La irregularidad a allanar en España no se llama Vox. Se llama PSOE andaluz
Gabriel Albiac
Quede claro
que, si yo fuese barcelonés y yo votase, votaría a Manuel Valls. No se
cumple ninguna de ambas condiciones. Pero eso nada cambia: Valls está a
años luz de sus contrincantes. Del infantilismo trascendental de Colau
como de la distopía racista de Torra. Valls es un convencional político
europeo. Un hombre razonablemente culto y que, como primer ministro,
sorteó con dignidad las dificultades bajo las cuales accedió al cargo en
el peor momento de la Francia contemporánea. Quede claro que, si yo
tuviera el hábito de votar, Ciudadanos sería la única marca que no me
abochornaría. Personas como Inés Arrimadas han hecho un esfuerzo de
valor e inteligencia al que aquí nos habíamos desacostumbrado: estábamos
resignados a ver a los políticos como mala gente.
Valls sería hoy el mejor de los candidatos posibles a la presidencia española. En su defecto, a la alcaldía de Madrid. Le ha tocado Barcelona: es una carga y un riesgo. Merece simpatía un hombre que, habiendo podido ser presidente de Francia, se aviene a bajar al fango de esa geografía en trance de balcanización que es la Cataluña independentista. Y valdría la pena que esa aventura no acabara por destruir su carrera.
Valls viene de un país en el cual la integridad territorial es sagrada. Plantear la independencia de una región francesa no es asunto político; como mucho, lo es de frenopático. Desde 1789, la política en Francia se define por los juegos -muy elásticos- entre izquierda y derecha nacionales. Y, a lo largo de los últimos veinticinco años, por el modo de construir una unidad europea en la cual la nación no se extinga: lo cual, sea dicho de paso, ha resultado ser muchísimo más complicado de cuanto pudiera pensarse en 1992. Fuera de ese juego, queda el Frente Nacional de Marine Le Pen. Que, sin ser ya el partido parafascista que fundó su padre, sigue conservando las resonancias del régimen de Pétain en Vichy que tanto alarman a la Francia democrática: a izquierda como a derecha.
No, la irregularidad a allanar en España no se llama Vox. Se llama PSOE andaluz. Sé que a un político francés le sonará raro, pero el equivalente de la francesa «anomalía Marine Le Pen» es, en España, la «anomalía Susana Díaz».
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
Valls sería hoy el mejor de los candidatos posibles a la presidencia española. En su defecto, a la alcaldía de Madrid. Le ha tocado Barcelona: es una carga y un riesgo. Merece simpatía un hombre que, habiendo podido ser presidente de Francia, se aviene a bajar al fango de esa geografía en trance de balcanización que es la Cataluña independentista. Y valdría la pena que esa aventura no acabara por destruir su carrera.
Valls viene de un país en el cual la integridad territorial es sagrada. Plantear la independencia de una región francesa no es asunto político; como mucho, lo es de frenopático. Desde 1789, la política en Francia se define por los juegos -muy elásticos- entre izquierda y derecha nacionales. Y, a lo largo de los últimos veinticinco años, por el modo de construir una unidad europea en la cual la nación no se extinga: lo cual, sea dicho de paso, ha resultado ser muchísimo más complicado de cuanto pudiera pensarse en 1992. Fuera de ese juego, queda el Frente Nacional de Marine Le Pen. Que, sin ser ya el partido parafascista que fundó su padre, sigue conservando las resonancias del régimen de Pétain en Vichy que tanto alarman a la Francia democrática: a izquierda como a derecha.
No, la irregularidad a allanar en España no se llama Vox. Se llama PSOE andaluz. Sé que a un político francés le sonará raro, pero el equivalente de la francesa «anomalía Marine Le Pen» es, en España, la «anomalía Susana Díaz».
GABRIEL ALBIAC Vía ABC
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