Mariano Rajoy saliendo de un restaurante este jueves por la noche
EFE
La historia política de España desde la Transición hasta
hoy ha recorrido un camino marcadamente descendente. Se inició esta
larga etapa de cuatro décadas con una enorme carga de esperanza y un
asombroso despliegue por parte de las elites dirigentes de aquel momento
seminal de una admirable altura de miras, sentido del Estado,
generosidad y responsabilidad. Los que sabían que su tiempo se había
acabado supieron dejar el escenario con dignidad y decoro y los que
llegaban para hacerse cargo del país renunciaron a la revancha y al rencor.
El nivel medio de las figuras públicas que hicieron posible aquella
transformación sin apenas traumas ni violencia era apreciablemente alto,
tanto en formación como en experiencia, calidad humana y exigencia
moral. Muchos de ellos tenían tras de sí biografías cuajadas de
claroscuros, pero era difícil encontrar pigmeos intelectuales, saqueadores de las arcas públicas, falsificadores de currículo, mediocres o ágrafos.
El sistema institucional y la estructura territorial que
acordaron presentaba graves defectos de fondo, lagunas peligrosas e
inconsistencias resbaladizas, pero debemos admitir que lograron lo que
entonces fue posible y que confiaron, creyendo que los que vendrían
después serían de su mismo fuste, en que el transcurso de los años y la
adaptación a la realidad irían tapando las vías de agua, soldando las
grietas y resolviendo las contradicciones. Botaron una nave de cuyas
fragilidades eran conscientes, aunque nunca pudieron imaginar que las
sucesivas tripulaciones que la ocuparían en el futuro irían perdiendo
progresivamente el rumbo hasta estrellarla en los arrecifes de la corrupción, la incompetencia, el sectarismo y la traición.
La inclinación de la pendiente que lleva de la dramática sesión en que
las Cortes del régimen anterior aprobaron la Ley de la Reforma Política
hasta el esperpento rastrero de la moción de censura del Partido
Socialista de Pedro Sánchez contra el Gobierno del Partido Popular de Mariano Rajoy es llamativamente grande. Basta observar la magnitud de la caída para que a uno se le encoja el corazón.
El líder del partido de los ERE de Andalucía se dispone a sustituir al jefe de la organización de la Gürtel, al que reprocha su falta de honradez
Todo en
el debate de esta iniciativa pérfida conduce a la decepción y al
desánimo. Un aspirante que invoca la estabilidad y la confianza mientras
la posibilidad de que ocupe La Moncloa hunde la Bolsa y dispara la prima de riesgo y un censurado que se aferra a la poltrona como Scrooge a
su dinero. El líder del partido de los ERE de Andalucía se dispone a
sustituir al jefe de la organización de la Gürtel, al que reprocha su
falta de honradez, y en su discurso declara enfáticamente su compromiso
con la Constitución aupándose al poder con
el apoyo de golpistas contra el ordenamiento vigente. Afirma su
propósito de cumplir con las obligaciones de control del déficit que
derivan de nuestra pertenencia a la zona euro a la vez que anuncia
medidas que van a desbaratar el equilibrio presupuestario. Nada hay que
tenga la mínima consistencia en este espectáculo vergonzoso de vanidades
desatadas, codicias reptantes y completa ausencia de atención al
interés general.
Y lo peor de este final de época tan carente de grandeza y
tan abundante de mezquindad es la resistencia férrea de Mariano Rajoy a
presentar la dimisión antes de que la votación que tiene perdida arroje
a España al abismo. Sin importarle la Nación que
debe proteger de enemigos exteriores e interiores, ni su partido, que
bajo su mandato se aproxima a su desaparición, ni la interrupción brusca
de la recuperación económica, se agarra al sillón hasta el último
minuto poseído del deseo diabólico de extender su fracaso al resto de
sus compatriotas. Hasta su adversario en esta hora aciaga le ha
conminado repetidamente desde la tribuna a renunciar, se supone que
aterrado por la perspectiva de presidir un Ejecutivo en desoladora
minoría en manos de grupos cuyo proyecto confesado es la voladura de España en pedazos.
Todo en esta iniciativa pérfida conduce al desánimo. Un aspirante que dispara la prima de riesgo y un censurado que se aferra a la poltrona como Scrooge a su dinero
Sin
embargo, el que ya ha quedado consagrado como el peor presidente del
Gobierno de nuestra democracia, desplazando de tan meritoria posición al
contador de nubes, prefiere la catástrofe que nos aguarda a abrir un
período de interinidad que asegure un margen de maniobra para convocar
elecciones, para que su formación elija a su sucesor y para que la sociedad española se recomponga después de tanto sobresalto.
Para
oprobio del derrotado, dos falsos mitos con los que sus aduladores han
insistido en adornarle se han desplomado con estrépito: el primero, el
de su habilísima administración de los tiempos, que ha consistido
esencialmente en sestear en la inacción o
en reaccionar tarde y mal ante lo inevitable, finalmente desmentido por
el hecho de que ese mismo tiempo que ha desperdiciado con su pasiva
indolencia le ha atrapado hasta aplastarle; y el segundo, el de su tan
cacareado sentido común, que al dejarle inerme frente a un indocumentado
sin otra arma que su osadía temeraria, ha demostrado que no era otra
cosa que pura cobardía.
Quizá
lo único bueno de este episodio trágico sea que los españoles
quedaremos libres de un individuo que, atrincherado en su inmovilidad
desesperante, nos mataba de aburrimiento. A lo mejor en los meses que
vendrán la experiencia del desastre absoluto que traerá sin duda el
cóctel venenoso de separatismo rabioso, colectivismo liberticida
e inanidad insalvable que deberemos tragar, haga que la sociedad
española reaccione y descarte la política como destrucción para adquirir
la solidez de las democracias maduras.
ALEJO VIDAL-QUADRAS Vía VOZ PÓPULI
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