No me había dado cuenta
hasta que hace unos días, mientras lamentaba las incorrecciones
ortográficas de una cuenta oficial en Twitter de un ministerio, leí un
mensaje que acababan de enviarme y que me causó el efecto de un rayo.
De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».
No fue la estupidez del concepto lo que me asombró –todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos.
De pronto, con un fogonazo de lucidez aterradora, fui consciente de algo en lo que no había reparado hasta ese momento. El mensaje decía, literalmente: «Las reglas ortográficas son un recurso elitista para mantener al pueblo a distancia, llamarlo inculto y situarse por encima de él».
No fue la estupidez del concepto lo que me asombró –todos somos estúpidos de vez en cuando, o con cierta frecuencia–, sino la perfecta formulación, por escrito, de algo que hasta entonces me había pasado inadvertido: un fenómeno inquietante y muy peligroso que se produce en España en los últimos tiempos.
En determinados medios,
sobre todo redes sociales, empieza a identificarse el correcto uso de la
lengua española con un pensamiento reaccionario; con una ideología
próxima a lo que aquí llamamos derecha. A cambio, cada vez más, se alaba
la incorrección ortográfica y gramatical como actividad libre,
progresista, supuestamente propia de la izquierda.
Según esta perversa
idea, escribir mal, incluso expresarse mal, ya no es algo de lo que haya
que avergonzarse. Al contrario: se disfraza de acto insumiso frente a
unas reglas ortográficas o gramaticales que, al ser reglas, sólo pueden
ser defendidas por el inmovilismo reaccionario para salvaguardar sus
privilegios, sean éstos los que sean.
Ello es, figúrense, muy
conveniente para determinados sectores; pues cualquier desharrapado de
la lengua puede así justificar sus carencias, su desidia, su rechazo a
aprender; de forma que no es extraño que tantos –y de forma preocupante,
muchos jóvenes– se apunten a esa coartada o pretexto. No escribo mal
porque no sepa, es el argumento. Lo hago porque es más rompedor y
práctico. Más moderno.
Todo eso, que ya por sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos.
Todo eso, que ya por sí es inquietante, se agrava con la utilización interesada que de ello hacen algunos sectores políticos, en esta España tan propensa secularmente a demolerse a sí misma. Jugando con la incultura, la falta de ganas de aprender y la demagogia de fácil calado, no pocos trileros del cuento chino se apuntan a esa moda, denigrando por activa o pasiva cualquier referencia de autoridad lingüística; a la que, si no se ajusta a sus objetivos políticos inmediatos, no dudan, como digo, en calificar de reaccionaria, derechista e incluso fascista, términos que en España hemos convertido en sinónimos.
Con el añadido de que a
menudo son esos mismos actores políticos los que también son incultos, y
de este modo pretenden enmascarar sus propias deficiencias, mediocridad
y falta de conocimientos. Otras veces, aunque los interesados saben
perfectamente cuáles son las reglas, las vulneran con toda deliberación
para ajustar el habla a sus intereses específicos, sin importarles el
daño causado.
Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos.
Tampoco el sector más irresponsable o demagógico del feminismo militante es ajeno al problema. Resulta de lo más comprensible que el feminismo necesario, inteligente, admirable –el disparatado, analfabeto y folklórico es otra cosa–, se sienta a menudo encorsetado por las limitaciones de una lengua que, como todas las del mundo, ha mantenido a la mujer relegada a segundo plano durante siglos.
Aunque es conveniente
recordar que el habla es un mecanismo social vivo y cambiante, pero
también forjado a lo largo de esos siglos; y que las academias lo que
hacen es registrar el uso que en cada época hacen los hablantes y
orientar sobre las reglas necesarias para comunicarse con exactitud y
limpieza, así como para entender lo que se lee y se dice, tanto si ha
sido dicho o escrito ahora como hace trescientos o quinientos años.
Por eso los diccionarios
son una especie de registros notariales de los idiomas y sus usos.
Forzar esos delicados mecanismos, pretender cambiar de golpe lo que a
veces lleva centurias sedimentándose en la lengua, no es posible de un
día para otro, haciéndolo por simple decreto como algunos pretenden. Y a
veces, incluso con la mejor voluntad, hasta resulta imposible.
Si Cervantes escribió una novela ejemplar llamada La ilustre fregona,
ninguna feminista del mundo, culta o inculta, ministra o simple
ciudadana, conseguirá que esa palabra cervantina, fregona, pierda su
sentido original en los diccionarios. Se puede aspirar, de acuerdo con
las academias, a que quede claro que es un término despectivo y poco
usado –cosa que la RAE, en este caso, hace años detalla–, pero jamás
podrá conseguir nadie que se modifique el sentido de lo que en su
momento, con profunda ironía y de acuerdo con el habla de su tiempo,
escribió Cervantes. Del mismo modo que, yéndonos a Lope de Vega,
cualquier hablante debe poder encontrar en un diccionario el sentido de
títulos como La dama boba o La villana de Getafe.
Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años).
Se está llegando así a una situación extremadamente crítica. Del mismo modo que se ha logrado que partidarios o defensores sinceros del feminismo sean tachados de machistas cuando no se pliegan a los disparates extremos del feminismo folklórico, a los defensores de la lengua española, de sus reglas ortográficas y gramaticales, de sus diccionarios y de su correcto uso, se les está colgando también la etiqueta de reaccionarios y derechistas –lo sean o no– por oposición a cierta presunta o discutible izquierda que, ajena a complejos lingüísticos, convierte la mala redacción y la mala expresión en argumentos de lucha contra el encorsetamiento reaccionario de una casta intelectual que –aquí está el principal y más dañino argumento– mantiene reglas elitistas para distanciarse del pueblo que no ha tenido, como ella, el privilegio de acceder a una educación (como si ésta no fuera gratuita y obligatoria en España hasta los dieciséis años).
Del mismo modo que,
según marca esta tendencia, quien no se pliega al chantaje del feminismo
folklórico es machista y todo machista es inevitablemente de derechas,
quien respeta las reglas del idioma es reaccionario, está contra la
libertad del pueblo, y por consecuencia es también de derechas.
Pues, como todo el mundo
sabe, no existen machistas de izquierdas, ni maltratadores de
izquierdas, ni taurinos de izquierdas, ni acosadores de izquierdas, ni
tampoco cumplidores de las reglas del idioma que lo sean. Resumiendo:
como toda norma es imposición reaccionaria y todo acto de libertad es
propio de la izquierda, quien defiende las normas básicas de la lengua
es un fascista. En conclusión, todo buen y honrado antifascista debe
escribir y hablar como le salga de los cojones. O de los ovarios.
No sé si los españoles somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones.
No sé si los españoles somos conscientes –y me temo que no– de la gravedad de lo que está ocurriendo con nuestro idioma común. Del desprestigio social de la norma y el jalear del disparate, alentados por dos factores básicos: la dejadez e incompetencia de numerosos maestros (algunos ejercicios escolares que me remiten, con preguntas llenas de faltas ortográficas y gramaticales, de atroz sintaxis, son para expulsar de la docencia a sus perpetradores), que tienen a los jóvenes sumidos en el mayor de los desconciertos, y el infame oportunismo de la clase política, que siempre encuentra en la demagogia barata oportunidad de afianzar posiciones.
Pero no pueden tampoco
eludir su responsabilidad los medios informativos; sobre todo las
televisiones, donde hace tiempo desapareció la indispensable figura del
corrector de estilo –un sueldo menos–, y que con tan contumaz descaro
difunden y asientan aberraciones lingüísticas que desorientan a los
espectadores y destrozan el habla razonablemente culta. Y más, teniendo
en cuenta que el Diccionario de la Lengua Española no lo hace sólo la
RAE, sino también las academias de 22 países de habla hispana (de ahí
tantas palabras que llaman la atención o indignan a quienes ignoran ese
hecho), abarcando el habla no sólo de 50 millones de españoles que nos
creemos dueños y árbitros de la lengua, sino de 550 millones de
hispanohablantes, muchos de los cuales ven con estupor nuestro disparate
suicida y perpetuo.
Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas.
Tampoco la Real Academia Española, todo hay que decirlo, es ajena a los daños causados y por causar. En vez de afirmar públicamente su magisterio, explicando con detalle el porqué de la norma y su necesidad, exponiendo cómo se hacen los diccionarios, las gramáticas y las ortografías, dando referencias útiles y denunciando los malos usos como hace la Academia Francesa, en los últimos tiempos la Española vacila, duda y a menudo se contradice a sí misma, desdiciéndose según los titulares de prensa y las coacciones de la opinión pública y las redes sociales, intentando congraciarse y no meterse en problemas.
Esa pusilanimidad
académica que algunos miembros de la institución llevamos denunciando
casi una década ante la timorata pasividad de otros compañeros, ese
abandono de responsabilidades y competencias, esa renuncia a defender el
uso correcto –y a veces hasta el simple uso a secas– de la lengua
española, ese no atreverse a ejercer la autoridad indiscutible que la
Academia posee, envalentonan a los aventureros de la lengua.
Y crecidas ante esa
pasividad y esos complejos, cada día surgen nuevas iniciativas absurdas,
a cuál más disparatada, para que la RAE elimine tal acepción de una
palabra, modifique otra y se pliegue, en suma, a los intereses
particulares y, lo que es peor, a la ignorancia y estupidez de quienes
en creciente número, con la osadía de la ignorancia o la mala fe del
interés político, se atreven a enmendarle la plana.
Por eso, en el contexto
actual, pese a que de las nueve mujeres académicas admitidas en tres
siglos seis han ingresado en los últimos ocho años, pese a su formidable
e indispensable labor para quienes hablan la lengua española, la
Academia es considerada por muchos despistados –basta asomarse a
Twitter– una institución reaccionaria, machista, apolillada y
autoritaria. Cuando en realidad, gracias a algunos de sus académicos,
sólo es una institución acomplejada, indecisa y cobarde.
Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero.
Y ojo. Aquí no se trata de banderitas y pasiones más o menos nacionales. Aquí estamos hablando de un patrimonio lingüístico de extraordinaria importancia; un tesoro inmenso de siglos de perfección y cultura. De algo que además nos da prestigio internacional, negocio, trabajo y dinero.
Hablamos de una lengua,
la española, que es utilizada por cientos de millones de
hispanohablantes que hasta hoy, gracias precisamente a la Real Academia
Española y a sus academias hermanas, manejan la misma Ortografía, la
misma Gramática y el mismo Diccionario; cosa que no ocurre con ninguna
otra lengua del mundo. Constituyendo así entre todos, a una y otra
orilla del Atlántico, un asombroso milagro panhispánico. Un espléndido
territorio sin fronteras. Una verdadera patria común, cuya auténtica y
noble bandera es El Quijote.
ARTURO PÉREZ-REVERTE XL Semanal
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