Los que están «hartos del Brexit» que voten a favor del acuerdo y seguirán hartos durante años
Tony Blair
Los miembros del Parlamento han hecho su trabajo. No están peleándose ni dedicándose a hacer gestos para su engrandecimiento personal, como afirman sus detractores. Están haciendo lo que les corresponde hacer en una democracia parlamentaria. Están emitiendo un juicio ponderado, plenamente conscientes del peso de su decisión para la vida de los miembros de esta generación y de las generaciones futuras.
Sé que parte de la opinión pública no lo ve así. Lo que quieren es que se resuelva el Brexit y punto. Ven a una primera ministra acosada que hace lo que puede en unas circunstancias enormemente difíciles. La expresión «adelante con ello» resume el talante de muchos.
Un mal acuerdo
El acuerdo de la primera ministra es un mal acuerdo. Malo porque nos vincula legalmente a la unión aduanera europea hasta que la UE nos libere, al tiempo que nos priva de voz sobre sus condiciones. Malo porque nuestras obligaciones están clarísimas, mientras que las de Europa no se especifican o están supeditadas a algo. Es malo sobre todo porque incumple la promesa hecha al Parlamento y a los ciudadanos de que, cuando lo votásemos, conoceríamos la futura relación económica con Europa con suficiente detalle para poder emitir un juicio como es debido. El trato es deliberadamente opaco. ¿Por qué? Porque May no consigue que el Gobierno o el Partido Conservador convengan cuáles deberían ser sus términos.
Esta es la causa de que su frecuente insistencia en que su acuerdo es el camino para acabar con la discusión sobre el Brexit y empezar a debatir otros asuntos apremiantes fallara básicamente desde el principio. La primera ministra asegura que, con su acuerdo, se cierra una etapa. No será así. No puede cerrarla.
Por el contrario, nos enfrentamos a la perspectiva de rebasar el plazo tope de marzo de 2019 sin claridad, con un nuevo cenagal de negociaciones esperándonos, una parte del Gobierno argumentando en un sentido y otra en el contrario, habiendo perdido las bazas para negociar que teníamos, y a merced de un sistema europeo del que ya habremos salido.
Multitud de problemas, desde el sistema nacional de salud hasta los delitos violentos, pasando por el déficit de vivienda o la revolución digital, serán víctima del efecto de distracción del Brexit.
La expresión «hartos del Brexit» me hace hervir de indignación, pero si están hartos del tema, voten a favor del acuerdo y seguirán hartos durante años. En cierto sentido, la negociación para la salida de Reino Unido de la Unión Europea nunca ha sido una negociación convencional.
En lo que se refiere a la futura relación comercial con Europa, es, y siempre ha sido, básicamente una elección. Podemos atenernos a las normas europeas y ser como Noruega, o elaborar las nuestras propias y ser como Canadá. La primera alternativa conlleva la evidente desventaja de que nos convertiremos en un país limitado a obedecer las normas; la segunda, que alteraremos el comercio, así como las decisiones comerciales y de inversión de nuestro país, que se han ido desarrollando a lo largo de 45 años de pertenencia a la UE. Este es el dilema entre lo inútil y lo doloroso que se ha cernido sobre la negociación.
Irlanda del Norte no es más que la expresión más grave de este dilema, visible debido al compromiso político con el mantenimiento de una frontera abierta entre las dos Irlandas, y a que acordamos que el acuerdo de salida incluiría una solución al problema irlandés. El lío de la salvaguardia, el backstop, demuestra que ni siquiera hemos resuelto verdaderamente el dilema en relación con la cuestión irlandesa. Si nos vamos sin resolverlo en lo que respecta a la futura relación en su conjunto, nos encontraremos con un mundo de nuevas angustias esperándonos a la vuelta de marzo.
La elección ha sido rehén de los enfrentamientos en el seno del Partido Conservador. La primera ministra, reacia a tomar partido, intentó negociar una solución que permitiese «hacer la tortilla sin romper el huevo», como si Europa fuese a permitir que Gran Bretaña accediese al mercado único y a la unión aduanera sin acatar las normas.
Finalmente, enfrentada a la realidad, May acabó decidiéndose por una versión de Noruega en la propuesta de Chequers. Fue un fracaso. En vista de ello, se refugió en la formulación imprecisa de la declaración política en el acuerdo, que podría significar que nuestro futuro puede ser tanto Noruega como Canadá.
Sin embargo, entre ambos desenlaces hay una enorme diferencia, medida en puestos de trabajo, nivel de vida y prosperidad económica. La decisión tiene implicaciones de gran alcance para las futuras políticas y para las diferentes visiones del lugar que nuestro país ocupará en el futuro. No es sensato que nos marchemos sin saber qué visión preferimos.
Ardid político
Michael Gove ya ha empezado a insinuar que respaldar el acuerdo de May significa que podemos llegar a un «Brexit como es debido», es decir, Canadá. Otros ministros del Gobierno, sin embargo, fomentan la idea de que representa el camino hacia Noruega, y posiblemente, más adelante, de la vuelta a Europa. Se le puede dar tantas vueltas como se quiera, que el acuerdo de May no debería aprobarse nunca. Porque no es un acuerdo. Es un ardid político. So pretexto de dar solución, trae irresolución. Este defecto de base no se puede subsanar con nada que emane de Europa, sino solo mediante una decisión adoptada en Gran Bretaña.
Esto es lo que debería hacer la primera ministra: aplazar una nueva votación para después de un periodo de reflexión de dos o tres semanas. A continuación, someter la decisión al Parlamento para comprobar si alguna versión del Brexit puede reunir una mayoría. Si lo desea realmente, puede volver a presentar la suya y luego la Cámara tendría que votar a favor de la opción Noruega o Canadá. Se debería volver a votar la posibilidad de salir de la UE sin acuerdo para dejar claro que no es una opción que el Parlamento vaya a respaldar en ningún caso.
TONY BLAIR Vía ABC
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