Contra
lo que se quiere creer, el peso determinante en el triunfo de los
partidarios del Brexit cabe atribuirlo no a los perdedores locales de la
globalización, sino, bien al contrario, a los ganadores.
A los ingleses, que como
todo el mundo debería traer aprendido del colegio fueron los únicos y
genuinos inventores de un sistema económico llamado capitalismo, se les
imparten estos días desde España muy paternales lecciones de cómo
deberían estructurar su política de alianzas comerciales internacionales
a fin de optimizar el potencial de crecimiento de Gran Bretaña a largo
plazo.
Un osado alarde de
audacia intelectual, ese de pretender enseñarles los rudimentos básicos
de la economía política nada menos que a los descendientes directos de
David Ricardo, que tiene su origen en el equívoco, aquí tan extendido,
sobre la naturaleza de las fuerzas y los sectores sociales que
impulsaron el Brexit.
Y es que simplemente no
se compadece con la verdad la caricatura analítica que atribuye a un
ramillete de palurdos, nacionalistas, xenófobos y enemigos viscerales de
la globalización, amén de todo cuanto huela a cosmopolitismo y
modernidad, una santa alianza de lerdos retrógrados convenientemente
agitados y manipulados por los demagogos de brocha gorda del UKIP, el
triunfo final del no en el referéndum para salir de la Unión Europea.
Para empezar, porque esos palurdos nacionalistas del UKIP solo acababan de llegar cuando la campaña de descrédito del proyecto europeísta, una bandera enarbolada no por charlatanes de cervecería sino por una facción nada desdeñable de la genuina élite académica y económica del lugar, ya llevaba más de cuatro lustros de vigencia cotidiana en todo el país.
Para empezar, porque esos palurdos nacionalistas del UKIP solo acababan de llegar cuando la campaña de descrédito del proyecto europeísta, una bandera enarbolada no por charlatanes de cervecería sino por una facción nada desdeñable de la genuina élite académica y económica del lugar, ya llevaba más de cuatro lustros de vigencia cotidiana en todo el país.
Y para continuar, porque
sin el apoyo y la implicación activa, militante, de esas mismas élites
académicas, mediáticas, económicas e institucionales, nunca los
detractores del proyecto europeo hubiesen conseguido alzarse con la
victoria en las urnas. Los folclóricos nostálgicos del Imperio y de la
caza del zorro, tan aferrados a la viejas usanzas como vistosos en los
reportajes televisivos, nunca fueron la principal fuerza impulsora del
rechazo a la Unión.
Ni lo fueron ni lo son.
El catalizador más efectivo del euroescepticismo hoy dominante en las
islas no surgió de las clases bajas y medias-bajas tradicionales, las
ahora golpeadas en todas partes por la competencia de los sectores
manufactureros de los países emergentes y por la inmigración procedente
de esos mismos emergentes.
Contra lo que se quiere creer, el peso determinante en el triunfo de los partidarios del Brexit cabe atribuirlo no a los perdedores locales de la globalización, sino, bien al contrario, a los ganadores. Algo que choca con la interpretación fácil, la tan manida de los xenófobos viscerales, convertida ya en lugar común indiscutible. Acaso sea este el momento de recordar que en Europa Occidental siempre han convivido dos versiones para nada equiparables del capitalismo.
Contra lo que se quiere creer, el peso determinante en el triunfo de los partidarios del Brexit cabe atribuirlo no a los perdedores locales de la globalización, sino, bien al contrario, a los ganadores. Algo que choca con la interpretación fácil, la tan manida de los xenófobos viscerales, convertida ya en lugar común indiscutible. Acaso sea este el momento de recordar que en Europa Occidental siempre han convivido dos versiones para nada equiparables del capitalismo.
Por un lado, la
individualista, que tiende a enfatizar por norma la autonomía impersonal
de los mercados, de raíz hondamente anglosajona; frente a ella, el
capitalismo renano, todo él impregnado por una concepción comunitarista
mucho más cercana a la colbertista y estatista que nunca ha dejado de
imperar en Francia.
Lo que hay en la
trastienda del rechazo de la élite del Partido Conservador a la Unión
Europea es esa confrontación filosófica que ya arrastra tras de sí más
de dos siglos de desencuentros. Londres siempre ha mirado más hacia
Estados Unidos que a Bruselas. Y ahora no está poniendo rumbo al pasado,
como tantos barruntan aquí, sino al otro lado del Atlántico. Allí donde
siempre quiso atracar.
JOSÉ GARCÍA DOMÍNGUEZ Vía LIBERTAD DIGITAL
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