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Legitimado por una amplia mayoría parlamentaria, el nuevo presidente del Gobierno se enfrenta a partir de hoy al trascendental reto de estabilizar la vida política y sacar al país de la grave crisis institucional en la que está sumido. Solventada con éxito la moción de censura, ésta es la segunda de las tareas que se impuso el propio Sánchez durante el debate del jueves. Pues bien, hic Rodas, hic salta, como recogía el relato clásico; es decir, el líder socialista ha llegado a un puesto largamente ambicionado y debe demostrar que sus recetas son las que España necesita para hacer frente al desafío soberanista y para consolidar la recuperación económica.
No le va a ser fácil dirigir un Gobierno arropado solo por 84 diputados y en deuda con el populismo y el nacionalismo catalán y vasco, que han demostrado su oportunismo y falta de escrúpulos políticos para perseguir sus objetivos rupturistas. Podemos, Compromís, ERC, EH Bildu y PDeCAT no perdieron ayer un solo minuto en mandarle el primer recado al nuevo presidente en forma de veto a la totalidad de la Ley de Presupuestos que se tramita en el Senado, poniendo en peligro la responsable, aunque contradictoria, promesa hecha por Sánchez de regirse por los Presupuestos del PP para garantizar la estabilidad del Estado.
Son estas fuerzas antisistema las primeras contra las que tendrá que defenderse si no quiere convertirse en rehén de sus pretensiones. En su oferta de diálogo a los promotores del procés, y en especial al Govern liderado por el supremacista Quim Torra, Sánchez debe tener muy claro que el cumplimiento de la ley y el respeto escrupuloso al marco constitucional son líneas insalvables. Ante la debilidad del nuevo Gobierno y la excepcionalidad de la situación, es de esperar que el nacionalismo intente romper el principio de soberanía para iniciar un proceso de federalización con la intención de conseguir más privilegios fiscales y de inversión pública. Un gabinete monocolor y socialista, como desea Sánchez, puede ser una buena fórmula para garantizar su necesaria independencia.
Pero ante todo, ese nuevo Ejecutivo debe ajustar su acción de gobierno a las políticas marcadas por Bruselas. Nuestros socios comunitarios no entenderían que tras el fracaso de la Grecia de Varoufakis o las amenazas del populismo eurófobo en Italia, que han atemorizado a los mercados, España iniciase una senda de expansión del gasto y de rechazo a las medidas de austeridad, gracias a las cuales Europa ha podido sortear la crisis. No debe caer Sánchez en una tentación involucionista, tal y como le aconseja Pablo Iglesias, y debe hacer suyo el espíritu reformista del Gobierno de Rajoy, que sirvió para recobrar la confianza de los inversores en la recuperación económica de nuestro país.
A pesar de la inusual forma de llegar al poder, el Gobierno que forme Sánchez está perfectamente legitimado para aplicar las políticas que devuelvan la normalidad a las instituciones democráticas. Pero no tiene que demorar demasiado el tercero de sus objetivos anunciados: la convocatoria de elecciones. Por la naturaleza de su génesis, estamos ante un Gobierno de transición que ha de desembocar en un proceso electoral en el que los españoles decidan con su voto una nueva mayoría parlamentaria. Solo entonces habrá demostrado Sánchez su madurez política.
EDITORIAL de EL MUNDO
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