/BERNARDO DIAZ. EL MUNDO
Va quedando cada vez más claro que el apoyo que los partidos nacionalistas y separatistas dieron a la moción de censura que entronizó a Pedro Sánchez no fue en absoluto un cheque en blanco. Al contrario. Sánchez carga en su mochila hipotecas que amenazan con dinamitar principios de Estado tan sólidos como la solidaridad vinculada a la irrenunciable unidad de la Seguridad Social. Por ese camino el nuevo Gobierno se encontrará presumiblemente con el rechazo de una mayoría ciudadana, representada por aquellas fuerzas que defiendan el interés general frente a la insaciable voracidad de partidos secesionistas dispuestos a dinamitar España. Lamentablemente, los socialistas parecen decididos a que algunas líneas rojas dejen de serlo. Que su permanencia en el poder dependa de la voluntad de partidos tan abiertamente desleales como los nacionalistas catalanes o incluso de Bildu es una bomba de relojería. Amén, claro, de Podemos, cuyo líder se encargó ayer de alfombrar la próxima entrevista entre Sánchez y el president Torra, a quien Pablo Iglesias garantizó ayer que Moncloa quiere acercar a Cataluña a los políticos encausados por la intentona golpista.
No puede pretender este débil Gobierno mantenerse vivo al precio de indigestas cesiones al nacionalismo. Y menos aún no extraer ninguna lección de la errónea política de apaciguamiento practicada por PP y PSOE. Urkullu exhibió ayer su característico tono moderado mientras en el País Vasco el PNV negocia con los herederos de Batasuna un nuevo Estatuto en el que se reconocen el derecho a decidir o la nacionalidad vasca; lo mismo que vivimos en Cataluña con la reforma del Estatut. Sánchez debe comprender que la responsabilidad de su cargo está por encima de su supervivencia política. Está en juego España.
EDITORIAL de EL MUNDO
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