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jueves, 17 de enero de 2019

EUROPA FUE


Europa: despojo de una mujer bellísima que vivió demasiado. Y abandona



Gabriel Albiac


Sibylla narra su historia a Eneas; Ovidio le da escritura. No es una diosa y su mucha edad nada tiene de envidiable. Puso ella misma su precio a la virginidad que ansiaba comprarle Apolo. «Yo misma cogí y le mostré un puñado de polvo; le pedí, insensata, alcanzar tantos cumpleaños cuantos granos tenía el polvo; me olvidé de solicitar que aquellos años fuesen jóvenes hasta el fin». Su cuerpo va, pues, menguando, reconcomido por los siglos. «Día llegará en que mis miembros, consumidos por esa vejez, queden reducidos a un tamaño insignificante». En ese punto final la recogerá el Satiricón de Petronio. Cuando, atrapada dentro de una botella, como un grillo en su jaula, los niños la torturen preguntándole: «¿qué deseas Sibylla?» Y ella responda, escueta, apothánein thélo: «morir, eso deseo». No hay leyenda que dé mejor este triste desenlace que es hoy el de Europa: despojo de una mujer bellísima que vivió demasiado. Y abandona.

No confundamos deseos con realidades. Las églogas europeístas que, desde Bruselas, fueron entonadas tras el referéndum británico de separación mentían: eran cánticos de terror. Terror mezquino, primero, de ese funcionariado que, en Bruselas y Estrasburgo, se enriquece con el cuento de una unidad europea que jamás ha existido. Terror serio, grave, a continuación: el de una ciudadanía que cobra cada vez más certeza de la irrelevancia de la economía europea en el mercado mundial, que cobra cada vez más certeza del peligro de indefensión que la inexistencia de un ejército europeo pone sobre la mesa, que acabará quizá por darse cuenta de que la huida británica no es más que el punto de arranque de un sálvese quien pueda que arrasará con todo.

¿En qué momento empezó Europa a desear esa muerte con cuya llegada sueña la Sibylla de Ovidio y de Petronio? Entre 1914 y 1919. Hay dos preciosos ensayos que convendría releer sobre esa caída. Escritos por dos talentos mayores que la vivieron. Paul Valéry la ve, en 1919, como el síntoma de una tragedia a la cual deben asomarse todos los historiadores: «Nosotras, las civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Más descarnado, Freud describe, por las mismas fechas, el efecto desenmascarador de la Gran Guerra: en 1914 creíamos ser mentes ilustradas, en 1919 nos descubrimos predadores hablantes. Nada han hecho, desde entonces, los europeos para salvarse: perciben vagamente que eso no es posible. Y se apuntan a cualquier oportunidad de ser aniquilados: los totalitarismos se apoderaron del continente sin apenas mover un dedo; la salvación hubo de venir entonces de Gran Bretaña y de los Estados Unidos. Pero una salvación impuesta no puede nunca ser más que transitoria.


Los ingleses se van. Por las buenas o por las malas. De Europa queda una desolación: apothánein thélo.


                                                                                             GABRIEL ALBIAC    Vía ABC

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