla a la gran sala del arzobispado donde tendría lugar el banquete. La reina ocupó su lugar a una mesa que compartiría con su cuñada Adela, esposa del conde de Flandes, y su hija Matilde. La joven Matilde era la prometida del duque Guillermo de Normandía, el mismo que años más tarde alcanzaría la corona de Inglaterra y sería conocido como Guillermo el Conquistador.
En la mesa del rey se sentaba el arzobispo de Reims, el conde de Sussex, representante del rey Eduardo de Inglaterra, y el enviado de Noruega, quien, además de los regalos de su señor, entregó a la novia un collar de parte de su hermana Isabel, casada con el rey Harald III. Y es que Yaroslav consiguió casar a todas sus hijas con reyes o príncipes de sangre real.
El rey capeto Enrique I de Francia tuvo cuatro hijos de su esposa, la rusa Ana de Kiev: el mayor nació al cabo de un año después de la boda, y por deseo de la reina llevó el nombre de Felipe. Nadie hasta entonces se había llamado así en la corte de Francia. De hecho, no era un nombre precisamente usual en todo Occidente. Poco después nacerían otros hijos del matrimonio: Emma, Roberto, y el menor de todos: el príncipe Hugo de Francia (que se casó con Adela, condesa de Valois y de Vermandois, hija del conde Raúl III el Grande).
Felipe fue coronado y asociado al trono en vida de su padre, según era costumbre entre los Capeto. Ana asistió a la ceremonia, que tuvo lugar en la catedral de Reims el 23 de mayo de 1059, día de Pentecostés. El arzobispo Gervasio fue nombrado gran canciller durante esa jornada, siguiendo la tradición. Sellada la orden, se procedió a la ceremonia de la consagración.
Gervasio tomó de un cojín bordado en oro la espada Alegre (Joyeuse), que había pertenecido a Carlomagno, y se la entregó al rey. Enrique bajó la empuñadura y, volviéndose hacia su hijo, pronunció las palabras rituales:
—Recibe esta espada por la autoridad divina y el poder que te han sido concedidos para combatir a los bárbaros enemigos del nombre de Jesucristo, para expulsar a los malos cristianos del reino y para mantener la paz entre los fieles que te han sido confiados.
Mirando a los asistentes, el niño levantó la espada con ambas manos y la blandió con la punta hacia arriba antes de depositarla en el altar, reconociendo con este gesto que era vasallo de Dios. Fue entonces despojado de la diadema de oro, el manto y el vestido. Cuando hombros y pecho quedaron al descubierto, el abad de San Remigio presentó la santa Ampolla al arzobispo, así como la aguja de oro. Sirviéndose de la aguja, Gervasio hizo caer una gota en una copa de plata dorada que contenía el óleo consagrado; luego impregnó los dedos e hizo la señal de la Cruz sobre el nuevo rey mientras los presentes, arrodillados, rezaban en silencio.
Al terminar esta parte de la ceremonia, los doce pares se acercaron al oficiante, que puso el anillo a Felipe diciendo:
—Toma este anillo, signo de la Santa Fe, solidez del reino, aumento de poder, que por estas cosas sepas vencer a los enemigos con poder triunfal, reunir a tus súbditos y vincularlos a la perseverancia de la fe católica de Jesucristo, Nuestro Señor, amén.
Felipe empuñó el cetro en la mano derecha, y con la izquierda sostenía la mano de la justicia. El niño se arrodilló y Gervasio tomó la gran corona de oro de Carlomagno, incrustada de rubíes, zafiros y esmeraldas, elevándola por encima de la cabeza del joven rey. Los doce pares acercaron sus manos para sostenerla, formando un círculo a su alrededor.
—Que Dios te corone, hijo mío, con la corona de gloria y de justicia. Protege y sirve fielmente al reino que ha sido confiado a tus cuidados, para que, ornado de todas las virtudes, tantas como de piedras preciosas, obtengas la corona de gloria junto a Aquel que rige en el reino de los Cielos.
Después el arzobispo besó a Felipe y gritó por tres veces “¡Viva el rey!”, un grito que encontró eco en todos los allí reunidos.
Gervasio condujo al niño hacia el trono, junto a su padre y su madre. Cuatro caballeros trajeron las ofrendas: un pan de oro, un pan de plata, una jarra de plata dorada llena de vino y una bolsa de terciopelo rojo con trece monedas de oro. Se hizo venir a doce personas afectadas por tumores escrofulosos, y el niño los tocó para sanarlos, siguiendo la tradición de sus antepasados. Luego hizo que les entregaran a todos obsequios y limosnas.
Pronto reinaría Felipe en solitario: su padre fallecía al verano siguiente, y Ana se convertía en regente en nombre de su hijo, que subía al trono como Felipe I. La reina contaba con Balduino V de Flandes como co-regente.
Para dar a conocer a sus súbditos al nuevo rey, Ana emprende un viaje con él. Pretende que comiencen a amarlo, pero es ella quien más acapara la atención de los franceses. Al verla vestida de blanco en señal de luto, la llaman “la reina blanca”. Después, a su regreso, se retira con su hijo al castillo de Senlis, un lugar que le agradaba especialmente, “tanto por la bondad del aire que se respiraba, como por los agradables pasatiempos de la caza, a la que se consagraba con placer.”
Pronto siguieron otras diversiones mundanas. La reina comenzó a organizar recepciones muy concurridas. Muchos señores de la corte y alrededores iniciaron la costumbre de visitarla, y según Caix de Saint-Aymour, “homenajeaban más a la mujer que a la reina”.




Ana tenía unos 35 años, y su belleza seguía brillando. Era lógico que atrajera a los caballeros. Pero había entre ellos uno mucho más entusiasmado que el resto, y casualmente era el que ella prefería entre todos. Se trataba de Raúl de Crépy, conde de Valois, uno de los señores más poderosos de Francia y antiguo enemigo de su esposo al tiempo que primo lejano. Raúl había sido capturado por el ejército del rey en 1041, si bien posteriormente cambió de bando. Él solía decir que no temía ni a las armas del rey ni a las censuras de la Iglesia, y dio buena prueba de ello.
Raúl era casado, pero eso no fue obstáculo para que persiguiera a la reina incluso en vida de Enrique. El conde procuraba encontrarse con ella en todas partes, bien fuera en fiestas, cacerías, o a la hora de hacer obras de caridad. Sus encuentros se multiplicaban fatalmente, aunque mientras vivió el rey Ana no osó corresponder a sus avances.
El caballero había estado casado en primeras nupcias con Adela de Bar-sur-Aube, de la que tenía cinco hijos. Cuando Adela falleció, Raúl volvió a contraer matrimonio, lo que ahora se convertía en un grave contratiempo para él. Al cabo de un año de la muerte de Enrique decidió repudiar a su segunda esposa, y para ello tuvo la desfachatez de acusarla de adulterio.
Con la esposa finalmente en un convento, el conde consideraba llegado el tiempo de pasar a la acción, y con esa idea vuelve a dirigirse a Senlis, al encuentro de la reina. Durante el transcurso de una cacería realiza el que fue seguramente el más osado de sus gestos: se apodera de Ana y la alza de su caballo para montarla en el suyo. Juntos cabalgan hasta una iglesia, donde el conde ordena al sacerdote que los case.
El rapto de la reina y su boda clandestina causaron gran escándalo en todo el reino, pero ellos parecían no darse cuenta de la indignación que crecía en su contra. Raúl no contaba con que la esposa repudiada, Haquenez, no se resignaría ante la injusticia que le había hecho su esposo e iba a acudir ante el Papa Alejandro II. Este encargó una investigación a los arzobispos de Reims y Ruán, a consecuencia de la cual ordenó a Raúl que volviera con su legítima esposa. Pero la pasión del conde era demasiado fuerte y se negó a obedecer al pontífice, lo que fue causa de una sentencia de excomunión y de la declaración de nulidad del matrimonio con Ana.
Nada de ello perturbó la eterna luna de miel de la pareja. Juraron no separarse nunca, y mantuvieron su palabra.
Indiferentes a la hostilidad que despertaba su unión, viajaban juntos por el reino sin esconderse, hasta que al final consiguieron que la gente acabara por aceptarlos. La reina pasaba la mayor parte de su tiempo en el castillo de Crépy-en-Valois, separada de su hijo, a pesar de lo cual, y de que Felipe deploraba esa situación, él siempre le profesó un gran cariño. El rey se reconcilió con ellos y volvió a recibirlos en la corte al cabo de un tiempo.
A partir del año 1063, Ana dejó de firmar “Anna Regina” para titularse solo “Mater Philippi regis”. En cuanto a Raúl, mantuvo la lealtad hacia su hijastro y puso sus tropas a su servicio en una desdichada campaña en la que perdió a su primogénito.
La muerte de Haquenez permitió al conde regularizar su situación y hacer que le fuera levantada la pena de excomunión. Sin embargo, iba a morir excomulgado por segunda vez, por el modo en que se había apoderado de Péronne y Montdidier, que habían pertenecido a su repudiada esposa. Fue precisamente en Montdidier donde murió el 8 de septiembre del 1074. Ana se refugió entonces en la corte, junto a su hijo, aunque no intentó ocuparse nunca de los asuntos de Estado.
Existe una leyenda que cuenta que al año siguiente ella regresó a Rusia para morir allí. Pero no es cierto. Ana falleció en Francia, probablemente en 1076, y se cree que fue enterrada en la abadía de Villiers, cerca de La Ferté-Alais.

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Régine Deforges noveló maravillosamente la vida de Ana de Kiev en su obra Bajo el cielo de Novgorod, una historia en la que a una rigurosa documentación añade el encanto de la leyenda.



                                       Texto publicado en la página de Internet 'DE REYES, DIOSES Y HÉROES'.

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