El autor analiza qué pasará tras la votación del 1-O para reclamar mayor negociación y un sistema política enfocado en un proyectos de gobierno sostenibles a largo plazo.
/EFE
Cuando el próximo 2 de octubre las partes enfrentadas, con o sin cambio de sus principales actores, se terminen sentado en torno a una mesa de negociación, lo ocurrido durante los días anteriores, especialmente la víspera, habrá determinado el resultado final.
Lo que debido a la gran diferencia de poder -una parte se enfrenta
ilegalmente al todo- no tendría mayor misterio, puede acabar
decantándose a favor del débil sedicioso por cuasi incomparecencia del
contrario, tanto a la hora de exponer intelectualmente sus argumentos
como a la de desplegar físicamente su fuerza, en este caso legítima.
Desde su propia concepción renacentista y posterior
materialización nacional westfaliana, tres elementos son consustanciales
al Estado: el territorio sobre el que ejerce su imperio y que delimitó
el conocido Tratado de 1648 al circunscribirlo a la nación histórica,
personificándola; el derecho como modus operandi para ayudarle
a, en palabras de Georges Bourdieu, “liberar al poder de la
arbitrariedad de las voluntades individuales”; y la fuerza, como última
ratio con la que imponer la voluntad nacional expresada en el derecho, convirtiéndose, así, en “el bozal de ese animal tan peligroso que es el hombre”, como definió Schopenhauer.
El Estado moderno, obra de la razón humana, no se puede concebir sin la nación, unidad política espontánea que lo determina,
sin el derecho que forja y canaliza su sentido, y sin la potestad de
hacer uso de la única violencia legítima existente, la que proviene del
consentimiento popular para ser gobernados a cambio de garantizar sus
libertades. Que es otra forma de expresar la soberanía,
como también sabemos por Max Weber. Cualquier transformación del objeto
(territorio y nación), en el hipotético caso de ser concebible, debe
necesariamente ser resuelto a través del derecho, es decir, del
procedimiento establecido, más aún en una democracia o incluso en un
régimen pluralista de circulación de elites, que es probablemente como
llamarían Robert Dahl y Giovanni Sartori a nuestro sistema político.
Tan inconcebible es el derecho de autodeterminación en los países de nuestro entorno que está prohibido y castigado
Cuestiones tan elementales se han puesto en tela de juicio en España. Ante la inminente amenaza del referéndum ilegal
de independencia por parte de un grupo sedicioso encaramado al poder de
una institución cuya finalidad constitucional de gestionar los derechos
y las libertades de los ciudadanos de una determinada parte del Estado
fue transformada ab initio en un caballo de Troya para destruir el orden establecido que lo alumbró, el Estado ha tardado demasiado tiempo en reaccionar,
y todavía no lo ha hecho del todo pese a las detenciones de ayer. Es
esta actitud contemplativa, mucho más que la facciosa, la que está
generando una de las crisis más graves que España ha sufrido en los
últimos dos siglos.
No era en absoluto difícil replicar, con el antídoto
de la verdad y la potencia del Estado, al veneno informativo que el
gobierno de la Generalidad ha venido inoculando en el sistema
circulatorio catalán por medio de la tergiversación de la historia y de
la teoría política. No era complicado explicar a una sociedad que no
sólo aprobó de manera abrumadora la Constitución del 78 que hoy pretende
liquidar, sino que contribuyó sustancialmente a su redacción, que no hay derecho nacional ni internacional que asista al referéndum de independencia. Si la lectura del texto constitucional no ofrece lugar a dudas, tampoco lo hace el derecho comparado.
La autodeterminación no existe en ninguna
constitución, excepto, como hemos ido leyendo estos días, en la pobre y
desestructurada Etiopía y en el caribeño San Cristóbal y Nieves. Tan
inconcebible es el derecho de autodeterminación en los países de nuestro
entorno y nivel de prosperidad, que, o está terminantemente prohibido y
castigado, o ni siquiera se permite la reforma constitucional para
laminar el Estado y la nación, lo que vendría a dar al traste con esa idea absurda de que la legitimidad se encuentra por encima de la legalidad,
cuestión que sólo puede tratarse desde la óptica del derecho natural,
no apta para el nihilismo nacionalista, o de la falta de salida interna a
una flagrante y constante violación de los derechos fundamentales de
los súbditos rebelados, caso impensable en España. La legitimidad
democrática está basada en la legalidad. Quien desconozca esto seguirá
pensando que Max Weber es un piloto australiano de Fórmula 1.
En contra de lo que cree el gobierno catalán, el derecho internacional tampoco asiste al derecho de autodeterminación
Igual de sencillo habría sido explicar, en las
aulas, en los liceos y ateneos, en la Administración y a través de los
medios de comunicación, que, en contra de lo que el gobierno y
Parlamento catalanes mantienen, el derecho internacional tampoco asiste
al derecho de autodeterminación que proclaman.
Evolucionado del
principio romántico de las nacionalidades que alcanzó su cénit al ser
incluido en los catorce puntos del presidente Wilson, y que
debidamente agitado por Lenin agravó las tensiones y generó gran
inquietud en las potencias europeas, el derecho de autodeterminación de
los pueblos engrosó el acervo de la ONU (art. 1.2 de la Carta de las
Naciones Unidas, de 26 de junio de 1945) con un carácter interesadamente
abierto tras la Segunda Guerra Mundial, pero fue constriñéndose desde
el inicio a los exclusivos casos del proceso de descolonización como
indican las resoluciones 1514 (XV) y 2625 (XXV) de 1960 y 1970, y el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966.
Entender, pues, que el derecho de autodeterminación
puede incardinarse fuera del ámbito de la descolonización de forma que
afecte a la integridad territorial de los Estados europeos es introducir
un componente de voluntarismo tan interesado como falaz. No es
casualidad que los Estados salidos de la descolonización y que invocaron
este principio, son ahora los más fervientes defensores de la opinión
de que su aplicación tuvo virtualidad en un momento determinado de la historia, exigiendo su traslado al baúl de los recuerdos, salvo para aquellos casos especiales todavía reconocidos en Naciones Unidas.
Por otro lado, pretender equiparar el caso de Kosovo
como intenta el nacionalismo catalán a la situación española es hacer
comulgar con ruedas de molino a sus víctimas informativas. O, ¿acaso el
gobierno de España ha expulsado a cientos de miles de catalanes de su
tierra natal, violando masiva e indiscriminadamente los derechos
fundamentales de los catalanohablantes? ¿Acaso han visto conculcados sus derechos de participación política reconocidos en la Constitución del 78 que refrendaron?
¿Acaso ha ocupado la ONU Cataluña y recomendado su independencia como
ocurrió en Kosovo? El solo hecho de que el nacionalismo gobernante pueda
extender esta comparación atentando tan gravemente contra la
inteligencia colectiva, sin que sus mandatarios salgan corridos a
gorrazos denota el grado de control que tienen de la información y el
sometimiento intelectual de la población.
Pero también denota el abandono al que han sometido a la población catalana los gobiernos de la nación y muy especialmente el de Mariano Rajoy,
que ha dispuesto de toda la maquinaria estatal para extender datos
objetivos e información veraz que hubiera contrarrestado a su debido
tiempo toda la propaganda secesionista que la crisis, la corrupción y el
fiasco de los gobiernos de CiU precipitaron.
Supone un alivio contemplar que, a tan pocos días del 1-O, el Ejecutivo haya renunciado a la bisoña operación diálogo
Supone un alivio contemplar que, a tan pocos días
del referéndum, el Ejecutivo haya renunciado finalmente a la bisoña
operación diálogo que le ha llevado hasta esta situación límite,
propiciando la detención de altos cargos y el registro de sedes y
dependencias de la Generalidad, que probablemente dejan mermadas las
posibilidades del referéndum. Pero ni los detenidos son los
máximos responsables, ni se les arresta por el delito de sedición, que
es lo que verdaderamente viene haciendo de manera continuada
desde hace dos años el gobierno de Puigdemont. Y, lo que es incluso más
importante, estas acciones no servirán de gran cosa si en los próximos
días no se actúa con la misma firmeza. Ante la reacción del
independentismo y de esa parte de la izquierda que siempre se ha
mostrado enemiga de España, invitando a tomar la calle, Rajoy va a
necesitar todo el arrojo y la determinación que le han faltado en los
últimos años.
En la situación en la que nos encontramos, el
Estado tiene la obligación política, legal y moral de evitar, con el
uso de todos sus poderes, el referéndum en términos absolutos.
Para ello dispone de medios suficientes y, en esta partidocracia, las
instituciones a su merced. Puede aplicar el art. 155 de la Constitución,
con el apoyo del Senado que controla férreamente; el art. 545 del
Código Penal, a través de la fiscalía que domina; y, por supuesto,
aplicar directamente el art. 22 de la Ley de Seguridad Nacional y
utilizar a las fuerzas de seguridad para evitar el desastre.
En un pulso al Estado no cabe el empate. Se gana o
se pierde. Freud se lo explicaba diáfanamente a Einstein en el otoño de
1932: el derecho se redacta por el ganador. Lo que en
un país democrático del siglo XXI viene a suponer que entablar una
negociación desde el humillante puesto de quien lo tuvo todo a su favor
para ganar y al final perdió, en modo alguno es igual a hacerlo habiendo
demostrado su superioridad física, moral, legal y legítima.
Si la política estuviera configurada en España de
manera que las elites que acceden al poder lo hicieran para desarrollar
temporalmente un proyecto de gobierno y no para hacer de ella su única profesión, probablemente no se habría
llegado a esta situación. En vez de pusilánimes burócratas incapaces de
concebir su existencia fuera de la política y por lo tanto dispuestos a
cualquier cosa con tal de permanecer en el cargo, habríamos tenido
hombres de la sociedad civil, conscientes de su interinidad, y
dispuestos a dejar su impronta en la historia antes de volver de nuevo a
su actividad privada. A ver si en la segura reforma constitucional que afrontaremos los españoles, las cosas se orientan en este sentido. Aunque dudo mucho que así sea.
LORENZO ABADÍA*** Vía EL ESPAÑOL
*** Lorenzo Abadía es analista político, doctor
en Derecho y autor del ensayo 'Desconfianza. Principios políticos para
un cambio de régimen' (Unión Editorial).
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