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Si los promotores de las protestas esperaban suscitar empatía hacia su causa, en estos días de ruido y furia han cosechado exactamente lo opuesto: rechazo al taxi y preferencia por alternativas como Uber y Cabify. Tan cierto es que los cabecillas más agresivos del movimiento no representan a todos los taxistas como que todos los taxistas pagarán el descrédito que se está extendiendo sobre el sector que sus líderes dicen defender.
Con todo, la primera responsabilidad de este caos concierne al Gobierno. Fue el ministro de Fomento quien decidió huir del problema en lugar de afrontarlo: lo transfirió a las comunidades autónomas y ayuntamientos, que carecen de capacidad para resolverlo sin incurrir en un proteccionismo asimétrico de efectos catastróficos. Como lo sería que los servicios de VTC se retiraran de Barcelona, según han advertido por la disposición de la Generalitat a rendirse a las exigencias draconianas del taxi, como prohibir por ley la geolocalización y demorar la precontratación de los vehículos VTC; dos premisas anacrónicas en la era de la inmediatez digital.
Y si la dejación de responsabilidades legislativas es grave, aún lo es más la renuncia a ejercer la autoridad con todos los medios que un Gobierno democrático tiene a su alcance, empezando por los policiales. No se puede consentir que ninguna demanda laboral corte una autopista por miedo al desgaste que puedan provocar unas imágenes que nadie desea, pero que a veces son necesarias para garantizar el derecho y la libertad de todos los ciudadanos. Lo contrario solo deparará el triunfo de los chantajistas y la derrota de una solución justa, moderna y libre.
EDITORIAL de EL MUNDO
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