/ULISES CULEBRO
Pablo Casado habrá sacado una conclusión pareja este viernes en su viaje de vuelta de Sevilla. Allí asistió a la histórica toma de posesión de su correligionario Juanma Moreno como primer presidente no socialista en 40 años de autonomía. En Madrid, le aguardaba una Convención Nacional del PP con un cariz bien diferente y de mejor semblante del que se preveía. En la antesala de la cita andaluza del 2-D, se maliciaba que debería afrontar ese cónclave de reafirmación de su liderazgo con una humillante derrota, agravada por un eventual sorpasso de Ciudadanos y la espectral aparición de Vox, sendas desgarraduras a la irresolución política de Rajoy. Con esos nubarrones en el firmamento, la tormenta quedó finalmente en feliz aguacero después de que el "punto de partido" se inclinara del lado del PP.
Por una carambola del destino, su mínimo resultado electoral lograba un efecto multiplicador hasta encumbrar a Juanma Moreno a la Presidencia de Andalucía. Justo cuando lo más probable hubiera sido que, si Susana Díaz no hubiera anticipado la convocatoria para coger a contrapié a un acéfalo PP tras fructificar la moción de censura contra Rajoy, Moreno se hubiera caído del cartel camino de la imprenta. Quien ha acabado siendo un tocado de la fortuna -amadrinado por Soraya Sáenz de Santamaría- hubiera sido removido por el victorioso contrincante de la ex vicepresidenta en la pugna por el mando del partido tras la espantada de su líder máximo.
Casado obró con inteligente cautela desatendiendo a los cantos de sirena de quienes le urgían para que una de sus primeras decisiones debía ser reemplazar a Moreno o, caso de no dar tiempo, desmarcarse del barquinazo anunciado por la demoscopia y dejarlo para que en soledad éste apurara ese cáliz hasta las heces. Comprendió que, por meterse en mayores ajustes de cuentas, lastraría no sólo las posibilidades de remontar su vuelo rasante de dirigente neófito sino que, con una posición marginal en la principal comunidad en número de escaños, imposibilitaría cualquier atisbo de llegar a La Moncloa.
Además, a los pocos días del fracaso andaluz, todo el mundo se habría olvidado de Moreno y el fiasco le perseguiría como una mala sombra. De hecho, ya se lo anticipó desde el banco azul Pedro Sánchez, fiándose del CIS del bacterio profesor Tezanos, pues sus encuestas son de historieta de Mortadelo y Filemón: "La respuesta que le van a dar el 2-D, ya le adelanto, señor Casado, no le va a gustar". Por eso, metió pico y pala desde Ayamonte al Cabo de Gata hasta cribar la pepita de oro, entre tanto fango, que le reportaría al PP la llave de la antigua residencia de los Montpensier.
Lo acaecido en Andalucía tiene similitudes con las elecciones gallegas de 2009. Después de sendas derrotas ante Zapatero, Rajoy estaba contra las cuerdas y la recuperación del Gobierno por parte de un debutante Feijóo supuso la milagrosa resurrección de un Rajoy. Cuando el partido era un hervidero de conspiraciones y las urnas gallegas podían resultar funerarias, Feijóo revivió a quien, tras laminar a sus críticos en el agitado congreso de Valencia, barría en las generales de 2011.
La dulce derrota de Moreno evoca aquel pasaje de la Odisea en el que, al ver la desgracia de sus compañeros de naufragio, a los que el gigante Polifemo se había tragado tras despedazarlos, Ulises urde un hábil engaño. Irreductible en su poderío, pero inerme ante el valor de la palabra. "Mi nombre es Nadie", le responde Ulises, y esa fue su salvación, al igual que el capitán Nemo, el errante marino de Julio Verne, se hizo invulnerable con su disfraz de capitán Nadie. Vencido y humillado, el hercúleo Polifemo exclama en su desespero: "Me mata engañándome, pero no por su fuerza".
Al conocer el desalojo socialista del Palacio de San Telmo tras 40 años de dominio omnímodo -"Nos quitan lo que es nuestro", escribía en su elegíaca despedida Díaz-, no constituye un ejercicio excesivo de imaginación asimilar el Ogro Filantrópico andaluz con el gigante Polifemo. Enseñoreada en su fatal arrogancia, la liebre Díaz se echó a dormir al dar por descontada su victoria, y la tortuga Moreno la observa ahora desde el sillón presidencial. Ello acredita que la gente normal puede hacer cosas extraordinarias, si no se olvida de su condición, como es la circunstancia de quien presumía de ser hija de un fontanero del barrio trianero de El Tardón.
Esa gente corriente debe enfrentarse a empresas titánicas, como las que aguardan a Casado y Moreno al mando del PP y de una comunidad como Portugal. Atándose al mástil para no perecer a los cantos de sirenas, se librarán de la fatídica suerte que corrieron aquellos quienes naufragaron al arrullo aterciopelado de la seducción. Uno y otro afrontan travesías inciertas como la vida misma, donde nunca se sabe dónde está la desdicha ni dónde la fortuna.
Apremiados ambos por aliados de gobierno en Andalucía -caso de Cs y de Vox- que son, a la vez, contrincantes que pescan votos en los mismos caladeros, Casado y Moreno habrán de navegar entre dos aguas sin embarrancar a causa del eventual achique que le puedan hacer Rivera y Abascal.
Singular tarea le aguarda al presidente del PP que ha de atraerse los votos que se le desbandaron a Vox sin quedar rehén de sus estrategias, alejándole de las posiciones más centristas a las que, hasta ahora, podía estirarse el PP sin desguarnecer su flanco más derechista.
Todo ello en buena parte por haberse limitado con Rajoy a plegar muchos de sus postulados para no contrariar a la izquierda en base a supuestos consensos ideológicos que se presuponen compartidos por una mayoría que no es tal. De hecho, saltan por los aires en cuanto alguien desenmascara el falso Retablo de las Maravillas que todos deben ver, si no quieren ser acusados de falsos cristianos, como en el entremés cervantino.
Poniendo en almoneda sus presupuestos ideológicos y asimilando una cierta superioridad moral de la izquierda, el PP se ha venido resignado a ser el taller de reparaciones que arregla los estropicios de la izquierda cuando estos alcanzan ribetes de catástrofe. Como ser de izquierda equivale a tener una bula de indulgencias, ésta puede establecer "cordones sanitarios" y etiquetar de "fascista" a cualquiera que no comparta sus puntos de vista hasta el punto estrafalario de Sánchez. Así, poniéndose a Europa por montera, éste denuncia el pacto nefando del PP y Vox en Estrasburgo, cuando se sostiene en La Moncloa con el voto de gracia del Le Pen catalán, como catalogó a Torra antes de percatarse de que, subido a la grupa independentista, podía adueñarse del Gobierno con sólo 84 votos.
Sin renunciar al pasado desraizándose, el PP no puede hacer política con los ojos en la nuca, ensimismado en el ayer, y convertirse en una estatua de sal que se diluiría al primer chaparrón. Esto no quiere decir que deba arrumbar el legado de sus años de Gobierno -tan lucidos en lo económico como para que el PSOE tire de la alcancía hasta vaciarla-, pero tampoco interiorizar el discurso de quienes buscan su desmadejamiento en la hora crítica de una negociación claudicante con el independentismo.
Tiene sentido que Casado apele al futuro siempre que no sea un recurso fácil para enajenarse del presente, entre "el futuro que nos tortura y el pasado que nos encadena", que diría Flaubert. Tan dañino puede resultar soñar hacia delante como hacerlo hacia atrás, reemplazar la nostalgia del ayer por "la nostalgia de los tiempos futuros" sobrevolando en el puro vacío. Sería su extravío.
Para ello, resulta urgente propiciar una "renovación por adición" -mala praxis supone afrontar las candidaturas municipales como si fueran la configuración de unas especie de guardia de corps de la nueva dirección- y proyectar una imagen de partido coral en el que resulta indiscutible su condición de tenor. Pero debe arroparse de voces que den la imagen de un partido reformista en consonancia con los retos del siglo. En su día, el bastidor del Congreso de Sevilla del 90 armó un partido que bordó los cambios que estaban por llegar y logró que una buena parte de la sociedad española se sintiera reconocida, pero aquel lienzo ya quedó deslustrado con tanto lavado y sufrió la desgarradura causada por el tiempo y la abrasiva corrupción.
Atraer a la casa común de la derecha a los votantes idos a Cs y a Vox se presume un esfuerzo tan complicado como soplar y sorber a la vez, si bien ineludible. Lo que puede ganarse por un lado puede perderse por el otro, desde luego, pero lo exige si no quiere irse apagando como una vela sin pabilo. Debe hacerlo, además, sin desnaturalizarse como el PSOE en su intento de absorber a Podemos, cuyos dirigentes se devoran entre sí consumidos en su frustración e incoherencia.
Evitando el sorpasso del populismo neocomunista a base de imitarlo, el PSOE se ha situado en posiciones difíciles de desandar y ha desvirtuado su carácter de partido con un proyecto identificado por igual en toda España. Por eso, siguiendo la estela de Zapatero, de acuerdos con los nacionalistas y de radicalización frentista, Sánchez piensa como su predecesor que le conviene que haya tensión, sin necesidad de que le traicione ningún micrófono como al otrora presidente en 2008 para averiguarlo.
En esa encrucijada, Andalucía juega un papel clave para que el PP remonte vuelo. No lo tiene fácil el nuevo presidente gobernando un Ejecutivo en el que habrá de hacer encaje de bolillos con Cs, así como alcanzar un adecuado modus operandi a la hora de sumar los votos de Vox para sus leyes, y en el que se va a enfrentar a su declarada desestabilización del Gobierno de la nación. Baste como botón de muestra el agrio discurso de la ministra Batet, tan obsequiosa con los independentistas ante los que se reclina sin rubor.
De no actuar con determinación, a nadie le deberá extrañar que al PP le suceda lo que al jumento que, con expresión estúpida y dichosa a la vez, hace girar a la noria creyendo que está haciendo algo para sí mismo cuando, cegado por su testarudez, está trabajando para quien la ha uncido al palo que mueve los cangilones de agua.
De momento, apunta en la mejor dirección para reencontrarse con sus electores al anunciar una auditoría integral sobre el saqueo perpetrado en la Junta y la eliminación del confiscatorio Impuesto de Sucesiones. Es la mejor manera de que el PP pueda darle la vuelta a los versos de Pablo Neruda: "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". No siempre la bola de Match Point va a caer del mismo lado tras balancearse sobre el borde de la red y hacer igual guiño cómplice cuando el destino parecía estar escrito del revés.
FRANCISCO ROSELL Vía EL MUNDO
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