Enrique García-Máiquez
Todos son conscientes de lo que decía Chesterton: "El término 'pagano' es continuamente usado en la ficción y en la literatura ligera como si significase un hombre sin ninguna religión cuando era, por lo general, un hombre con media docena de ellas". Hasta ahí, podría ser una moda vintage, un revival nostálgico. Sin embargo, no terminan de explicar las implicaciones que eso conlleva, o porque no caen o porque no quieren ponerse cenizos. Lo mío es caer ceniciento, así que vamos.
Lo primero que requiere el paganismo es divorciar la razón de la fe o de las heterogéneas fes múltiples. Lo recordarán de su bachillerato: por un lado, el logos; por otros, los mitos. El milagro intelectual del cristianismo fue unir razón y fe. Por supuesto, es más cómodo no hacer el sumo esfuerzo de razonar lo que uno cree, pero el problema a medio plazo es que eso aboca a la imposición de las creencias por la fuerza o a un subjetivismo radical o a ambos a la vez, paradójicamente, y ahoga, en todo caso, la posibilidad de sanas discusiones. El discurso único y la censura políticamente correcta que nos rodean son signos inquietantes, aunque implícitos, de neopaganismo.
La otra consecuencia es el regreso del chivo expiatorio. El paganismo necesita víctimas propiciatorias por complejos mecanismos antropológicos que explica, con deslumbrante claridad, René Girard en La violencia y lo sagrado (1972) y en Veo a Satán caer como el relámpago (1999). Si me está quedando un artículo muy pedante, no se preocupen: la serie Vikingos, tan millennial, lo explica a lo gore. Cuando el último argumento a su favor es gritar que «el aborto es sagrado», se despiertan siniestros ecos que resuenan mucho a Moloch.
Siento traer estos ecos aquí, pero las resonancias populares del paganismo suelen ser las de andar descalzos por los prados con un rasgueo de arpas y bebiendo hidromiel a gollete, y no. El paganismo no fue ni es ni saldrá nunca gratis.
ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ
Publicado en Diario de Cádiz.
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