/ANTONIO MORENO
Con el otoño se ha desatado la melancolía brutal del nacionalismo.
Nadie debería sorprenderse por ello. El nacionalismo vive de celebrar
sus derrotas y la del 1 de octubre está todavía demasiado reciente como
para que los fastos se reduzcan a una ofrenda floral.
Estos días en Madrid se escribe mucho sobre la división del independentismo en Cataluña, igual que hace un año y que hace dos, quizá hasta tres, con lo que cabe concluir que el constitucionalismo no ha aprendido nada. Si las urnas llegaron a los colegios aquel 1 de octubre fue porque las habían escondido allí donde un Estado no puede mirar sin convertirse en totalitario, que es en las casas de la gente. Sin los CDR el procés era imposible, con los CDR sólo podía ser antidemocrático. Ese dilema fue al que se enfrentó el nacionalismo burgués en la hora crucial. Cometió el error tradicional del conservador que se mete a revolucionario. Creyó que la CUP era su compañero de viaje y no al revés y hoy Quim Torra va mendigando una prórroga vital de comité en comité. "Ni un paso atrás", le ordenan; "ni un paso atrás...", repite él como si fuera el eco de la ira cederrista.
Conviene hacer memoria y regresar a aquel 1-O. Volver a aquel colegio del barrio de El Putxet en Barcelona donde entraron, a las 7 de la mañana, dos mossos. Llegaron con la orden de llevarse las urnas y se fueron con un clavel en la mano, lágrimas en los ojos y despedidos con aplausos. El nacionalismo vivirá encerrado en este bucle de melancolía brutal que se ha adueñado de las calles hasta que no entienda la violencia, más salvaje y duradera que cualquier carga policial, que encerró esa cursilería. Cuando lo asuma, los aniversarios de esta nueva derrota los celebrará con una ofrenda floral. Algo habremos avanzado. O retrocedido, quién sabe.
RAFA LATORRE Vía EL MUNDO
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