/JAVIER BARBANCHO /EL MUNDO
Podemos inundó la vida pública de conceptos novedosos o de sentidos nuevos para palabras viejas -casta, puertas giratorias, los de abajo y los de arriba, la gente, soberanía popular- y exhibió una nueva manera de hacer política, agresiva y viral, cuyos métodos años después ha aprendido también la derecha. La política institucional se resintió, y todos los partidos acabaron acusando contaminaciones populistas en el fondo o en la forma. Sin embargo, también Podemos ha terminado chocando con la realidad institucional. La mejoría económica y la constatación -tras acceder al poder en importantes municipios- de que la gestión no vive de soflamas sino de trabajo paciente y efectos lentos empezaron a alimentar la melancolía del votante que había creído en ellos o había castigado a los demás. El meteórico declive de Podemos ha conocido muchos hitos: la desmovilización de la militancia agrupada en círculos, la imposición de una jerarquía vertical, la purga de discrepantes -incluida la cúpula original-, la obscena personalización del partido hasta el extremo de colocar a la pareja sentimental del líder como número dos y de celebrar un referéndum sobre la lujosa vivienda de ambos bajo chantaje de dimisión, el faccionalismo ideológico, el rechazo a España y el alineamiento con el soberanismo en pleno desafío separatista, la inoperante estructura confederal. El colofón de esta deriva implosiva lo pone Íñigo Errejón renunciando a la marca morada para presentarse a las autonómicas con la sigla de Manuela Carmena. Una ruptura que proclama un derrotismo preventivo: Podemos es ya sinónimo de desafección electoral y sectarismo orgánico hasta para su cofundador, contra quien Iglesias presentará otro candidato. El cainismo devora a sus hijos.
EDITORIAL de EL MUNDO
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