Una anécdota política
La
dimisión de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Dª Cristina
Cifuentes (25/04/2018), provocada (culminada, diríamos mejor) por
realizar un pequeño hurto en unos grandes almacenes y por el trucaje,
tan habitual, en un curso universitario, es una nimia anécdota en la
vida política española, caracterizada por la falta de sustancia ética de
los discursos y comportamientos y por la penuria intelectual de los
debates. Sin embargo, tiene un gran interés como síntoma de la profunda
mutación que ha experimentado la sociedad occidental en el terreno moral
y axiológico.
Analicemos el hecho con
cierto detalle. No se acusa en este caso de hechos graves o que supongan
un perjuicio oneroso a otros. Además, son faltas extendidas en una gran
cantidad de personas, de uso corriente y, de alguna manera, suponen
conductas socialmente admitidas. Tampoco se observa que haya deslealtad a
un código o unas normas que se hayan traicionado. Desde un punto de
vista objetivo (estadístico, si se quiere), se trata de hechos
irrelevantes comparados con los que vemos habitualmente, fuera y dentro
de la política, con sólo asomarnos a los medios de comunicación. Sin
embargo, en algún lugar debe radicar la gravedad de este asunto, cuando
hay una opinión unánime de rechazo y condena y unas consecuencias
prácticas clarísimas e inmediatas -la dimisión y el final definitivo de
la vida política de esta pobre señora.
¿Dónde,
pues, está la causa de tal gravedad? La labor intelectual, en gran
medida, consiste en preguntarse por lo que parece obvio o, en todo caso,
asombrarse (como hacía Ortega en sus geniales ensayos) de cuán extrañas
resultan las cosas obvias. Lo extraño de este asunto vulgar es que a la
Sra. Cifuentes no se la juzgase porque haya hecho algo mal (aunque
realmente su conducta es claramente inmoral), porque haya incumplido un
código o porque haya provocado un grave perjuicio a una o varias
personas, sino porque su conducta no haya quedado oculta, haya salido a
la luz de los medios. A sus detractores no les interesa la moralidad de
su conducta (que es, repito, deficiente), sino la ruptura de un código
formal de normas. Habría tolerancia para otros hechos más graves que no
salieran a la luz o no se demostraran, pero, si el hecho en cuestión
salta a la plaza pública, esta persona está condenada de forma inmediata
y sin posibilidad de redención o arrepentimiento. El proceso es
irreversible y definitivo: la persona queda estigmatizada para siempre.
Estamos, pues, frente a una moral que prima lo formal sobre lo sustancial. Una moral fundamentalmente, rígidamente formalista.
Medio siglo de aquella revuelta
Este
mes cumple medio siglo la famosa revuelta de Mayo del 68 en Francia. En
realidad fue un movimiento que se extendió por todo Occidente, aunque
en España no tuvo una especial repercusión. Su aportación ideológica es
una amalgama donde se juntan los eslóganes pegadizos (prohibido
prohibir; la imaginación al poder; sé realista, pide lo imposible), las
filosofías (?) pseudo-orientalistas, nuevas versiones del mito
rousseauniano del “hombre natural” (movimiento hippy), aportaciones del
marxismo cultural (Escuela de Frankfurt, las contradicciones internas
del capitalismo…). Este movimiento tiene un alcance y una influencia
enormes. Después de la revolución económica y política planteada por el
marxismo, aquí se impulsa, quizá por primera vez después de la aparición
del Cristianismo, una revolución moral. Su mensaje fundamental es:
busca el placer, la felicidad personal sin tener en cuenta los
prejuicios, las convenciones, las tradiciones; en una palabra, libérate
de los límites impuestos por la moral burguesa de raíces cristianas. Lo
que comenzó siendo un revuelta estudiantil con un ámbito de actuación
académico, se convirtió en una revolución política y, lo que es más
importante, en un cambio profundo en los valores morales. Cambio que, en
ocasiones, intentó llegar tan lejos, que asustó a sus mismos
partidarios. Por ejemplo, cuando eximios intelectuales de la progresía
como Michel Foucault, Jacques Derrida y Louis Althusser piden
públicamente la legalización de las relaciones sexuales con menores,sin
otro límite que el consentimiento de estos.
El
cambio liberalizador, desinhibidor de prejuicios y atavismos, superador
de antiguas normativas morales y religiosas iba a traer un mundo en el
que el último valor absoluto es la propia voluntad y la búsqueda
personal de la satisfacción y el placer. A la utopía marxista de un
mundo sin explotadores ni explotados se sumaba la utopía de un mundo sin
trabas ni prejuicios morales. Medio siglo después, ¿en qué ha quedado
todo este impulso liberalizador? ¿Habitamos un un mundo más libre y
sincero donde se viva y actúe con holgura, con confianza?
El nuevo paradigma del neofariseísmo
Todo
parece indicar (el caso de la Sra. Cifuentes nos servía de ejemplo),
que la respuesta a estas preguntas es negativa. La disolución de las
antiguas normas no ha traído la liberación, sino todo lo contrario. De
la moral clásica cristiana hemos pasado a un nuevo paradigma
(permítaseme esta expresión de moda) que llamo el Neofariseísmo.
Esta
ideología moral se caracteriza por: a) establece una rígido control,
casi inquisitorial, en un solo sentido, desde una sola óptica, que es la
de lo politically correct. b) Es más formalista que
sustancial; consiste en el acatamiento de una serie de consignas
ineludibles (por ejemplo, comenzar todo discurso dirigiéndose a “todos y
todas”). c) Su veredicto es irreversible: si la conducta sale a la luz
pública (las redes sociales) la persona queda estigmatizada sin
posibilidad de redención, como la prostituta lapidada por los fariseos,
de la que nos habla el relato evangélico.
El
Cristianismo concibe al hombre como pecador, pero tiene la posibilidad
de rectificar, de redimirse con ayuda de la Gracia. Evidentemente, el
primer paso en este proceso es el acto de humildad y realismo de
reconocer cada cual su limitación: la aceptación de la propia
contingencia y menesterosidad. Este nuevo paradigma, que obvia esta
visión antropológica, ha creado un hombre radicalmente autónomo, que no
tiene ya necesidad de la Gracia, porque no hay redención posible cuando
el tribunal de la political correctness ha emitido su
veredicto. Se sitúa al hombre en un laberinto, cuya salida hacia lo
trascendente ha sido tapiada. Es, al mismo tiempo, totalmente libre y
totalmente esclavo.
TOMÁS SALAS Vía FORUM LIBERTAS
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