El Papa Francisco ya aportó en Lampedusa el testimonio de la Iglesia y la actitud a adoptar en relación a los refugiados, y la ha reiterado
en diversas ocasiones, recordando y actualizando así la doctrina de la
Iglesia, que establece principios, define criterios, establece
fundamentos, pero en ningún caso plantea soluciones técnicas, que son
propias del orden secular, de las instituciones políticas en primer
término, y también de las organizaciones e instituciones de la sociedad
civil.
La inmigración se ha convertido en uno de los problemas graves de Europa
por las discrepancias entre sus miembros y porque es en la mayoría de
los países un problema de política interior. Una fuerza capaz, junto a
otras causas – eso no debe olvidarse- de derribar y construir gobiernos,
como se ha visto en el reciente caso de Italia. En esta dinámica, donde
es fácil la demagogia, los hechos no pueden olvidarse. Escuetamente son
estos:
- Europa, que tiene políticas comunes para muchas cosas, por ejemplo, para establecer las dimensiones de las jaulas de las gallinas ponedoras, carece de una política y práctica común en el régimen migratorio.
- El PIB per cápita del África subsahariana es once veces menor que el europeo. Es una diferencia brutal, que además tiende a crecer (en 1970 era solo de siete veces), y que, unida a la inestabilidad política y los conflictos bélicos, genera un poderoso efecto llamada
- Europa tiene una población envejecida y una natalidad insuficiente, con la excepción de contados países. Hoy, la población de África subsahariana es de 1000 millones de personas por 500 de la UE. En unos treinta años serán 2.200 millones contra los mismos 500, además unos mayoritariamente jóvenes y los otros todo lo contrario. La presión demográfica es enorme.
La
actitud de los países europeos ha sido la de ir cada uno por su lado.
Alemania e Italia hasta ahora mismo han soportado el peso de los recién
llegados. En el caso de Italia, donde se concentra el flujo más
importante de llegadas, desde que los acuerdos de la UE con Turquía
sellaron la vía turca, ha sufrido la insolidaridad de sus vecinos,
obligando a los recién llegados a buscar acomodo en la península
itálica, ante las dificultades fronterizas de franceses, suizos y
austríacos. Tampoco han compartido los costes de esta atención.
Es evidente que esta situación no puede
prolongarse, y que la respuesta política desde una perspectiva cristiana
ha de combinar la acogida al extranjero sin dañar al propio país, cosa
perfectamente posible con los actuales recursos comunes. Lo que no es de
recibo, caso de España, es que los mismos sectores que reclaman
la llegada de los refugiados tengan olvidados, sin ninguna política
real a nuestros refugiados internos, las gentes sin hogar que
malviven en las calles y que son muchos menos. La solidaridad es sincera
cuando comienza con el más próximo y no cabalga a golpe de telediario.
Europa y los países miembros necesitan un plan a largo plazo
que combine una acción masiva para el desarrollo y la seguridad del
África Subsahariana, un “Plan Marshall”, que también reportaría
beneficios económicos en términos de exportaciones. Si hay trabajo y
seguridad, hay futuro para los jóvenes, la gente no emigra. El
establecimiento de flujos seguros y una distribución adecuada a las
capacidades demográficas y económicas de países receptores es otra
necesidad que debe llegar a alcanzarse, a pesar de las dificultades
acaecidas hasta ahora a causa de los desacuerdos entre países. El
envejecimiento y la necesidad de mano de obra objetiviza el problema,
pero requiere planificación y organización. Por último, una política de
integración que evite la creación de guetos.
En todo esto hay algo que no puede olvidarse. El rechazo a la inmigración es consecuencia, la mayoría de las veces, de la ausencia de una identidad europea fuerte
que dote de sentido y seguridad personal a la vida de las personas.
Europa por su vacío espiritual. Pero no es solo eso. Los sectores de
menores ingresos, castigados por la crisis, tienen la convicción de que
son ellos quienes asumen las molestias y riegos que plantean los grandes
flujos de habitantes, con quienes conviven, mientras que las elites que
defienden su llegada, viven en barrios y condiciones donde el refugiado
no existe como experiencia vital.
Combinar todo eso no es fácil, pero si es necesario
EDITORIAL de FORUM LIBERTAS
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