/JAVIER OLIVARES
Antes de que se me tache de panglossiano quiero aclarar que veo muchas manchas en ese sol brillante de las realizaciones de la España democrática. A mí, para empezar, nunca me ha gustado la Constitución de 1978 y pienso que debe ser reformada en muchos aspectos, aunque también creo que hoy debe cumplirse a rajatabla, porque es la ley suprema y legítima. Tampoco me gustan nuestras normas electorales, que son otro de los talones de Aquiles de nuestra democracia. Creo que tenemos un sistema educativo muy inferior al que corresponde a un país desarrollado. Creo que nuestra estructura económica necesita serias reformas, y que la prueba palmaria de ello es el escandaloso nivel de desempleo que llevamos padeciendo desde la Transición precisamente. Y, a pesar de esta larga serie de problemas (muchos más podría citar), el tema de nuestro tiempo es el separatismo, que nos obnubila y nos hace olvidar tanto los éxitos como los fracasos de nuestra democracia.
Parece difícil explicar esta paradoja, pero no lo es. Nuestra vida política adolece de un atroz cainismo, que hace que los grandes partidos de derecha y de izquierda prefieran pactar con los separatistas a colaborar en un pacto de Estado que podría resolver la cuestión separatista en muy poco tiempo y con relativa facilidad. Esto es lo que no entienden nuestros socios en Europa y la razón por la que hemos cosechado tantos reveses judiciales inesperados a raíz de la rebelión separatista de octubre de 2017 en Cataluña. Resulta difícil comprender que los Gobiernos españoles pidan en Europa rigor con los autores de la rebelión mientras pactan y colaboran con ellos en la vida política diaria. Naturalmente, en diferentes instancias europeas se ha reprochado nuestra incongruencia y se nos ha hecho pagar por ella.
En los pocos momentos fugaces en que los grupos mayoritarios han colaborado contra el separatismo, como con la Ley de Partidos de Aznar y la aplicación del 155 en el otoño de 2017, se lograron éxitos fulgurantes: el desmantelamiento de la organización terrorista en el País Vasco y el silencio y la sumisión de las entidades separatistas en el breve lapso en que el 155 estuvo en vigor en Cataluña. Pero la rivalidad y rencillas de los partidos mayoritarios impidieron que una y otra medida se aplicaran con perseverancia y contundencia; los separatistas pronto volvieron a las andadas tras la aplicación del 155, como las ranas en El Libro de Buen Amor cuando vieron que el rey que les había mandado Júpiter no era más que una "viga de lagar". Y es que el precepto constitucional sin pactos de Estado duraderos y leales fue como la viga, que al caer con estruendo "fizo las ranas callar", pero a la que éstas, al ver que no se movía, pronto se le subieron encima y volvieron a pedir... la independencia.
¿Por qué este cainismo paralizante? Es proverbial el cisma de las dos Españas: "Españolito... una de las dos Españas ha de helarte el corazón", decía Antonio Machado. Hoy nos lo hielan las dos. El origen de este cainismo se remonta al menos a la Guerra de la Independencia y dominó casi todo el siglo XIX: sólo con la Restauración se dio una medida de entendimiento entre los dos grandes partidos, que permitió orillar a carlistas, anarquistas e internacionalistas, y dio paso a varias décadas de relativa paz y progreso hasta bien entrado el siglo XX. Pero el cainismo volvió, trajo la Guerra Civil y la dictadura, resurgió tras la Transición, que fue otro lapso de concordia y progreso, y hoy campa triunfante, para regocijo de la camarilla de Puigdemont y Torra, y de todas las facciones del separatismo.
Aunque las culpas están bien repartidas, no cabe duda de que la izquierda tiene hoy la mayor responsabilidad. Es ella la que prefiere claramente gobernar con el apoyo del separatismo golpista antes que con el centro-derecha. Y aunque cuente con el apoyo e incluso la estrategia de Podemos en esta insensata aventura, la mayor responsabilidad es del PSOE, por varias razones. La primera es que debemos esperar más del partido más antiguo, con una historia que, junto a errores garrafales, ha tenido períodos positivos, especialmente, los años que incluyeron y siguieron a la Transición. La segunda es que pertenece a un gran movimiento internacional y con una historia brillante, la social-democracia, que ha sido quizá el agente más importante en el establecimiento de la moderna sociedad madura y desarrollada. La tercera, porque, desde 1996 y sobre todo desde 2004, ha emprendido una peligrosa deriva que le ha llevado a renunciar a sus principios socialdemócratas y a pretender rivalizar en populismo descerebrado con la extrema izquierda, postergando a sus líderes más sensatos y encumbrando a demagogos oportunistas como Zapatero o Pedro Sánchez. La cuarta, porque no ha sabido resolver, quizá por su desdén hacia el pensamiento y el estudio, el problema de cómo adaptarse a una sociedad en la que se han alcanzado todos los objetivos tradicionales de la socialdemocracia, en la que debe reinventarse y renovar sus programas para justificar su existencia en un medio social muy diferente al de hace un siglo. Y la quinta, porque mientras la derecha es por naturaleza menos ideológica y más pragmática, la izquierda debe ser más crítica y reformista y por ello tiene la obligación de renovarse y ser coherente intelectualmente, cosa que, por desgracia, este Partido Socialista parece incapaz de hacer. Es cierto que esta crisis aqueja a casi todos los partidos socialistas europeos; pero el cainismo del PSOE, la sustitución del debate razonado por la descalificación perenne y en bloque del adversario, es algo de lo que el PSOE ha adolecido históricamente, y que hoy parece ser su único recurso dialéctico.
Todo ello conduce al socialismo a una situación alarmante que se evidencia en lo insólito de sus recientes accesos al poder: en 2004, tras un atentado terrible cuyos extremos nunca quedaron plenamente aclarados; en 2017, tras una moción de censura llena de anomalías, mentiras flagrantes y pactos inconfesos, con escuálida base parlamentaria y el apoyo de los que se proclaman enemigos de España. Se evidencia también en su falta de análisis económico solvente, que ha hecho que en el pasado el desempleo creciera siempre durante sus mandatos, algo que lleva camino de suceder ahora también; adolece además su política económica de la idea de que los problemas se resuelven aumentando el gasto público, a expensas del contribuyente y de nuestras obligaciones con la Unión Europea. Es alarmante también su actitud demagógica ante un problema tan grave como el de la educación que, según la actual ministra, debe estar basada en un principio hedonista y no formativo. Alarma igualmente la discordia interna del partido, en especial su difícil relación con el socialismo catalán, lo que contribuye más a la sensación de desorientación y huida hacia delante que este PSOE irradia. La enumeración podría alargarse, pero dejémosla aquí.
El PSOE cuenta con el apoyo de simpatizantes de indudable valía intelectual. ¿Dónde está la crítica amiga que trate de fortalecer el fuste ideológico de un partido que parece ir a la deriva y que puede terminar como su homólogo francés? El largo mandato de Zapatero fue ya un ensayo general del naufragio que amenaza al socialismo español. La aventura de Sánchez puede acarrear el hundimiento definitivo del partido, y la desmembración de España. Puede resultar nuestro talón de Aquiles.
GABRIEL TORTELLÁ* Vía EL MUNDO
*Gabriel Tortella, economista e historiador, es autor de Capitalismo y Revolución y coautor de Cataluña en España. Historia y mito (con J.L. García Ruiz, C.E. Núñez y G. Quiroga), ambos publicados por Gadir.
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