La ausencia de previsión sucesoria abre ahora un delicado período de incógnitas que puede devastar al PP
Ignacio Camacho
Pedro
Sánchez Castejón no será sólo el primer presidente de esta democracia
que accede al cargo a través de una moción de censura. Pasará también a
la historia por ser el único político que ha logrado engañar a Mariano Rajoy,
quizá el dirigente más correoso de la reciente nomenclatura española.
El hombre que durante más tiempo ha ocupado cargos de poder
desarrollando en ellos un granítico blindaje. Un profesional de la
política dotado de una curtida resistencia al desgaste, que durante
décadas ha puesto a prueba contra toda clase de adversarios dentro y
fuera de su propio partido. Al final ha caído en una emboscada
parlamentaria cuando más seguro se sentía de haber apuntalado el que muy
probablemente iba a ser su último mandato. Cuando pensaba que ante el
desafío separatista había establecido con el líder socialista una suerte
de pacto para fortalecer el bipartidismo clásico
frente al auge demoscópico y social de Ciudadanos. Y ha caído de la
manera que acaso menos esperaba: atrapado por sorpresa en un golpe de
mano de aquel a quien había empezado a tomar por un aliado.
El final del marianismo se precipita así de una manera imprevista: al hombre más calculador de la escena pública nacional le han fallado los cálculos. El célebre manejo de los tiempos, del que sus partidarios habían hecho casi una leyenda, le ha estallado en las manos. Los síntomas de clara erosión, que provocaron una legislatura en precario y una investidura solventada por el PSOE a través de un cuartelazo, no fueron atendidos, quizá porque el presidente no veía el momento de dejar de sucederse a sí mismo. Una y otra vez aplazó su relevo, la posibilidad de una sucesión ordenada de su liderazgo, pese a que el crecimiento de C’s auguraba con toda claridad la fragmentación del proyecto del centroderecha. Su obsesión por la estabilidad, el valor clave de toda su concepción política, lo ha acabado sacando de la pista. En 2016, cuando parecía batido, logró sobrevivir a una investidura fallida explotando con habilidad el miedo generalizado a un triunfo populista. Pero le ha faltado intuición para comprender el rápido deterioro de su frágil mayoría.
En el carácter de Rajoy, registrador de la propiedad con mentalidad de funcionario y una absoluta convicción en el poder jerárquico del Estado, se mezcla un conservadurismo natural con un potente instinto pragmático. Su capacidad para la supervivencia ha brillado contra toda clase de contratiempos, incluido el dramático revés de las elecciones de 2004 tras los atentados del 11 de marzo. Cuando no podía vencer, se adaptaba; cuando triunfaba, ejercía el mando con una cierta indolencia, una inercia gélida, una desapasionada falta de audacia, una galbana que dejaba pudrir los problemas en vez de abordarlos. Así ha tumbado a gran parte de sus adversarios, quedándose quieto ante sus movimientos hasta que la impaciencia los empujaba a cometer errores que acababan por descarrilarlos. Así evitó también el rescate de España por la UE en 2012, el gran logro de su mandato. A base de pasividad en circunstancias críticas, en una atmósfera de nervios desatados, consiguió aplacar el desasosiego de los socios comunitarios.
El legado negativo es la ruptura del proyecto de «casa común» del sector moderado español, que Aznar construyó sobre un modelo de énfasis nacional muy pronunciado y en torno a un partido atrapalotodo capaz de captar cualquier voto que no fuese de izquierdas. Rajoy despreció o no supo valorar la importancia de la irrupción de Ciudadanos en un momento en que la corrupción devoraba la imagen del PP y la tiznaba de una pátina anticuada, marchita, que contrastaba con el aura novedosa del partido de Albert Rivera. Las generaciones más jóvenes le dieron la espalda y el presidente buscó una última trinchera en la sólida implantación de su maquinaria organizativa entre el electorado maduro y en las provincias pequeñas. El conflicto catalán le clavó la puntilla porque, ante un estado de alarma nacional, optó por aplicar su vieja receta: contemporización, espera, paciencia, soluciones de baja intensidad -el célebre artículo 155 de mínimos- que exasperaron a la España de las banderas, la que se rebeló en octubre contra el agravio nacionalista reclamando desde sus balcones una respuesta de firmeza. Rivera sí entendió el mensaje, favorecido por su falta de responsabilidades institucionales, y entendió que era la oportunidad de heredar el liderazgo del centro-derecha.
El asalto inopinado, súbito, de Pedro Sánchez ha puesto de relieve el error decisivo de Rajoy al aplazar una y otra vez la posibilidad de organizar el postmarianismo. Nunca encontró la ocasión, quizá porque en el fondo entiende la responsabilidad como un cometido indeclinable, como un deber patriótico, como un compromiso. La ausencia de previsión sucesoria abre ahora un delicado período de incógnitas que puede devastar al PP, en el que hace tiempo que laten ambiciones sumergidas bajo la espuma de la disciplina de partido. Y lo que es peor, y quizá cause más consternación al todavía presidente, deja un Gobierno aún más precario que el suyo, respaldado por los enemigos declarados de la Constitución, rehén del independentismo catalán y del populismo. El peor panorama posible para quien había asumido la permanencia en el poder como la conciencia de un inevitable destino.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
El final del marianismo se precipita así de una manera imprevista: al hombre más calculador de la escena pública nacional le han fallado los cálculos. El célebre manejo de los tiempos, del que sus partidarios habían hecho casi una leyenda, le ha estallado en las manos. Los síntomas de clara erosión, que provocaron una legislatura en precario y una investidura solventada por el PSOE a través de un cuartelazo, no fueron atendidos, quizá porque el presidente no veía el momento de dejar de sucederse a sí mismo. Una y otra vez aplazó su relevo, la posibilidad de una sucesión ordenada de su liderazgo, pese a que el crecimiento de C’s auguraba con toda claridad la fragmentación del proyecto del centroderecha. Su obsesión por la estabilidad, el valor clave de toda su concepción política, lo ha acabado sacando de la pista. En 2016, cuando parecía batido, logró sobrevivir a una investidura fallida explotando con habilidad el miedo generalizado a un triunfo populista. Pero le ha faltado intuición para comprender el rápido deterioro de su frágil mayoría.
Evitó el rescate de España
En el carácter de Rajoy, registrador de la propiedad con mentalidad de funcionario y una absoluta convicción en el poder jerárquico del Estado, se mezcla un conservadurismo natural con un potente instinto pragmático. Su capacidad para la supervivencia ha brillado contra toda clase de contratiempos, incluido el dramático revés de las elecciones de 2004 tras los atentados del 11 de marzo. Cuando no podía vencer, se adaptaba; cuando triunfaba, ejercía el mando con una cierta indolencia, una inercia gélida, una desapasionada falta de audacia, una galbana que dejaba pudrir los problemas en vez de abordarlos. Así ha tumbado a gran parte de sus adversarios, quedándose quieto ante sus movimientos hasta que la impaciencia los empujaba a cometer errores que acababan por descarrilarlos. Así evitó también el rescate de España por la UE en 2012, el gran logro de su mandato. A base de pasividad en circunstancias críticas, en una atmósfera de nervios desatados, consiguió aplacar el desasosiego de los socios comunitarios.
El legado negativo es la ruptura del proyecto de «casa común» del sector moderado español, que Aznar construyó sobre un modelo de énfasis nacional muy pronunciado y en torno a un partido atrapalotodo capaz de captar cualquier voto que no fuese de izquierdas. Rajoy despreció o no supo valorar la importancia de la irrupción de Ciudadanos en un momento en que la corrupción devoraba la imagen del PP y la tiznaba de una pátina anticuada, marchita, que contrastaba con el aura novedosa del partido de Albert Rivera. Las generaciones más jóvenes le dieron la espalda y el presidente buscó una última trinchera en la sólida implantación de su maquinaria organizativa entre el electorado maduro y en las provincias pequeñas. El conflicto catalán le clavó la puntilla porque, ante un estado de alarma nacional, optó por aplicar su vieja receta: contemporización, espera, paciencia, soluciones de baja intensidad -el célebre artículo 155 de mínimos- que exasperaron a la España de las banderas, la que se rebeló en octubre contra el agravio nacionalista reclamando desde sus balcones una respuesta de firmeza. Rivera sí entendió el mensaje, favorecido por su falta de responsabilidades institucionales, y entendió que era la oportunidad de heredar el liderazgo del centro-derecha.
Postmarianismo
El asalto inopinado, súbito, de Pedro Sánchez ha puesto de relieve el error decisivo de Rajoy al aplazar una y otra vez la posibilidad de organizar el postmarianismo. Nunca encontró la ocasión, quizá porque en el fondo entiende la responsabilidad como un cometido indeclinable, como un deber patriótico, como un compromiso. La ausencia de previsión sucesoria abre ahora un delicado período de incógnitas que puede devastar al PP, en el que hace tiempo que laten ambiciones sumergidas bajo la espuma de la disciplina de partido. Y lo que es peor, y quizá cause más consternación al todavía presidente, deja un Gobierno aún más precario que el suyo, respaldado por los enemigos declarados de la Constitución, rehén del independentismo catalán y del populismo. El peor panorama posible para quien había asumido la permanencia en el poder como la conciencia de un inevitable destino.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
Un cordial saludos.
ResponderEliminarREINO DE VALENCIA 110
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