Hace ya tiempo que Felipe VI va dejando traslucir un semblante serio ante el devenir de los acontecimientos y la incapacidad de nuestros políticos para arrostrar situaciones complejas
El nuevo presidente de España, Pedro Sánchez, posa tras tomar posesión junto a Felipe VI. (Reuters)
El pasado jueves 31 de mayo, en el debate de la moción de censura, Pablo Iglesias instaba a Pedro Sánchez a trabajar juntos para construir una república
fraterna y plurinacional. “Hace falta reconocer lo que usted reconoció
en las primarias: que España es un país plurinacional; hace falta
reconocer el reto institucional de lo que implica construir un país
diverso y plurinacional. Eso implica, a mi entender, asumir valores republicanos”, discurseaba el líder de Podemos mientras ofrecía diálogo a los independentistas catalanes y nacionalistas vascos.
El viernes 1 de junio, antes del mediodía, Pedro Sánchez sacaba adelante su moción de censura y se convertía en el séptimo presidente del Gobierno en democracia. Lo hacía con los votos de los de Pablo Iglesias, ERC, PDeCAT y Bildu, entre otros. El jefe del Ejecutivo se había comprometido previamente, desde la tribuna del Congreso, a sentar las bases para iniciar el diálogo entre el Gobierno de España y el nuevo Govern de la Generalitat encabezado por Quim Torra, “restableciendo los puentes rotos sin alimentar retóricas excluyentes”. Unas declaraciones que, ‘alea iacta est’, deben inquietar al Rey de España.
Hace ya tiempo que Felipe VI va dejando traslucir un semblante serio ante el devenir de los acontecimientos y la incapacidad de nuestros políticos para arrostrar situaciones complejas y priorizar el interés general frente al particular o demoscópico.
Si se hubiera gestionado correctamente el referéndum ilegal del 1 de octubre y la crisis institucional derivada del mismo, el Rey no se habría visto forzado a una declaración, la del 3-O, decisiva entonces, que excedía de sus funciones constitucionales; si en vez de Sánchez hubiera sido Javier Fernández quien siguiera instalado en Ferraz, probablemente la labor de oposición del PSOE hubiera sido muy distinta y no se habría llegado al punto de dar por buenos los votos de independentistas y Bildu para llegar al Gobierno. Cosas veredes.
Falta tiempo para un análisis retrospectivo, pero lo cierto es que los independentistas han logrado su objetivo, que no era otro que echar al “carcelero” de Moncloa. Está por ver las hipotecas asumidas por Sánchez al aceptar estos votos y si este hecho traerá consigo barra libre para los nacionalismos.
Si bien en el PSOE aseguran tenerlo muy claro, esto es, que el diálogo no implica poner en cuestión la unidad de España, no es seguro que los partidos secesionistas opinen lo mismo. De hecho, lo primero que ha hecho el nuevo Govern al tomar posesión es colocar un lazo amarillo gigante en el Palau de la Generalitat y exigir “la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados”. Por un lado, Iglesias pide la república; por el otro, Torra reclama amnistía para los presos. Malos tiempos para el Rey. Que lo sean finalmente o no dependerá de la habilidad de Sánchez para reconducir el conflicto catalán sin hacer concesiones que pongan en un brete al Estado.
En Zarzuela han visto con pesimismo la etapa de bloqueo vivida en España en los últimos años por culpa de un Gobierno cercado por la corrupción y una oposición poco constructiva, por no decir directamente destructiva. Falta sintonía con el nuevo inquilino de La Moncloa. No es que con el anterior hubiera mucha, pues la relación de confianza con el Rey se vio varias veces truncada por las vicisitudes de una legislatura bronca y atípica, pero con el nuevo se percibe suspicacia, como si se estuvieran tanteando uno y otro.
Quizá se deba al hecho de que, cuando había que sondear el parecer del PSOE en temas espinosos, en Zarzuela se optaba por llamar a Alfredo Pérez Rubalcaba, de la misma forma que González, Solchaga o Almunia prefieren hablar con Albert Rivera que con el líder de los socialistas. Todo ello obedece, señalan en el entorno próximo al presidente del Gobierno, a arrebatos melancólicos que todavía exudan ciertos militantes y a la incapacidad de distinguir el viejo PSOE del nuevo, que es el que acaba de asaltar La Moncloa.
Las diferencias entre las tomas de posesión de Mariano Rajoy de 2016 y de Pedro Sánchez este 2018 son claramente perceptibles y vaticinan una etapa cuando menos singular. El lenguaje corporal de Sánchez en la toma de posesión resultaba sintomático. Había nervios, incomodidad, en algún momento parecía desencajársele el rostro. El Rey, reivindicativo, corbata ‘verde’ (acrónimo de Viva-el-Rey-de-España), rictus serio, observaba a Sánchez a un par de palmos.
“Prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo de presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, así como mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros”. Lo prometía sin Biblia ni crucifijo, consecuente con sus convicciones (“soy ateo, a secas”) e ideas (denuncia de los Acuerdos con el Vaticano).
Aunque la monarquía española ahora mismo no está en la agenda ni se la cuestiona como forma de Estado, la crisis catalana y ciertas actitudes de nuestra clase dirigente han hecho mella en la consideración que los españoles tienen de la institución. No es que quieran echarle del trono con cajas destempladas, pero tampoco esperen en Zarzuela muchos parabienes. Para algunos no hay Biblia, ni Dios ni posiblemente tampoco Rey.
En las dos oleadas del PanelConfidencial, la imagen de la monarquía se resiente. En la del primer trimestre, uno de cuatro españoles (el 26,5%) tenía una imagen mala o muy mala de Felipe VI. El porcentaje aumentaba hasta casi el 60% cuando se preguntaba a los votantes de Podemos y se situaba en el entorno del 20% en el caso de los simpatizantes socialistas, mientras era prácticamente residual en PP y Cs. Si la segmentación se realizaba por territorios y no por partidos, las conclusiones resultaban estremecedoras: el Rey salía como persona ‘non grata’ en Cataluña y País Vasco.
Las próximas noticias sobre su cuñado, Iñaki Urdangarin, tampoco ayudarán a sofocar los rescoldos que pretenden avivar algunas formaciones. Faltan unos días para que se conozca la sentencia firme del caso Nóos y otros pocos días más para ver al marido de la infanta Cristina entrar en prisión. Por muchos diques de contención que se hayan levantado y por mucho que se haya reducido el tamaño de la familia real tras el proceso sucesorio de 2014, lo cierto es que hay imágenes que ni el tiempo podrá borrar.
NACHO CARDERO Vía EL CONFIDENCIAL
El viernes 1 de junio, antes del mediodía, Pedro Sánchez sacaba adelante su moción de censura y se convertía en el séptimo presidente del Gobierno en democracia. Lo hacía con los votos de los de Pablo Iglesias, ERC, PDeCAT y Bildu, entre otros. El jefe del Ejecutivo se había comprometido previamente, desde la tribuna del Congreso, a sentar las bases para iniciar el diálogo entre el Gobierno de España y el nuevo Govern de la Generalitat encabezado por Quim Torra, “restableciendo los puentes rotos sin alimentar retóricas excluyentes”. Unas declaraciones que, ‘alea iacta est’, deben inquietar al Rey de España.
Hace ya tiempo que Felipe VI va dejando traslucir un semblante serio ante el devenir de los acontecimientos y la incapacidad de nuestros políticos para arrostrar situaciones complejas y priorizar el interés general frente al particular o demoscópico.
Si se hubiera gestionado correctamente el referéndum ilegal del 1 de octubre y la crisis institucional derivada del mismo, el Rey no se habría visto forzado a una declaración, la del 3-O, decisiva entonces, que excedía de sus funciones constitucionales; si en vez de Sánchez hubiera sido Javier Fernández quien siguiera instalado en Ferraz, probablemente la labor de oposición del PSOE hubiera sido muy distinta y no se habría llegado al punto de dar por buenos los votos de independentistas y Bildu para llegar al Gobierno. Cosas veredes.
Falta tiempo para un análisis retrospectivo, pero lo cierto es que los independentistas han logrado su objetivo, que no era otro que echar al “carcelero” de Moncloa. Está por ver las hipotecas asumidas por Sánchez al aceptar estos votos y si este hecho traerá consigo barra libre para los nacionalismos.
Si bien en el PSOE aseguran tenerlo muy claro, esto es, que el diálogo no implica poner en cuestión la unidad de España, no es seguro que los partidos secesionistas opinen lo mismo. De hecho, lo primero que ha hecho el nuevo Govern al tomar posesión es colocar un lazo amarillo gigante en el Palau de la Generalitat y exigir “la libertad de los presos políticos y el retorno de los exiliados”. Por un lado, Iglesias pide la república; por el otro, Torra reclama amnistía para los presos. Malos tiempos para el Rey. Que lo sean finalmente o no dependerá de la habilidad de Sánchez para reconducir el conflicto catalán sin hacer concesiones que pongan en un brete al Estado.
Falta
sintonía entre el Rey y el nuevo inquilino de La Moncloa. No es que con
el anterior hubiera mucha, pero con Sánchez se percibe cierta
incomodidad
En Zarzuela han visto con pesimismo la etapa de bloqueo vivida en España en los últimos años por culpa de un Gobierno cercado por la corrupción y una oposición poco constructiva, por no decir directamente destructiva. Falta sintonía con el nuevo inquilino de La Moncloa. No es que con el anterior hubiera mucha, pues la relación de confianza con el Rey se vio varias veces truncada por las vicisitudes de una legislatura bronca y atípica, pero con el nuevo se percibe suspicacia, como si se estuvieran tanteando uno y otro.
Quizá se deba al hecho de que, cuando había que sondear el parecer del PSOE en temas espinosos, en Zarzuela se optaba por llamar a Alfredo Pérez Rubalcaba, de la misma forma que González, Solchaga o Almunia prefieren hablar con Albert Rivera que con el líder de los socialistas. Todo ello obedece, señalan en el entorno próximo al presidente del Gobierno, a arrebatos melancólicos que todavía exudan ciertos militantes y a la incapacidad de distinguir el viejo PSOE del nuevo, que es el que acaba de asaltar La Moncloa.
Las diferencias entre las tomas de posesión de Mariano Rajoy de 2016 y de Pedro Sánchez este 2018 son claramente perceptibles y vaticinan una etapa cuando menos singular. El lenguaje corporal de Sánchez en la toma de posesión resultaba sintomático. Había nervios, incomodidad, en algún momento parecía desencajársele el rostro. El Rey, reivindicativo, corbata ‘verde’ (acrónimo de Viva-el-Rey-de-España), rictus serio, observaba a Sánchez a un par de palmos.
“Prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo de presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, así como mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros”. Lo prometía sin Biblia ni crucifijo, consecuente con sus convicciones (“soy ateo, a secas”) e ideas (denuncia de los Acuerdos con el Vaticano).
En la oleada
del PanelConfidencial del primer trimestre, uno de cuatro españoles (el
26,5%) tenía una imagen mala o muy mala de Felipe VI
Aunque la monarquía española ahora mismo no está en la agenda ni se la cuestiona como forma de Estado, la crisis catalana y ciertas actitudes de nuestra clase dirigente han hecho mella en la consideración que los españoles tienen de la institución. No es que quieran echarle del trono con cajas destempladas, pero tampoco esperen en Zarzuela muchos parabienes. Para algunos no hay Biblia, ni Dios ni posiblemente tampoco Rey.
En las dos oleadas del PanelConfidencial, la imagen de la monarquía se resiente. En la del primer trimestre, uno de cuatro españoles (el 26,5%) tenía una imagen mala o muy mala de Felipe VI. El porcentaje aumentaba hasta casi el 60% cuando se preguntaba a los votantes de Podemos y se situaba en el entorno del 20% en el caso de los simpatizantes socialistas, mientras era prácticamente residual en PP y Cs. Si la segmentación se realizaba por territorios y no por partidos, las conclusiones resultaban estremecedoras: el Rey salía como persona ‘non grata’ en Cataluña y País Vasco.
Las próximas noticias sobre su cuñado, Iñaki Urdangarin, tampoco ayudarán a sofocar los rescoldos que pretenden avivar algunas formaciones. Faltan unos días para que se conozca la sentencia firme del caso Nóos y otros pocos días más para ver al marido de la infanta Cristina entrar en prisión. Por muchos diques de contención que se hayan levantado y por mucho que se haya reducido el tamaño de la familia real tras el proceso sucesorio de 2014, lo cierto es que hay imágenes que ni el tiempo podrá borrar.
NACHO CARDERO Vía EL CONFIDENCIAL
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