Arrojados al mundo, lo único a lo que no podemos renunciar es a nuestra libertad
Pedro García Cuartango
El sol
ilumina una columna de mi estancia mientras la sombra se va desplazando
lentamente. El toldo ondea mecido por una suave brisa. Y un vecino abre
la ventana y mira hacia la calle. Todo está ahí, es un momento
cualquiera de un día cualquiera, pero de repente se agudiza mi
conciencia de la fugacidad de las cosas. Este instante es irrepetible y,
cuando quiero apresarlo en la memoria, se ha desvanecido.
Sartre contaba que en un viaje a Nápoles se topó en la calle con un niño andrajoso que comía una sandía llena de moscas. Esa imagen le sumió en la perplejidad. Durante algunos años retuvo ese recuerdo en su cabeza, preguntándose por el sentido de la existencia de aquel muchacho.
Tardaría algún tiempo en encontrar la respuesta. Fue una obsesión de la que sólo se pudo liberar al escribir La Náusea (1938), en la que pone en boca de Roquentin: «lo esencial es la contingencia. Por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí. La contingencia no es una máscara, es lo absoluto, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito. Cuando se comprende eso, se le revuelve a uno el estómago».
Ya Santo Tomás de Aquino había escrito que todos los seres menos Dios son contingentes. Una trampa intelectual del sabio fraile medieval que afirmaba la contingencia para negarla mediante la existencia de un Ser Supremo trascendente que redime a los hombres de su finita condición.
Pero no, la contingencia es irredimible y, por tanto, absoluta en la medida que está adherida a nosotros desde el nacimiento hasta la muerte. Sólo desde ese imperativo categórico, podemos entender el sentido, o mejor el sinsentido, de nuestras acciones. Eso se intuye muy bien ante la tumba de un cementerio, donde cualquier vanidad parece inútil.
Si la contingencia está inserta en la conciencia como absoluto, estamos condenados a la náusea que produce la nada, pero también somos libres en nuestra propia indeterminación. Arrojados al mundo, lo único a lo que no podemos renunciar es a nuestra libertad. No somos, nos hacemos.
Todo lo posible es contingente, pero no todo lo contingente es posible. La existencia es una elección, pero las posibilidades son limitadas. Dashiell Hammett cuenta como una viga de acero se desprendió de un edificio y cayó junto a un hombre que salió ileso del accidente. Impresionado por lo cerca que había estado de la muerte, se marchó de la ciudad, abandonó su familia y dejó su trabajo. Años después, rehízo su vida lejos de allí, repitiendo todas las rutinas que había abandonado.
El caso sirve para reafirmar que la contingencia es pura elección, pero también que hay fuerzas que nos empujan a perseverar en lo que somos y a las que nos aferramos para combatir ese vértigo de existir.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
Sartre contaba que en un viaje a Nápoles se topó en la calle con un niño andrajoso que comía una sandía llena de moscas. Esa imagen le sumió en la perplejidad. Durante algunos años retuvo ese recuerdo en su cabeza, preguntándose por el sentido de la existencia de aquel muchacho.
Tardaría algún tiempo en encontrar la respuesta. Fue una obsesión de la que sólo se pudo liberar al escribir La Náusea (1938), en la que pone en boca de Roquentin: «lo esencial es la contingencia. Por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí. La contingencia no es una máscara, es lo absoluto, la gratuidad perfecta. Todo es gratuito. Cuando se comprende eso, se le revuelve a uno el estómago».
Ya Santo Tomás de Aquino había escrito que todos los seres menos Dios son contingentes. Una trampa intelectual del sabio fraile medieval que afirmaba la contingencia para negarla mediante la existencia de un Ser Supremo trascendente que redime a los hombres de su finita condición.
Pero no, la contingencia es irredimible y, por tanto, absoluta en la medida que está adherida a nosotros desde el nacimiento hasta la muerte. Sólo desde ese imperativo categórico, podemos entender el sentido, o mejor el sinsentido, de nuestras acciones. Eso se intuye muy bien ante la tumba de un cementerio, donde cualquier vanidad parece inútil.
Si la contingencia está inserta en la conciencia como absoluto, estamos condenados a la náusea que produce la nada, pero también somos libres en nuestra propia indeterminación. Arrojados al mundo, lo único a lo que no podemos renunciar es a nuestra libertad. No somos, nos hacemos.
Todo lo posible es contingente, pero no todo lo contingente es posible. La existencia es una elección, pero las posibilidades son limitadas. Dashiell Hammett cuenta como una viga de acero se desprendió de un edificio y cayó junto a un hombre que salió ileso del accidente. Impresionado por lo cerca que había estado de la muerte, se marchó de la ciudad, abandonó su familia y dejó su trabajo. Años después, rehízo su vida lejos de allí, repitiendo todas las rutinas que había abandonado.
El caso sirve para reafirmar que la contingencia es pura elección, pero también que hay fuerzas que nos empujan a perseverar en lo que somos y a las que nos aferramos para combatir ese vértigo de existir.
PEDRO GARCÍA CUARTANGO Vía ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario