Pedro Sánchez no debería apearse de la prudencia que exhibió en la moción
de censura cuando limitó sus metas a la obtención de una cierta normalidad.
Los problemas de fondo no pueden abordarse con 84 diputados
NICOLÁS AZNÁREZ
Decía el profesor López Aranguren que los políticos en la oposición suelen hablar de moral y en el Gobierno, en cambio, solo mencionan el poder. Siempre me ha parecido brillante esta observación de quien en su día fue uno de los referentes intelectuales más respetados y menos sectarios de la lucha contra la dictadura, autor por otra parte de un famoso ensayo sobre ética y política.
Lo sucedido en nuestro país con la moción de censura y la formación del nuevo Gobierno es una prueba más de lo acertado del comentario. El ahora ministro de Fomento hizo en el pleno parlamentario un discurso memorable contra la corrupción del PP, poniendo énfasis incluso en su condición particular de hijo de guardia civil, lo que elípticamente aludía a algún tipo de herencia en su comportamiento moral. En la tradición aristotélica la ética es la adecuación de los medios al fin que se persigue, pero el discurrir del tiempo y el refinamiento intelectual han enseñado a distinguir entre el mundo de los principios (la ética propiamente dicha) y el de las acciones (lo que consuetudinariamente llamamos moral). No corromperse no es un principio de la ética, sino más bien una transgresión de la misma, pues vulnera la norma del buen gobierno. Por eso la lucha contra la corrupción justifica una censura moral y política a quien se embarró en ella, pero no constituye en realidad un particular programa político, pues en principio es común a los de todos los partidos.
Denunciadas las miserias morales del partido más votado en los últimos comicios, una vez han llegado al Gobierno los recién estrenados ministros han hablado pues del poder. La portavoz del Gabinete expresó abiertamente los objetivos que persiguen, que no son exactamente los mismos que expresara Pedro Sánchez durante el debate. Mientras el nuevo presidente insistió hasta la saciedad en que pretendía lograr primero una cierta estabilidad política y luego convocar elecciones, la actual responsable de Educación anunció la voluntad gubernamental de impulsar la agenda social y regenerar la democracia.
El mejor programa para regenerar la democracia es llamar cuanto antes sea posible a las urnas
Me sumo a la generalizada opinión de que el Gabinete enhebrado por Sánchez es mejor de lo que muchos preveían, lo que ha dado pábulo a la esperanza en amplios sectores progresistas, seguidores o simpatizantes del mejor de los partidos socialistas, el que normalizó la vida política española tras la aventura criminal del golpe del 23-F. El inicial éxito del actual equipo se debe a que su alineación ha superado todas las expectativas; deben cuidarse sus integrantes no resulte que una excesiva ilusión no satisfecha acabe por defraudar el ánimo al cabo de unos meses. Los problemas estructurales del país como la crisis territorial, el deterioro de las instituciones, o la superación de la desigualdad no pueden abordarse sin un amplio apoyo parlamentario del que el Gobierno carece.
Una de las dificultades por las que atraviesan hoy las democracias representativas es la tendencia de sus demediados líderes a fijarse objetivos en el corto plazo, mientras los autoritarismos hacen planes que solo han de conseguirse a lo largo de décadas. Xi Jinping está así coronando el programa que Teng Hsiao-ping diseñara hace casi medio siglo. En el entorno de la globalización, los proyectos a pocos años vista se parecen al refrán tan español de pan para hoy, hambre para después. Qué vamos a decir si esos mismos planes apenas tienen un horizonte de meses.
Sánchez no debería apearse de la prudencia que exhibió en la exposición de motivos de la moción de censura cuando limitó sus metas a la obtención de una cierta normalidad política que permita la convocatoria electoral. Contra lo que algunos puedan creer, una excesiva prolongación de su mandato lejos de beneficiarle ante las urnas puede acabar con el impulso ahora recibido. Por eso apenas tienen importancia las críticas que puedan hacerse a un programa de gobierno todavía no bien estructurado en el que resaltan carencias que, en otro entorno, resultarían preocupantes. La ausencia de cualquier alusión a nuestra política en América Latina, en un momento trascendental para el futuro de la misma, o la desubicación de la agenda digital, relegada de nuevo a ser un apéndice del Ministerio de Economía, indican las desmemorias con las que un equipo tan entusiasta como improvisado tiene que lidiar.
Una excesiva prolongación de su mandato puede acabar con el impulso ahora recibido
Es comprensible su tentación de convertir la acción del Gobierno en un capítulo más de la campaña electoral que ha de venir, pero no resulta muy recomendable sucumbir ante ella. Este país afronta un inmediato calendario judicial de magnitudes considerables en el que son previsibles decisiones que para nada han de contribuir a la estabilidad buscada. Algunos de los problemas pendientes pueden mejorar si cambia el talante de la gobernación y quizás disminuya la crispación ambiente, aunque todavía no es seguro. Los problemas de fondo, el pacto por la educación o por el sistema de pensiones, la vuelta a la normalidad en Cataluña, la defensa de los intereses españoles en el continente americano, el papel de España en la globalización y en el marco europeo, no pueden abordarse en serio con una minoría parlamentaria de ochenta y cuatro diputados, una derecha enrabietada desalojada del poder en apenas veinticuatro horas, los partidos fieles a la Constitución desunidos o trastabillados en torno a lo que haya que hacer respecto al conflicto territorial, y la Monarquía sometida al desgaste de ver a un miembro de la familia del Rey tras las rejas.
Su discurso sería por eso más efectivo si en vez de hablar del poder mantuvieran la fibra moral que les ha llevado hasta él, y enunciar los principios, la ética que ha de informar la convivencia social en nuestro país. No tanto para insistir en la corrupción, que bastante harán si logran que deje de ser sistémica, porque es dudoso que pueda desaparecer en el corto plazo. Sino para recuperar la fibra moral y la integridad intelectual de la democracia. Y el mejor, si no el único, de los programas para regenerarla, es llamar cuanto antes sea posible a las urnas.
JUAN LUIS CEBRIÁN Vía EL PAÍS
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