El partido de Iglesias es hoy la organización política más vertical, la más rígida, la menos funcional; y también, ¡ay!, la que más dificultades tiene para canalizar las divergencias
Íñigo Errejón consulta su móvil mientras Irene Montero y Pablo Iglesias abandonan el Congreso. (EFE)
La escisión errejonista ha sido el detonante final de la implosión de Podemos,
incubada durante dos años. Con ella, se consuman dos fracasos: el de
Podemos como partido político viable y el de la 'galaxia Podemos' como
alternativa hegemónica al Partido Socialista en el espacio de la izquierda.
Ni Podemos ha logrado consolidarse como un partido estable, homogéneo y operativo a nivel nacional, ni la amalgama de Podemos con todas sus confluencias, satélites y alianzas ha conseguido superar al PSOE en ninguna de las elecciones celebradas hasta ahora. El sorpaso pasó de largo y cada día se aleja más.
Esta penúltima sacudida puede, además, conducir a un tercer fracaso que ya aparece en el horizonte: el de Podemos como socio útil para construir mayorías de gobierno de la izquierda. Pensando en las elecciones de mayo, no solo está en grave riesgo de perder todas sus alcaldías emblemáticas sino, además, de devenir inservible incluso como socio minoritario de coaliciones de izquierda encabezadas por el PSOE. Ni gobiernos, ni cogobiernos.
En su día se discutió si Podemos debía transformarse en un partido convencional —con sus jerarquías, sus estructuras, sus reglamentos y sus correspondientes batallas por el poder orgánico— o permanecer como nació, un movimiento líquido de naturaleza asamblearia. Se optó por lo primero y se llevó la decisión hasta sus últimas consecuencias. Hoy, Podemos es la organización política más vertical, la más rígida, la menos funcional; y también, ¡ay!, la que más dificultades tiene para canalizar las divergencias y metabolizar el pluralismo en su interior. Si Iglesias nunca se desprendió del ADN leninista, Errejón se ve ya como un émulo de Trotski. Solo falta saber quién será (simbólicamente) su Ramón Mercader.
Podemos compensó sus deficiencias como estructura partidaria con una estrategia de múltiples alianzas y confluencias electorales. La fórmula tuvo éxito indudable en las municipales de 2015. En las generales de ese año, se intentó dos veces el sorpaso con las famosas tres confluencias de Cataluña, Galicia y la Comunidad Valenciana. El paso siguiente fue la alianza con Izquierda Unida y con una constelación de partidos menores como Equo.
Todo ello permitió a la 'galaxia Podemos' sostenerse como tercera fuerza parlamentaria y convertirse en el socio imprescindible de Sánchez para cualquier aventura de gobierno. Pero tuvo efectos colaterales sumamente dañinos: el partido Podemos renunció a hacer valer su sigla como referencia electoral en territorios clave, entregando el liderazgo social (el que nace de las urnas) a grupos y personas fuera de su disciplina. La asfixiante atmósfera autoritaria en su interior alimentó la tentación de crear nuevas confluencias (como la de Teresa Rodríguez en Andalucía y la de Carmena y Errejón en Madrid); y algunas de esas alianzas trajeron consigo la servidumbre política de un discurso confuso, cuando no directamente disolvente, en el asunto crucial de la unidad de España.
Lo cierto es que la dirección nacional de Podemos carece de control sobre sus referentes electorales en las cinco comunidades más pobladas: Andalucía, Cataluña, Madrid, Comunidad Valenciana y Galicia, que suman el 65% de la población española. Lo que le priva también de autoridad para comprometer pactos en cualquiera de ellas. Me pregunto qué podrá decir Echenique a Ábalos cuando llegue ese momento.
El cisma entre Iglesias y Errejón ha terminado de arruinar el experimento de Podemos como partido político de ámbito nacional. Pero lo más grave es que debilita mortalmente la probabilidad de que la izquierda conserve las precarias mayorías que en 2015 le permitieron conquistar de carambola grandes ayuntamientos y varias comunidades autónomas. El colapso de Podemos puede convertirse en un funeral de primera para el PSOE.
Ello no sucedería si, como parece natural, los socialistas fueran capaces de absorber las pérdidas de Podemos y transformarlas en crecimiento propio, o viceversa. Pero tal cosa no está sucediendo: las transferencias de votos de Podemos al PSOE apenas sirven para compensar las pérdidas socialistas hacia Ciudadanos. Y de ninguna forma frenan la huida masiva de ambos electorados a la abstención. Susana Díaz perdió el Gobierno andaluz no solo por su hundimiento sino porque nadie recogió los votos que ella perdió y la izquierda retrocedió 13 puntos.
Resulta paradójico ver a los dirigentes y candidatos del PSOE entrando en pánico ante el desmoronamiento de aquellos a los que antaño vieron como su mayor amenaza. Hubo un tiempo en que los socialistas temblaban ante cada encuesta en la que Podemos avanzaba. Hoy, les estremece cada punto que retroceden sus antiguos rivales. No es extraño: tras haber renunciado a ganar los gobiernos con sus propios votos, saben que necesitan desesperadamente los de Podemos.
Tras el errejonazo, se dice que donde había tres derechas aparecen también tres izquierdas. La crisis del bipartidismo provocó sacudidas centrífugas en el espacio político, y de dos partidos consistentes hemos pasado, de momento, a seis quebradizos. Pero la simetría termina ahí, porque la situación es muy distinta en un lado y en el otro.
La
derecha padece un problema de fragmentación, pero mantiene —incluso
tiende a aumentar— su masa social. En su momento culminante (generales
de 2011), el PP tuvo casi 11 millones de votos y acaparó el 90% del voto
de centro-derecha. Hoy, aquella clientela se ha partido en tres
pedazos, con un tráfico intenso de votantes entre ellos. Pero la suma de
PP, Ciudadanos y Vox es igual o superior a lo que tuvieron PP y UPYD en
2011. Los votantes a la derecha del PSOE han diversificado sus preferencias y ello, sin duda, tiene consecuencias políticas; pero su cuota conjunta de mercado permanece intacta, con tendencia al alza.
En la izquierda no hay únicamente fragmentación. Además, hay abandono. Defección. Desistimiento. Por buscar un paralelismo, ¿qué queda de los 11,3 millones que votaron a Zapatero? Aunque sumemos al PSOE, Podemos, todas las confluencias existentes —o las que puedan venir— y la izquierda extraparlamentaria, entre todos ni se aproximan a aquella cifra. No es solo que donde antes había un bar repleto ahora haya varios semivacíos; es que gran parte de la anterior clientela se ha vuelto abstemia y ya no va a los bares (al menos, a esos).
Teóricamente, los socialistas deberían estar satisfechos por el fracaso de Podemos. Hace solo dos años, habrían brindado por ello. Hoy, lo viven como una condena. ¿Qué ha pasado en el camino? Quizá, que Pedro Sánchez ha convertido al PSOE en un partido Podemos-dependiente. Sin fortaleza para ganar por sí mismo y sin autonomía política para articular acuerdos que no sean con las huestes menguantes de Iglesias… y con la muleta independentista. Quién los ha visto y quién los ve.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
Ni Podemos ha logrado consolidarse como un partido estable, homogéneo y operativo a nivel nacional, ni la amalgama de Podemos con todas sus confluencias, satélites y alianzas ha conseguido superar al PSOE en ninguna de las elecciones celebradas hasta ahora. El sorpaso pasó de largo y cada día se aleja más.
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Esta penúltima sacudida puede, además, conducir a un tercer fracaso que ya aparece en el horizonte: el de Podemos como socio útil para construir mayorías de gobierno de la izquierda. Pensando en las elecciones de mayo, no solo está en grave riesgo de perder todas sus alcaldías emblemáticas sino, además, de devenir inservible incluso como socio minoritario de coaliciones de izquierda encabezadas por el PSOE. Ni gobiernos, ni cogobiernos.
En su día se discutió si Podemos debía transformarse en un partido convencional —con sus jerarquías, sus estructuras, sus reglamentos y sus correspondientes batallas por el poder orgánico— o permanecer como nació, un movimiento líquido de naturaleza asamblearia. Se optó por lo primero y se llevó la decisión hasta sus últimas consecuencias. Hoy, Podemos es la organización política más vertical, la más rígida, la menos funcional; y también, ¡ay!, la que más dificultades tiene para canalizar las divergencias y metabolizar el pluralismo en su interior. Si Iglesias nunca se desprendió del ADN leninista, Errejón se ve ya como un émulo de Trotski. Solo falta saber quién será (simbólicamente) su Ramón Mercader.
Podemos compensó sus deficiencias como estructura partidaria con una estrategia de múltiples alianzas y confluencias electorales. La fórmula tuvo éxito indudable en las municipales de 2015. En las generales de ese año, se intentó dos veces el sorpaso con las famosas tres confluencias de Cataluña, Galicia y la Comunidad Valenciana. El paso siguiente fue la alianza con Izquierda Unida y con una constelación de partidos menores como Equo.
Todo ello permitió a la 'galaxia Podemos' sostenerse como tercera fuerza parlamentaria y convertirse en el socio imprescindible de Sánchez para cualquier aventura de gobierno. Pero tuvo efectos colaterales sumamente dañinos: el partido Podemos renunció a hacer valer su sigla como referencia electoral en territorios clave, entregando el liderazgo social (el que nace de las urnas) a grupos y personas fuera de su disciplina. La asfixiante atmósfera autoritaria en su interior alimentó la tentación de crear nuevas confluencias (como la de Teresa Rodríguez en Andalucía y la de Carmena y Errejón en Madrid); y algunas de esas alianzas trajeron consigo la servidumbre política de un discurso confuso, cuando no directamente disolvente, en el asunto crucial de la unidad de España.
Lo cierto es que la dirección nacional de Podemos carece de control sobre sus referentes electorales en las cinco comunidades más pobladas: Andalucía, Cataluña, Madrid, Comunidad Valenciana y Galicia, que suman el 65% de la población española. Lo que le priva también de autoridad para comprometer pactos en cualquiera de ellas. Me pregunto qué podrá decir Echenique a Ábalos cuando llegue ese momento.
El cisma entre Iglesias y Errejón ha terminado de arruinar el experimento de Podemos como partido político de ámbito nacional
El cisma entre Iglesias y Errejón ha terminado de arruinar el experimento de Podemos como partido político de ámbito nacional. Pero lo más grave es que debilita mortalmente la probabilidad de que la izquierda conserve las precarias mayorías que en 2015 le permitieron conquistar de carambola grandes ayuntamientos y varias comunidades autónomas. El colapso de Podemos puede convertirse en un funeral de primera para el PSOE.
Ello no sucedería si, como parece natural, los socialistas fueran capaces de absorber las pérdidas de Podemos y transformarlas en crecimiento propio, o viceversa. Pero tal cosa no está sucediendo: las transferencias de votos de Podemos al PSOE apenas sirven para compensar las pérdidas socialistas hacia Ciudadanos. Y de ninguna forma frenan la huida masiva de ambos electorados a la abstención. Susana Díaz perdió el Gobierno andaluz no solo por su hundimiento sino porque nadie recogió los votos que ella perdió y la izquierda retrocedió 13 puntos.
Resulta paradójico ver a los dirigentes y candidatos del PSOE entrando en pánico ante el desmoronamiento de aquellos a los que antaño vieron como su mayor amenaza. Hubo un tiempo en que los socialistas temblaban ante cada encuesta en la que Podemos avanzaba. Hoy, les estremece cada punto que retroceden sus antiguos rivales. No es extraño: tras haber renunciado a ganar los gobiernos con sus propios votos, saben que necesitan desesperadamente los de Podemos.
Tras el errejonazo, se dice que donde había tres derechas aparecen también tres izquierdas. La crisis del bipartidismo provocó sacudidas centrífugas en el espacio político, y de dos partidos consistentes hemos pasado, de momento, a seis quebradizos. Pero la simetría termina ahí, porque la situación es muy distinta en un lado y en el otro.
La
suma de PP, Cs y Vox es igual o superior a lo que tuvieron PP y UPYD.
Los votantes a la derecha del PSOE han diversificado sus preferencias
En la izquierda no hay únicamente fragmentación. Además, hay abandono. Defección. Desistimiento. Por buscar un paralelismo, ¿qué queda de los 11,3 millones que votaron a Zapatero? Aunque sumemos al PSOE, Podemos, todas las confluencias existentes —o las que puedan venir— y la izquierda extraparlamentaria, entre todos ni se aproximan a aquella cifra. No es solo que donde antes había un bar repleto ahora haya varios semivacíos; es que gran parte de la anterior clientela se ha vuelto abstemia y ya no va a los bares (al menos, a esos).
Teóricamente, los socialistas deberían estar satisfechos por el fracaso de Podemos. Hace solo dos años, habrían brindado por ello. Hoy, lo viven como una condena. ¿Qué ha pasado en el camino? Quizá, que Pedro Sánchez ha convertido al PSOE en un partido Podemos-dependiente. Sin fortaleza para ganar por sí mismo y sin autonomía política para articular acuerdos que no sean con las huestes menguantes de Iglesias… y con la muleta independentista. Quién los ha visto y quién los ve.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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