/SEAN MACKAOUI
La toma de posesión de Juan Manuel Moreno como presidente de Andalucía -quiero ver a los ñoquis del régimen socialista haciendo cajas- apaciguará durante un tiempo al PP, aterrado ante el espectáculo de un Vox desbocado en las encuestas y en los medios. Pablo Casado ha demostrado ser un negociador hábil, tranquilo, discreto, dúctil. Su secretario general también. Sin histrionismos han logrado liderar el cambio andaluz y dejar en evidencia la bravuconería de Santiago Abascal. ¿Dónde quedó la deportación de los 52.000 ilegales? ¿Dónde la derogación de la Ley de Violencia de Género? ¿Dónde la Reconquista? Sólo en las mentes calenturientas de las editorialistas de El País. «Pacto mefistofélico», chillaban el viernes, frustradas de que el papelito finalmente firmado por Vox y PP fuera puro Barrio Sésamo, un ejemplo maravilloso de que una cosa es jugar al macho en la taberna de Twitter -Ea, Valls, franchute, vete a casa- y otra hacer política.
Ahora bien. La política, es decir, la política en serio, seria, delimitada por lo posible, ¿sirve para ganar elecciones o sólo para gobernar? En el contexto español y mundial, crisis de Estado y desprecio a las élites, Vox tiene un margen de crecimiento exponencial. Dicho a la tremenda: Vox enterrará al PP y beneficiará al Frente Popular. Vamos por partes.
Para los nacionalistas, Vox es una fantasía hecha realidad: ¡Mon semblable, mon frère!, por fin podemos enzarzarnos de tú a tú, nacionalistas contra nacionalistas, identitarios contra identitarios, catalanes contra españoles. De momento, Vox rehúye la etiqueta. Iván Espinosa se retorcía la otra mañana en Telecinco cuando lo llamaron nacionalista. «Somos patriotas», balbuceó, «no queremos expulsar a nadie». Sólo a los 52.000 y a Pablo Echenique. Bueno, y a Valls. Pero yo apuesto a que esa barrera retórica también la saltarán. Como Trump. Y por un motivo elemental: el nacionalismo motiva y moviliza. Lo he comprobado estas Navidades en Barcelona: gente que en su vida había tocado una papeleta del PP, por puro asco, hoy se proclama españolaza y votante de Vox. «Es la reacción», explica mi amigo Federico Jiménez Losantos. Ciertamente. En ambas acepciones. Entretanto, recomiendo al PP el clásico estudio de Maurizio ViroliFor Love of Country: An Essay on Patriotism and Nationalism, (Oxford University Press, 1995). Sus candidatos a las municipales y autonómicas van a necesitarlo para distinguirse de uno de sus dos competidores.
Si el nacionalismo está encantado de promover a Vox, incluso a bofetadas, qué decir de Sánchez. A pesar de Andalucía, sí. Piénsenlo. ¿Qué dato, qué hecho, qué gestión, qué argumento tiene Sánchez para esgrimir ante los electores? ¿Sus Ray-Ban en el Falcon? ¿Sus guiños a un xenófobo? ¿Los primeros temblores de la economía? ¿Cómo piensa movilizar a la izquierda? Su única baza es el miedo: en ausencia del cadáver de Franco, el cuerpo presente de Vox. Mañana, tarde y noche.
Tercer elemento: los medios. Vox seguirá creciendo porque Vox es un negocio. Es nuevo: clic. Es políticamente incorrecto: clic, clic. Y sobre todo es contestatario, polémico, polarizador: clic, clic, clic. Y arriba el share. La vida pública se ha convertido en una red asocial; en una guerra tribal, donde rige la consigna de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo. En la que personas cultas e inteligentes acaban justificando o asumiendo posiciones burdas y extremistas por pura animadversión. Referentes intelectuales de izquierdas -de la izquierda verdadera, la que antepone la igualdad a la identidad- disfrutan con Vox porque creen que perjudica al partido que les traicionó. Otra ilusión.
El desenlace andaluz ha generado una falsa impresión: «Vota Vox y echa a Sánchez». Ojalá fuera tan fácil. Admitidas todas las reservas sobre cualquier ejercicio de extrapolación, asumida también la pérdida de votos del socialismo a favor de Ciudadanos, la división del antiguo espacio del PP en tres puede convertir al PSOE en la primera fuerza política del Congreso y, por mucho, del Senado. Con lo que ello supondría: Pedro unplugged. Tendría la legitimidad de la que hoy carece como hijo de una bastarda moción de censura. ¿Y cómo creen que la usaría? ¿Pactaría un gobierno centrista y anti-nacionalista con Rivera? ¿O acordaría con el nacionalismo la liquidación -él diría «perfeccionamiento»- del sistema del 78?
Personas relevantes del entorno del PP están intentando convencer a Abascal de que vuelva a casa, aunque sea para el verano y en forma de coalición. Encomiable ingenuidad. El foco, la influencia, los groupies, la ola europea, la marea global... Sólo un patriota renunciaría al dulce olor del poder por el bien común. Vox, como Podemos con el PSOE, como Ciudadanos con todos, tiene vocación de sustitución y un huracán a favor.
Ayer escuché a Pablo Casado en la presentación de los candidatos de Madrid y sentí una mezcla de admiración y pena. Está haciendo un esfuerzo gigantesco por reconstruir el vínculo afectivo con su electorado tras 15 años de marianismo. Y ello no es fácil. Ahí está la indignación de la familia de Rita Barberá contra «el miserable uso electoralista» de la memoria de la alcaldesa. Ha querido presentar los mejores candidatos. Y eso tampoco es fácil. Ahí está el vídeo de Ruth Beitia agonizando en el escenario, la boca seca, el hilo perdido. Y, sobre todo, Casado es consciente de la necesidad de dar respuesta a una pregunta clave: «¿Qué función cumple hoy su partido, exactamente?» Y esto sí que es difícil. ¿Es el PP el partido de los gestores experimentados y eficaces? Ha designado a una experta en redes sociales para la Comunidad de Madrid. ¿Es el partido de la unidad de España? Ciudadanos y Vox nacieron como consecuencia de su desistimiento, y Vox acaparará todos los focos durante el juicio del Proceso. ¿Es el partido de la lucha contra la corrupción? Silencio. ¿El de las bajadas de impuestos? Montoro en la memoria. ¿El de los católicos? Monasterio contra Iglesias. ¿El de las mujeres hartas de que las consideren víctimas y los hombres de que los llamen violadores; el de la igualdad sin excepciones? Éste era el único punto anti-identitario del programa de Vox y el PP lo rechazó. Entonces, ¿qué es el PP? ¿El gran partido de Europa? Sí, eso sí. ¿Y a cuánto cotiza el europeísmo en el mercado electoral? A tanto como la razón y la responsabilidad.
El viernes el PP inaugura su Convención Nacional. «Tiene que ser una refundación», ha dicho Aznar, «algo así como el Congreso de Sevilla de 1990». Pero entonces el margen de maniobra e innovación era muy superior. Nuevo nombre: PP. Nueva definición: centro-reformista. Hasta un nuevo ideario: la libertad de la persona. Ahora sólo queda defender un espacio menguante y hacerlo a codazos. A un lado, los pragmáticos y, a otro, los esencialistas. A un lado, los guays y, a otro, los fieros. A un lado, los liberal-sociales y, a otro, los nacional-conservadores. Y en medio, una única bandera, la más noble pero en estos tiempos la menos valorada: el individuo.
Casado citó ayer a Enrique V: «We few, we happy few, we band of brothers». Sus palabras retumbaron en un auditorio lleno pero frío. La épica shakespeariana se diluyó en un ambiente numantino. El few se impuso al happy. Yo intuyo que el PP morirá en el empeño: hay movimientos telúricos, desastres inexorables. El consuelo es que por fin habrá hecho lo decente.
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO Vía EL MUNDO
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