Un profesor de una
universidad de inspiración católica me contó que se prescindió de sus
servicios debido a una acusación de homofobia por parte de una alumna;
la supuesta “homofobia” consistió en comentar un libro autobiográfico de
un homosexual en que narra su conversión y defiende la enseñanza sexual
católica. “No están los tiempos para hablar de estos temas, hay que navegar”, se le dijo al profesor.
Hace poco, hablando de un tema “x”, una amiga católica me dijo “el mundo cambió”, mientras con sus gestos me decía “tienes que adaptarte”. Días después participé en una reunión social entre parroquianos y algunos contertulios opinaron que la Iglesia “tiene que cambiar con el mundo”.
Me llama tristemente la atención esa especie de reverencia con el mundo que observo en algunas personas e instituciones católicas y que habitualmente se manifiesta en evitar refutar afirmaciones políticamente correctas, en asumir los postulados proclamados por los estados y organismos internacionales aunque sean incompatibles con la fe cristiana, e incluso en proponer que la Iglesia incorpore en su propia organización valores mundanos. Se llega al absurdo de que si uno se opone a algún predicamento invocando que se opone al Evangelio, pasa a ser indeseable incluso para sus correligionarios, pues piensan: “Tipos como éste nos hacen aparecer como fundamentalistas”.
La justificación para esta postura acomodaticia o de “navegación” —como le llaman— es que, en la medida en que los cristianos no causemos escándalo, podremos continuar en el espacio público y mantener nuestros colegios, universidades, clubes deportivos, etc. Reconozco que hay algo de verdadero en dicho argumento, pues la caridad y la prudencia exigen usar formas amables para expresarse. Jesús era un tipo simpático, gentil, cariñoso y entretenido, y estas formas Suyas permitieron que muchos se sintieran atraídos por Su mensaje. Sin embargo, no pocas veces, en el fondo de esa actitud subyace una falta de valentía: el miedo a perder posiciones cómodas, prestigiosas o rentables.
No tengo la receta para saber reconocer siempre el límite entre prudencia y claudicación, pero tengo claro que la fe cristiana involucra un enfrentamiento con el mundo y que muchas veces el que no está con Cristo está contra Él. Quien lo ponga en duda haría bien en leer a San Juan, pues el enfrentamiento entre la fe cristiana y el mundo cruza todo su Evangelio. Por ejemplo, explica la Encarnación acudiendo a la figura de un conflicto entre luz y oscuridad: el Verbo es la luz que el mundo, sumergido en tinieblas, no acoge. La excepción la constituyen quienes, estando en el mundo, “han nacido no de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”. Es decir, quienes acogen al Verbo se han separado del mundo y han sido regenerados por el Espíritu.
Al relatar la entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos, San Juan reproduce una sentencia de Jesús: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora va a ser expulsado el príncipe de este mundo”. En efecto, el mundo se encuentra sometido al señorío del demonio y Jesús ha venido a destruirlo: “Yo he venido para iluminar al mundo, para que todo el que cree en mí no quede en tinieblas”. Sin embargo, la Redención no eliminará la oscuridad de inmediato y hasta la segunda venida de Cristo coexistirá con la Luz, lo que significa que los cristianos vivirán en permanente enfrentamiento con el mundo. A pesar de esa lucha, Jesús sentencia que la suerte del demonio y quienes le siguen está echada: “El príncipe de este mundo está juzgado”.
A los apóstoles les quedó claro que su fidelidad a Cristo los condenaba —si se puede hablar así— a vivir como desadaptados: “¿Cómo puede ser que hayas de manifestarte a nosotros y no al mundo?”, le preguntaron. La respuesta confirmó sus peores temores: “Os expulsarán de las sinagogas (es decir, del espacio público) y vendrá el tiempo en que todos los que os maten creerán hacer un servicio a Dios…; en el mundo tendréis tribulación”. Y luego oró al Padre por los apóstoles y los cristianos de todos los tiempos: “El mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno”.
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, se aplicará a sí mismo y a sus hermanos estas palabras: “A nosotros, los Apóstoles, Dios nos ha puesto en el último lugar, como condenados a muerte, ya que hemos llegado a ser un espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres… Hemos llegado a ser como la basura del mundo, objeto de desprecio para todos”. La incompatibilidad entre el Evangelio y el mundo fue tan evidente para los primeros cristianos que muchos de ellos, ante las persecuciones, estuvieron dispuestos al martirio. Recordemos que no se les exigía renegar abiertamente de Cristo sino simplemente reconocer la divinidad del emperador, pero entendieron que ello significaba rendir a una criatura un culto que corresponde sólo a Dios, y por tanto ceder era, en el fondo, renegar de su fe.
La Navidad nos recuerda que ser cristiano involucra resistir y enfrentar al mundo, lo cual resulta contradictorio con la alegría que nos despierta el Nacimiento del Redentor. Es que, como dijo Simeón, “este Niño está puesto como signo de contradicción” y hemos de ser conscientes de que la misma espada que atravesó el alma de María atravesará —guardando las proporciones—también la nuestra. En su libro La infancia de Jesús, Benedicto XVI reflexiona: “El que fue crucificado fuera de las puertas de la ciudad nació también fuera de sus murallas… Ya desde su nacimiento, Él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso… Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser…”. Cada Navidad es un recordatorio de ello y por eso inmediatamente a continuación (26 de diciembre) la liturgia ofrece a nuestra consideración el martirio de San Esteban.
Queda claro: para un cristiano, someterse al mundo, “navegar” en él, omitir enseñar la doctrina porque se opone a lo políticamente correcto, proponer para la Iglesia las categorías del mundo, es renegar de su fe. Por lo mismo, resulta hipócrita asumir esas posturas y a la vez celebrar la Navidad. Adorar al Niño que ha nacido exige ofrecerle nuestra voluntad de acompañarlo en la Cruz, pues —en palabras de Benedicto— “la misión de ser portador de la luz de Dios para el mundo se cumple precisamente en la oscuridad de la cruz”.
Hace poco, hablando de un tema “x”, una amiga católica me dijo “el mundo cambió”, mientras con sus gestos me decía “tienes que adaptarte”. Días después participé en una reunión social entre parroquianos y algunos contertulios opinaron que la Iglesia “tiene que cambiar con el mundo”.
Me llama tristemente la atención esa especie de reverencia con el mundo que observo en algunas personas e instituciones católicas y que habitualmente se manifiesta en evitar refutar afirmaciones políticamente correctas, en asumir los postulados proclamados por los estados y organismos internacionales aunque sean incompatibles con la fe cristiana, e incluso en proponer que la Iglesia incorpore en su propia organización valores mundanos. Se llega al absurdo de que si uno se opone a algún predicamento invocando que se opone al Evangelio, pasa a ser indeseable incluso para sus correligionarios, pues piensan: “Tipos como éste nos hacen aparecer como fundamentalistas”.
La justificación para esta postura acomodaticia o de “navegación” —como le llaman— es que, en la medida en que los cristianos no causemos escándalo, podremos continuar en el espacio público y mantener nuestros colegios, universidades, clubes deportivos, etc. Reconozco que hay algo de verdadero en dicho argumento, pues la caridad y la prudencia exigen usar formas amables para expresarse. Jesús era un tipo simpático, gentil, cariñoso y entretenido, y estas formas Suyas permitieron que muchos se sintieran atraídos por Su mensaje. Sin embargo, no pocas veces, en el fondo de esa actitud subyace una falta de valentía: el miedo a perder posiciones cómodas, prestigiosas o rentables.
No tengo la receta para saber reconocer siempre el límite entre prudencia y claudicación, pero tengo claro que la fe cristiana involucra un enfrentamiento con el mundo y que muchas veces el que no está con Cristo está contra Él. Quien lo ponga en duda haría bien en leer a San Juan, pues el enfrentamiento entre la fe cristiana y el mundo cruza todo su Evangelio. Por ejemplo, explica la Encarnación acudiendo a la figura de un conflicto entre luz y oscuridad: el Verbo es la luz que el mundo, sumergido en tinieblas, no acoge. La excepción la constituyen quienes, estando en el mundo, “han nacido no de la sangre, ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios”. Es decir, quienes acogen al Verbo se han separado del mundo y han sido regenerados por el Espíritu.
Al relatar la entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos, San Juan reproduce una sentencia de Jesús: “Ahora es el juicio de este mundo; ahora va a ser expulsado el príncipe de este mundo”. En efecto, el mundo se encuentra sometido al señorío del demonio y Jesús ha venido a destruirlo: “Yo he venido para iluminar al mundo, para que todo el que cree en mí no quede en tinieblas”. Sin embargo, la Redención no eliminará la oscuridad de inmediato y hasta la segunda venida de Cristo coexistirá con la Luz, lo que significa que los cristianos vivirán en permanente enfrentamiento con el mundo. A pesar de esa lucha, Jesús sentencia que la suerte del demonio y quienes le siguen está echada: “El príncipe de este mundo está juzgado”.
A los apóstoles les quedó claro que su fidelidad a Cristo los condenaba —si se puede hablar así— a vivir como desadaptados: “¿Cómo puede ser que hayas de manifestarte a nosotros y no al mundo?”, le preguntaron. La respuesta confirmó sus peores temores: “Os expulsarán de las sinagogas (es decir, del espacio público) y vendrá el tiempo en que todos los que os maten creerán hacer un servicio a Dios…; en el mundo tendréis tribulación”. Y luego oró al Padre por los apóstoles y los cristianos de todos los tiempos: “El mundo los ha odiado, porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del maligno”.
San Pablo, en la primera carta a los Corintios, se aplicará a sí mismo y a sus hermanos estas palabras: “A nosotros, los Apóstoles, Dios nos ha puesto en el último lugar, como condenados a muerte, ya que hemos llegado a ser un espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres… Hemos llegado a ser como la basura del mundo, objeto de desprecio para todos”. La incompatibilidad entre el Evangelio y el mundo fue tan evidente para los primeros cristianos que muchos de ellos, ante las persecuciones, estuvieron dispuestos al martirio. Recordemos que no se les exigía renegar abiertamente de Cristo sino simplemente reconocer la divinidad del emperador, pero entendieron que ello significaba rendir a una criatura un culto que corresponde sólo a Dios, y por tanto ceder era, en el fondo, renegar de su fe.
La Navidad nos recuerda que ser cristiano involucra resistir y enfrentar al mundo, lo cual resulta contradictorio con la alegría que nos despierta el Nacimiento del Redentor. Es que, como dijo Simeón, “este Niño está puesto como signo de contradicción” y hemos de ser conscientes de que la misma espada que atravesó el alma de María atravesará —guardando las proporciones—también la nuestra. En su libro La infancia de Jesús, Benedicto XVI reflexiona: “El que fue crucificado fuera de las puertas de la ciudad nació también fuera de sus murallas… Ya desde su nacimiento, Él no pertenece a ese ambiente que según el mundo es importante y poderoso… Así pues, el ser cristiano implica salir del ámbito de lo que todos piensan y quieren, de los criterios dominantes, para entrar en la luz de la verdad sobre nuestro ser…”. Cada Navidad es un recordatorio de ello y por eso inmediatamente a continuación (26 de diciembre) la liturgia ofrece a nuestra consideración el martirio de San Esteban.
Queda claro: para un cristiano, someterse al mundo, “navegar” en él, omitir enseñar la doctrina porque se opone a lo políticamente correcto, proponer para la Iglesia las categorías del mundo, es renegar de su fe. Por lo mismo, resulta hipócrita asumir esas posturas y a la vez celebrar la Navidad. Adorar al Niño que ha nacido exige ofrecerle nuestra voluntad de acompañarlo en la Cruz, pues —en palabras de Benedicto— “la misión de ser portador de la luz de Dios para el mundo se cumple precisamente en la oscuridad de la cruz”.
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