Europa: despojo de una mujer bellísima que vivió demasiado. Y abandona
Gabriel Albiac
No confundamos deseos con realidades. Las églogas europeístas que, desde Bruselas, fueron entonadas tras el referéndum británico de separación mentían: eran cánticos de terror. Terror mezquino, primero, de ese funcionariado que, en Bruselas y Estrasburgo, se enriquece con el cuento de una unidad europea que jamás ha existido. Terror serio, grave, a continuación: el de una ciudadanía que cobra cada vez más certeza de la irrelevancia de la economía europea en el mercado mundial, que cobra cada vez más certeza del peligro de indefensión que la inexistencia de un ejército europeo pone sobre la mesa, que acabará quizá por darse cuenta de que la huida británica no es más que el punto de arranque de un sálvese quien pueda que arrasará con todo.
¿En qué momento empezó Europa a desear esa muerte con cuya llegada sueña la Sibylla de Ovidio y de Petronio? Entre 1914 y 1919. Hay dos preciosos ensayos que convendría releer sobre esa caída. Escritos por dos talentos mayores que la vivieron. Paul Valéry la ve, en 1919, como el síntoma de una tragedia a la cual deben asomarse todos los historiadores: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Más descarnado, Freud describe, por las mismas fechas, el efecto desenmascarador de la Gran Guerra: en 1914 creíamos ser mentes ilustradas, en 1919 nos descubrimos predadores hablantes. Nada han hecho, desde entonces, los europeos para salvarse: perciben vagamente que eso no es posible. Y se apuntan a cualquier oportunidad de ser aniquilados: los totalitarismos se apoderaron del continente sin apenas mover un dedo; la salvación hubo de venir entonces de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Pero una salvación impuesta no puede nunca ser más que transitoria.
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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