David Jiménez Torres
No será porque Burke no avisó de ello. En su ensayo Reflexiones sobre la revolución francesa
(1790), el pensador irlandés utilizó una metáfora que resume gran parte
de la filosofía conservadora: si todos comprendemos que es más fácil desmontar un reloj
y reducirlo a un montón de piezas sueltas e inútiles que volver a
ensamblarlo y conseguir que funcione como antes, deberíamos ser igual de
prudentes con ese mecanismo infinitamente más complejo que es una
sociedad humana. Con la dificultad añadida de que un reloj es producto
de un diseño racional y premeditado, mientras que una sociedad humana es
resultado de nuestras intenciones, sí, pero también de las herencias
del pasado y de procesos que resultan desconocidos hasta para quienes
los protagonizan. En cualquier caso, la metáfora aguanta bien el paso del tiempo:
si la sociedad de Burke era comparable a un reloj, las de nuestro
tiempo -muchísimo más pobladas, reguladas y conectadas- serían análogas
al acelerador de partículas del CERN.
A lo largo de los siglos, la prudencia de Burke ha
sido identificada por muchos -dentro y fuera de Reino Unido- como la que
mejor resumía el espíritu de la política británica. Sin embargo, el proceso del brexit
supone ya un ejemplo paradigmático de aquello contra lo que advirtió el
padre del conservadurismo moderno: en el referéndum de 2016 los
votantes decidieron cargarse el reloj y exigir a la clase política que lo recompusiera.
Porque esa era la magnitud de lo que se decidió
aquel 23 de junio. Como ha señalado la politóloga Helen Thompson, el
mero hecho de salir de la Unión Europea ya supone una crisis constitucional
en toda regla, puesto que obliga a desmontar buena parte de la praxis
legal británica de los últimos cuarenta años (como es la armonización de
las leyes nacionales y las directrices europeas). El hecho de que, dos
años después de aquel referéndum, el Parlamento británico sea incapaz de
acordar un plan para salir de la Unión Europea, y que eso esté
conduciendo al colapso del sistema político de aquel país, muestra lo difícil que es recomponer el maldito reloj.
Si, como es previsible, Theresa May pierde hoy la votación sobre su plan para el brexit,
cualquiera de las dos posibilidades de futuro que se abren (que se
aborte la salida de la Unión Europea o que esta se haga de manera
desordenada, con el riesgo de un posible desastre económico) se venderá
en Reino Unido como un fracaso de su clase política. La
gente votó y sus representantes la defraudaron o -en la imaginación
paranoica de parte del electorado conservador- la traicionaron. También
se le puede dar la vuelta a esta ecuación: las élites engañaron al
pueblo con promesas falsas acerca de lo que sería salir de la UE, y
ahora la mayoría deberá sufrir las consecuencias de aquel engaño.
Hay mucho de esto en la situación actual, pero desde la distancia también se puede apreciar algo más trágico: el caos que sigue a la voladura de un consenso imperfecto.
Lo que vemos hoy en día en la política británica son varias facciones
tirando en direcciones opuestas según su idea de lo que es mejor para el
país. En España solemos cargar mucho las tintas contra la
irresponsabilidad o el delirio de los que proponen un brexit
duro, o contra la tibieza de Corbyn por no proponer una alternativa a la
salida de la Unión Europea; pero es evidente que incluso los personajes
más destructivos en este proceso actúan desde cierta convicción.
También fue Burke quien explicó que un representante no solo debe a sus
electores su esfuerzo, sino también su juicio; y que renunciar a él no
supone servirlos sino traicionarlos. El problema es que, como ocurre en
toda sociedad humana, en Reino Unido hay un montón de visiones distintas acerca de qué es lo mejor para el futuro de su país. Y el brexit, por su dimensión y calado, obliga a elegir solo una de ellas.
Hay una crítica que se puede y se suele hacer a la
prudencia de Burke: siguiendo su lógica, nunca se habría desmontado el
reloj del absolutismo, ni el de la teocracia, ni el de cualquier otra
arquitectura social que en su momento estuvo muy asentada y que hoy en
día nos parece aberrante. Efectivamente, el conservadurismo tiene el
peligro de acercarse demasiado al inmovilismo. Por eso
las democracias liberales han creado herramientas que canalizan los
intentos de mejora de una manera razonablemente ordenada: las
instituciones.
Pero aquí es donde nos topamos con el otro gran problema del brexit: el referéndum de 2016 cortocircuitó el funcionamiento de las instituciones británicas.
Creó las condiciones para un choque entre dos legitimidades
democráticas: la del plebiscito y la de las elecciones al Parlamento. Y
también, como se está viendo estos días, para las relaciones entre el
poder legislativo y el ejecutivo. En España, de nuevo, cargamos las
tintas contra lo modesto que era el umbral de la victoria
en el referéndum, que bastara solo un 50,1% de los votos para decidir
algo tan monumental como salir de la UE (finalmente fue un 51,9%). Pero
pensemos que, si el umbral hubiera sido más alto, se habría creado el
mismo escenario de posible choque entre legitimidades. Y es esto, mucho
más que el apoyo que pueda tener la salida de la Unión Europea, lo que
amenaza con hacer trizas aquel país.
Como indica el título de su ensayo, Burke intentaba
que los británicos aprendieran la lección de los errores cometidos por
un país extranjero. Hoy, en una ironía terrible, nos toca a los extranjeros
aprender las lecciones de los errores británicos. Pero tampoco es para
ser optimistas ni autocomplacientes: ya sabemos lo difícil que es
escarmentar en cabeza ajena. Y tampoco es que en nuestra era globalizada
los errores de unos dejen inmunes a los demás. En caso de un brexit caótico que empobrezca a Reino Unido, por ejemplo, pregúntense qué sucederá con esos 18 millones de turistas británicos que vienen cada año a España.
DAVID JIMÉNEZ TORRES Vía EL ESPAÑOL
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