"Es en esta atmósfera de relativismo, en la cual la realidad la define uno mismo de forma narcisista, donde el Orgullo actúa sin freno, el menor de los cuales no es el Orgullo racial: el Orgullo Negro o el Orgullo Blanco."
Joseph Pearce
Cuando leo las noticias sobre la
violencia en Charlottesville (Virginia) entre supremacistas blancos y
sus oponentes, me vienen a la memoria cicatrices de batalla de mi propio
pasado. Cuando era un joven indignado en mi Inglaterra natal,
me uní a un partido supremacista blanco y me vi envuelto en numerosas y
violentas batallas callejeras. Disfruté cuando un contramanifestante fue
asesinado en uno de nuestros mítines y lloré cuando un amigo mío, un
compañero neonazi, murió tras ser alcanzado en la cabeza durante otra
manifestación tumultuosa.
En aquellos días disfrutaba con la violencia, soñando con que la guerra racial fuese a más. Como editor de una revista supremacista blanca, incité al odio racial y fui condenado a prisión dos veces, cumpliendo en la cárcel mis 21 y mis 25 años. Así que he contemplado cómo se desarrollaban los sucesos de Charlottesville con una inquietante sensación de déjà vu. Ya he visto esto antes, y no como simple espectador pasivo mirando lo que pasa en la televisión, sino como partícipe activo, que siente rabia e ira y experimenta la violencia de primera mano.
Habiendo estado, en otros tiempos, en el mismo lugar y en el mismo espacio psicológico que los supremacistas blancos de hoy, y habiendo experimentado sus sentimientos de furia e indignación alienantes, creo que puedo ofrecer algunas perspectivas sobre por qué esas personas se sienten así y qué podemos hacer para sanar las heridas de nuestra fracturada cultura.
Para ello, necesitaré volver sobre mis propios pasos, recordando cómo acabé en un mundo de racismo e intolerancia.
Aunque, siendo sincero, mucho de mi racismo lo aprendí en las rodillas de mi padre, se alimentó en la cultura del relativismo en el instituto público al que asistía. Nada sugería que los jóvenes debiesen ser educados en la virtud; nada sugería que el verdadero significado del amor no fuese la autosatisfacción, sino entregar la propia vida por otro; nada sugería que existiese Dios o que, si existía, fuese relevante en nuestra vida. Si en clase se mencionaba el cristianismo, era despreciado por los profesores, que parecían ser casi todos agnóstico o ateos, y muchos de los cuales se declaraban marxistas. Esta educación secularizada no es distinta a la educación que los jóvenes reciben hoy en Estados Unidos. En las escuelas públicas que operan bajo las exigencias de la dictadura del relativismo, no hay lugar para una educación en la virtud. De hecho, la palabra “virtud” ha sido eficazmente borrada de las aulas, y las virtudes concretas, como la castidad y la humildad, son activamente rechazadas o ridiculizadas. Lo que se enseña es un espíritu de rebelión contra las ideas tradicionales de la verdad, el bien y la belleza. En este entorno viciado y vacío, es inevitable que el vicio llene el vacío que deja la virtud. Si no enseñamos la verdad, la bondad y la belleza, no podemos evitar que crezcan la falsedad, la maldad y la fealdad, y eso incluye el auge del Orgullo en todas sus feas manifestaciones, entre ellas el Orgullo de lo que uno considera su identidad racial.
El problema es que el relativismo privilegia el sentimiento sobre la razón. Si de lo que se trata es de mí y de mis sentimientos, y no de mi lugar en una realidad objetiva de la cual soy solo una pequeña parte, entonces soy “libre” de elegir el “ego” que egoístamente deseo. Para algunos, una pequeña minoría, sus raíces podrían estar en algo que tenga que ver con la “sexualidad”; para otros, y potencialmente un número mucho mayor de personas, podrían estar en un sentimiento de identidad tribal o racial. Es en esta atmósfera de relativismo, en la cual la realidad la define uno mismo de forma narcisista, donde el Orgullo actúa sin freno, el menor de los cuales no es el Orgullo racial: el Orgullo Negro o el Orgullo Blanco; ninguno está justificado y ambos merecen condena.
En mi caso, el Orgullo que estaba dirigiendo y arruinando mi vida se vio desafiado al darse de bruces con la realidad objetiva, con la Razón auténtica. Al descubrir las obras de G.K. Chesterton, Hilaire Belloc, C.S. Lewis, el Beato John Henry Newman y, finalmente, durante mi segundo encarcelamiento, las obras de Santo Tomás de Aquino, comencé a percibir la realidad como algo mucho mayor que el patético mundo de ideología racista que yo me había construido. Por esa razón creo firmemente, con San Juan Pablo II y Benedicto XVI, que la Iglesia solo puede evangelizar eficazmente una cultura dominada por el relativismo con el poder de fides et ratio, de una fe indisolublemente matrimoniada con la razón. El narcisismo del relativismo encarcela al yo dentro de la prisión del propio yo; la razón libera al yo, capacitándolo para abarcar el maravilloso cosmos que existe más allá de sí mismo. En breve y en resumen: el racismo y otras manifestaciones de Orgullo deben ser refutados mediante un encuentro con la Razón.
Hubo, sin embargo, otra fuerza que me ayudó a superar mi Orgullo, y fue el poder del amor.
En mis días de Orgullo, odiaba a mis enemigos y esperaba que mis enemigos me odiasen. Era la vieja ley del ojo por ojo. Tú me haces daño a mí y yo te hago daño a ti. Tú me odias y yo te odio. El odio engendra odio. Son las escenas de manifestantes y contramanifestantes en Charlottesville, descargando su rencor unos contra otros, vociferando su odio mutuo, cada uno alimentado por la histeria del otro.
La vía de salida de esta espiral letal es ir más allá del amor al prójimo -por necesario que esto sea- y comenzar a amar a nuestros enemigos. Esto no es bueno solamente para nosotros, al liberarnos de las ataduras del odio: es también bueno para nuestros enemigos. En mi libro Mi carrera con el diablo. Del odio racial al amor racional evoco tres ocasiones distintas en la que, al enfrentarme a mi enemigo con odio y enemistad, recibí a cambio amor y amistad. En cada uno de los casos, recibir amor cuando esperaba odio sembró la semilla de lCuando leo las noticias sobre la violencia en Charlottesville (Virginia) entre supremacistas blancos y sus oponentes, me vienen a la memoria cicatrices de batalla de mi propio pasado. Cuando era un joven indignado en mi Inglaterra natal, me uní a un partido supremacista blanco y me vi envuelto en numerosas y violentas batallas callejeras. Disfruté cuando un contramanifestante fue asesinado en uno de nuestros mítines y lloré cuando un amigo mío, un compañero neonazi, murió tras ser alcanzado en la cabeza durante otra manifestación tumultuosa.
En aquellos días disfrutaba con la violencia, soñando con que la guerra racial fuese a más. Como editor de una revista supremacista blanca, incité al odio racial y fui condenado a prisión dos veces, cumpliendo en la cárcel mis 21 y mis 25 años. Así que he contemplado cómo se desarrollaban los sucesos de Charlottesville con una inquietante sensación de déjà vu. Ya he visto esto antes, y no como simple espectador pasivo mirando lo que pasa en la televisión, sino como partícipe activo, que siente rabia e ira y experimenta la violencia de primera mano.
Habiendo estado, en otros tiempos, en el mismo lugar y en el mismo espacio psicológico que los supremacistas blancos de hoy, y habiendo experimentado sus sentimientos de furia e indignación alienantes, creo que puedo ofrecer algunas perspectivas sobre por qué esas personas se sienten así y qué podemos hacer para sanar las heridas de nuestra fracturada cultura.
Para ello, necesitaré volver sobre mis propios pasos, recordando cómo acabé en un mundo de racismo e intolerancia.
Aunque, siendo sincero, mucho de mi racismo lo aprendí en las rodillas de mi padre, se alimentó en la cultura del relativismo en el instituto público al que asistía. Nada sugería que los jóvenes debiesen ser educados en la virtud; nada sugería que el verdadero significado del amor no fuese la autosatisfacción, sino entregar la propia vida por otro; nada sugería que existiese Dios o que, si existía, fuese relevante en nuestra vida. Si en clase se mencionaba el cristianismo, era despreciado por los profesores, que parecían ser casi todos agnóstico o ateos, y muchos de los cuales se declaraban marxistas. Esta educación secularizada no es distinta a la educación que los jóvenes reciben hoy en Estados Unidos. En las escuelas públicas que operan bajo las exigencias de la dictadura del relativismo, no hay lugar para una educación en la virtud. De hecho, la palabra “virtud” ha sido eficazmente borrada de las aulas, y las virtudes concretas, como la castidad y la humildad, son activamente rechazadas o ridiculizadas. Lo que se enseña es un espíritu de rebelión contra las ideas tradicionales de la verdad, el bien y la belleza. En este entorno viciado y vacío, es inevitable que el vicio llene el vacío que deja la virtud. Si no enseñamos la verdad, la bondad y la belleza, no podemos evitar que crezcan la falsedad, la maldad y la fealdad, y eso incluye el auge del Orgullo en todas sus feas manifestaciones, entre ellas el Orgullo de lo que uno considera su identidad racial.
El problema es que el relativismo privilegia el sentimiento sobre la razón. Si de lo que se trata es de mí y de mis sentimientos, y no de mi lugar en una realidad objetiva de la cual soy solo una pequeña parte, entonces soy “libre” de elegir el “ego” que egoístamente deseo. Para algunos, una pequeña minoría, sus raíces podrían estar en algo que tenga que ver con la “sexualidad”; para otros, y potencialmente un número mucho mayor de personas, podrían estar en un sentimiento de identidad tribal o racial. Es en esta atmósfera de relativismo, en la cual la realidad la define uno mismo de forma narcisista, donde el Orgullo actúa sin freno, el menor de los cuales no es el Orgullo racial: el Orgullo Negro o el Orgullo Blanco; ninguno está justificado y ambos merecen condena.
En mi caso, el Orgullo que estaba dirigiendo y arruinando mi vida se vio desafiado al darse de bruces con la realidad objetiva, con la Razón auténtica. Al descubrir las obras de G.K. Chesterton, Hilaire Belloc, C.S. Lewis, el Beato John Henry Newman y, finalmente, durante mi segundo encarcelamiento, las obras de Santo Tomás de Aquino, comencé a percibir la realidad como algo mucho mayor que el patético mundo de ideología racista que yo me había construido. Por esa razón creo firmemente, con San Juan Pablo II y Benedicto XVI, que la Iglesia solo puede evangelizar eficazmente una cultura dominada por el relativismo con el poder de fides et ratio, de una fe indisolublemente matrimoniada con la razón. El narcisismo del relativismo encarcela al yo dentro de la prisión del propio yo; la razón libera al yo, capacitándolo para abarcar el maravilloso cosmos que existe más allá de sí mismo. En breve y en resumen: el racismo y otras manifestaciones de Orgullo deben ser refutados mediante un encuentro con la Razón.
Hubo, sin embargo, otra fuerza que me ayudó a superar mi Orgullo, y fue el poder del amor.
En mis días de Orgullo, odiaba a mis enemigos y esperaba que mis enemigos me odiasen. Era la vieja ley del ojo por ojo. Tú me haces daño a mí y yo te hago daño a ti. Tú me odias y yo te odio. El odio engendra odio. Son las escenas de manifestantes y contramanifestantes en Charlottesville, descargando su rencor unos contra otros, vociferando su odio mutuo, cada uno alimentado por la histeria del otro.
La vía de salida de esta espiral letal es ir más allá del amor al prójimo -por necesario que esto sea- y comenzar a amar a nuestros enemigos. Esto no es bueno solamente para nosotros, al liberarnos de las ataduras del odio: es también bueno para nuestros enemigos. En mi libro Mi carrera con el diablo. Del odio racial al amor racional evoco tres ocasiones distintas en la que, al enfrentarme a mi enemigo con odio y enemistad, recibí a cambio amor y amistad. En cada uno de los casos, recibir amor cuando esperaba odio sembró la semilla de lCuando leo las noticias sobre la violencia en Charlottesville (Virginia) entre supremacistas blancos y sus oponentes, me vienen a la memoria cicatrices de batalla de mi propio pasado. Cuando era un joven indignado en mi Inglaterra natal, me uní a un partido supremacista blanco y me vi envuelto en numerosas y violentas batallas callejeras. Disfruté cuando un contramanifestante fue asesinado en uno de nuestros mítines y lloré cuando un amigo mío, un compañero neonazi, murió tras ser alcanzado en la cabeza durante otra manifestación tumultuosa.
En aquellos días disfrutaba con la violencia, soñando con que la guerra racial fuese a más. Como editor de una revista supremacista blanca, incité al odio racial y fui condenado a prisión dos veces, cumpliendo en la cárcel mis 21 y mis 25 años. Así que he contemplado cómo se desarrollaban los sucesos de Charlottesville con una inquietante sensación de déjà vu. Ya he visto esto antes, y no como simple espectador pasivo mirando lo que pasa en la televisión, sino como partícipe activo, que siente rabia e ira y experimenta la violencia de primera mano.
Habiendo estado, en otros tiempos, en el mismo lugar y en el mismo espacio psicológico que los supremacistas blancos de hoy, y habiendo experimentado sus sentimientos de furia e indignación alienantes, creo que puedo ofrecer algunas perspectivas sobre por qué esas personas se sienten así y qué podemos hacer para sanar las heridas de nuestra fracturada cultura.
Para ello, necesitaré volver sobre mis propios pasos, recordando cómo acabé en un mundo de racismo e intolerancia.
Aunque, siendo sincero, mucho de mi racismo lo aprendí en las rodillas de mi padre, se alimentó en la cultura del relativismo en el instituto público al que asistía. Nada sugería que los jóvenes debiesen ser educados en la virtud; nada sugería que el verdadero significado del amor no fuese la autosatisfacción, sino entregar la propia vida por otro; nada sugería que existiese Dios o que, si existía, fuese relevante en nuestra vida. Si en clase se mencionaba el cristianismo, era despreciado por los profesores, que parecían ser casi todos agnóstico o ateos, y muchos de los cuales se declaraban marxistas. Esta educación secularizada no es distinta a la educación que los jóvenes reciben hoy en Estados Unidos. En las escuelas públicas que operan bajo las exigencias de la dictadura del relativismo, no hay lugar para una educación en la virtud. De hecho, la palabra “virtud” ha sido eficazmente borrada de las aulas, y las virtudes concretas, como la castidad y la humildad, son activamente rechazadas o ridiculizadas. Lo que se enseña es un espíritu de rebelión contra las ideas tradicionales de la verdad, el bien y la belleza. En este entorno viciado y vacío, es inevitable que el vicio llene el vacío que deja la virtud. Si no enseñamos la verdad, la bondad y la belleza, no podemos evitar que crezcan la falsedad, la maldad y la fealdad, y eso incluye el auge del Orgullo en todas sus feas manifestaciones, entre ellas el Orgullo de lo que uno considera su identidad racial.
El problema es que el relativismo privilegia el sentimiento sobre la razón. Si de lo que se trata es de mí y de mis sentimientos, y no de mi lugar en una realidad objetiva de la cual soy solo una pequeña parte, entonces soy “libre” de elegir el “ego” que egoístamente deseo. Para algunos, una pequeña minoría, sus raíces podrían estar en algo que tenga que ver con la “sexualidad”; para otros, y potencialmente un número mucho mayor de personas, podrían estar en un sentimiento de identidad tribal o racial. Es en esta atmósfera de relativismo, en la cual la realidad la define uno mismo de forma narcisista, donde el Orgullo actúa sin freno, el menor de los cuales no es el Orgullo racial: el Orgullo Negro o el Orgullo Blanco; ninguno está justificado y ambos merecen condena.
En mi caso, el Orgullo que estaba dirigiendo y arruinando mi vida se vio desafiado al darse de bruces con la realidad objetiva, con la Razón auténtica. Al descubrir las obras de G.K. Chesterton, Hilaire Belloc, C.S. Lewis, el Beato John Henry Newman y, finalmente, durante mi segundo encarcelamiento, las obras de Santo Tomás de Aquino, comencé a percibir la realidad como algo mucho mayor que el patético mundo de ideología racista que yo me había construido. Por esa razón creo firmemente, con San Juan Pablo II y Benedicto XVI, que la Iglesia solo puede evangelizar eficazmente una cultura dominada por el relativismo con el poder de fides et ratio, de una fe indisolublemente matrimoniada con la razón. El narcisismo del relativismo encarcela al yo dentro de la prisión del propio yo; la razón libera al yo, capacitándolo para abarcar el maravilloso cosmos que existe más allá de sí mismo. En breve y en resumen: el racismo y otras manifestaciones de Orgullo deben ser refutados mediante un encuentro con la Razón.
Hubo, sin embargo, otra fuerza que me ayudó a superar mi Orgullo, y fue el poder del amor.
En mis días de Orgullo, odiaba a mis enemigos y esperaba que mis enemigos me odiasen. Era la vieja ley del ojo por ojo. Tú me haces daño a mí y yo te hago daño a ti. Tú me odias y yo te odio. El odio engendra odio. Son las escenas de manifestantes y contramanifestantes en Charlottesville, descargando su rencor unos contra otros, vociferando su odio mutuo, cada uno alimentado por la histeria del otro.
La vía de salida de esta espiral letal es ir más allá del amor al prójimo -por necesario que esto sea- y comenzar a amar a nuestros enemigos. Esto no es bueno solamente para nosotros, al liberarnos de las ataduras del odio: es también bueno para nuestros enemigos. En mi libro Mi carrera con el diablo. Del odio racial al amor racional evoco tres ocasiones distintas en la que, al enfrentarme a mi enemigo con odio y enemistad, recibí a cambio amor y amistad. En cada uno de los casos, recibir amor cuando esperaba odio sembró la semilla de la sanación en mi corazón golpeado por el odio. No os equivoquéis al respecto: el amor es un arma poderosa contra nuestros enemigos. El odio hiere a nuestros enemigos, pero no dejan de ser nuestros enemigos; al revés: inflama su odio y acrecienta su enemistad. Por el contrario, el amor no hiere a nuestros enemigos, solamente hiere a su odio. Y al herir a su odio sana su corazón y convierte al enemigo en amigo.
Éste es el desafío que afrontamos tras los horrores de Charlottesville. Amar a nuestros enemigos. No debemos demonizar al supremacista blanco o al abortista, sino amarles comprometidamente. No debemos aborrecerles [prey], sino rezar [pray] por ellos, con la esperanza de que, en el futuro, por la gracia de Dios, podamos rezar con ellos.
En cuanto a James Alex Fields, el joven indignado y lleno de odio que lanzó su vehículo contra los manifestantes en Charlottesville, sé demasiado bien que él es lo que yo fui. Él no está fuera del alcance del amor de Dios, ni debería estar lejos del alcance del amor de su prójimo y de sus enemigos. Recemos por él como rezamos por sus víctimas.
JOSEPH PEARCE Vía RELIGIÓN en LIBERTAD
Publicado originariamente en National Catholic Register.
Hemos adoptado el título con el que fue reproducido después en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.
Publicado originariamente en National Catholic Register.
Hemos adoptado el título con el que fue reproducido después en The Imaginative Conservative.
Traducción de Carmelo López-Arias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario