El referéndum como tal será un fracaso. Nadie puede ganar este pulso porque el rasgo esencial de este problema es justamente lo que no se quiere admitir: el empate insoluble en la sociedad catalana
"Maratón por la democracia" para defender el 1-O. (EFE)
Si la de mañana fuera una votación normal,
este sábado los catalanes estarían en plena jornada de reflexión y el
resto de los españoles dispuestos a disfrutar plácidamente del primer
fin de semana del otoño. Nada de eso. Ni lo que mañana suceda en
Cataluña tendrá nada que ver con una votación democrática, ni los españoles estamos tranquilos, ni esta es una jornada para la reflexión serena, sino para cánticos de guerra y lamentos premonitorios del desastre. Si en este conflicto enloquecido hubo algún momento para la reflexión, se dejó pasar; y temo que cuando regrese ya será tarde para casi todo.
La pregunta más repetida en estas tensas horas previas a la colisión es ¿qué pasará mañana? El simple enunciado de la pregunta, con toda la carga de incertidumbre que contiene, ya encierra un presagio ominoso. Porque la única respuesta honesta es: nada bueno. No hay forma de que mañana haya una buena noticia procedente de Cataluña. Ni para unos, ni para otros. Démonos por satisfechos si se logra que el día concluya sin desgracias mayores. Por lo demás, al final de la jornada todos tendremos mucho que lamentar y nada que celebrar.
El referéndum como tal será un fracaso. Algún día los ciudadanos catalanes que creyeron de buena fe el discurso plagado de embustes de los dirigentes independentistas se volverán contra ellos por este engaño consciente, masivo e insensato. Les prometieron un referéndum y les servirán, en el mejor de los casos, una chapuza impresentable: votar con un censo robado, echando papeletas de pega en envases de plástico con ranura para un recuento amañado. Les aseguraron la independencia en 18 meses y todo lo que harán será escenificar una charlotada llamada DUI, tras la cual Junqueras volverá a llamar a Montoro para preguntar por sus dineros.
Con sucedáneo de votación o sin ella, con posterior declaración de independencia o sin ella, la próxima semana Cataluña seguirá formando parte de España. Y el próximo mes, y el próximo año. Pero estará más lejos de España que nunca, y más partida por dentro que nunca. Como estará más alejada la posibilidad de encontrar una salida cooperativa al encaje constitucional de Cataluña. Y por el camino, las instituciones del autogobierno habrán devenido inservibles. En algo coinciden desde hace años los ultras del nacionalismo español y los del nacionalismo catalán, separadores y separatistas, 'fachas' y 'rufianes': en querer acabar a toda costa con la autonomía de Cataluña. Pues bien, ya lo han conseguido, enhoramala.
Nadie puede ganar este pulso porque el rasgo esencial de este problema es
justamente lo que no se quiere admitir: el empate insoluble que
persiste en la sociedad catalana. Los independentistas apelan a una
mayoría que no existe; y como no existe se la inventan, la fabrican, la
disfrazan y terminan presentando un guiñapo como el del 6 y 7 de
septiembre. Y algunos unionistas se empeñan en ignorar que el 'statu
quo' actual ya no es aceptable para más de la mitad de los catalanes.
Ni por un instante han creído los dirigentes soberanistas (quizá con la excepción del pobre Puigdemont) que la república catalana pudiera ser una realidad viable a corto plazo. El objetivo del 'procés' no es culminar con una victoria que se sabe imposible, sino precisamente no terminar nunca.
Lo que se busca es un 'procés' eterno. Salvando todas las distancias (sobre todo, la ausencia de terrorismo), Cataluña se encamina a una suerte de ulsterización política: un conflicto permanente, una herida abierta a la que no se permite cicatrizar, un marasmo institucional en el que las fronteras de lo legal queden emborronadas, un bucle coercitivo que alimente el irredentismo. Que nadie espere que tras la tempestad venga la calma: la política española está condenada a vivir condicionada por el conflicto catalán durante mucho tiempo, y eso va a lastrar decisivamente no solo la convivencia sino el progreso.
Por lo que se refiere a la jornada de mañana, muy pronto sabremos si estamos ante un simulacro de votación al que los convocantes puedan agarrarse o ante un enorme conflicto de orden público. O una mezcla de ambas cosas. Contando con una votación masiva en los pueblos del interior, el Govern apuesta todas sus fichas a que TV3 pueda ofrecer a primera hora de la mañana imágenes de colegios electorales abiertos y repletos de gente en Barcelona y en las capitales. Y sobre todo, la imagen soñada de Puigdemont, Junqueras, Forcadell y Colau depositando su papeleta, felices y sonrientes, ante una nube de cámaras del mundo entero. Si consiguen eso, lo que suceda el resto del día será irrelevante, y de nada servirán los pataleos del Gobierno tratando de demostrar que “esto no es un referéndum”. Como en las huelgas generales, el veredicto estará establecido en el primer asalto.
Si consiguen eso, la autoridad del Estado español habrá quedado irreversiblemente dañada, y ninguna posterior sentencia condenatoria de los tribunales podrá remendar el roto. No hay nada más delicado para un Estado que un desafío abierto a su poder de hecho. Cualquiera que sea el contenido de la batalla, la derrota operativa del Estado es un fin revolucionario en sí mismo. Por eso todas las fuerzas populistas y subversivas del mundo concitan hoy sus esperanzas en esas primeras horas del domingo en Barcelona.
El problema es que este Estado democrático, que se ha pertrechado para responder con eficacia a las agresiones externas (por ejemplo, el terrorismo), no está preparado para hacer frente a una sublevación nacida en su propio seno y que utiliza para destruirlo los instrumentos institucionales que el propio Estado le ha suministrado. Rajoy ha albergado siempre la convicción de que en algún momento los secesionistas darían un paso atrás, y así ha llegado hasta el día de hoy. No lo han dado ni lo darán, y esa constatación le está produciendo más perplejidad que efectividad. Si todos tenemos la sensación de que los independentistas han ido siempre un paso por delante, ¿por qué hemos de confiar en que mañana será distinto?
La diferencia entre un nacional y un nacionalista es que el primero siente que pertenece a un país y el segundo cree que el país le pertenece. Cuando este decide esgrimir su supuesto título de propiedad, ha llegado la hora de la resistencia. En eso queda esta triste jornada de irreflexión.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
La pregunta más repetida en estas tensas horas previas a la colisión es ¿qué pasará mañana? El simple enunciado de la pregunta, con toda la carga de incertidumbre que contiene, ya encierra un presagio ominoso. Porque la única respuesta honesta es: nada bueno. No hay forma de que mañana haya una buena noticia procedente de Cataluña. Ni para unos, ni para otros. Démonos por satisfechos si se logra que el día concluya sin desgracias mayores. Por lo demás, al final de la jornada todos tendremos mucho que lamentar y nada que celebrar.
Les prometieron un referéndum y les servirán, en el mejor de los casos, una chapuza impresentable: votar con un censo robado
El referéndum como tal será un fracaso. Algún día los ciudadanos catalanes que creyeron de buena fe el discurso plagado de embustes de los dirigentes independentistas se volverán contra ellos por este engaño consciente, masivo e insensato. Les prometieron un referéndum y les servirán, en el mejor de los casos, una chapuza impresentable: votar con un censo robado, echando papeletas de pega en envases de plástico con ranura para un recuento amañado. Les aseguraron la independencia en 18 meses y todo lo que harán será escenificar una charlotada llamada DUI, tras la cual Junqueras volverá a llamar a Montoro para preguntar por sus dineros.
Con sucedáneo de votación o sin ella, con posterior declaración de independencia o sin ella, la próxima semana Cataluña seguirá formando parte de España. Y el próximo mes, y el próximo año. Pero estará más lejos de España que nunca, y más partida por dentro que nunca. Como estará más alejada la posibilidad de encontrar una salida cooperativa al encaje constitucional de Cataluña. Y por el camino, las instituciones del autogobierno habrán devenido inservibles. En algo coinciden desde hace años los ultras del nacionalismo español y los del nacionalismo catalán, separadores y separatistas, 'fachas' y 'rufianes': en querer acabar a toda costa con la autonomía de Cataluña. Pues bien, ya lo han conseguido, enhoramala.
La Generalitat mantiene en la sombra los detalles operativos a 48 horas del referéndum
Ni por un instante han creído los dirigentes soberanistas (quizá con la excepción del pobre Puigdemont) que la república catalana pudiera ser una realidad viable a corto plazo. El objetivo del 'procés' no es culminar con una victoria que se sabe imposible, sino precisamente no terminar nunca.
Lo que se busca es un 'procés' eterno. Salvando todas las distancias (sobre todo, la ausencia de terrorismo), Cataluña se encamina a una suerte de ulsterización política: un conflicto permanente, una herida abierta a la que no se permite cicatrizar, un marasmo institucional en el que las fronteras de lo legal queden emborronadas, un bucle coercitivo que alimente el irredentismo. Que nadie espere que tras la tempestad venga la calma: la política española está condenada a vivir condicionada por el conflicto catalán durante mucho tiempo, y eso va a lastrar decisivamente no solo la convivencia sino el progreso.
La política española está condenada a vivir condicionada por el conflicto catalán durante mucho tiempo
Por lo que se refiere a la jornada de mañana, muy pronto sabremos si estamos ante un simulacro de votación al que los convocantes puedan agarrarse o ante un enorme conflicto de orden público. O una mezcla de ambas cosas. Contando con una votación masiva en los pueblos del interior, el Govern apuesta todas sus fichas a que TV3 pueda ofrecer a primera hora de la mañana imágenes de colegios electorales abiertos y repletos de gente en Barcelona y en las capitales. Y sobre todo, la imagen soñada de Puigdemont, Junqueras, Forcadell y Colau depositando su papeleta, felices y sonrientes, ante una nube de cámaras del mundo entero. Si consiguen eso, lo que suceda el resto del día será irrelevante, y de nada servirán los pataleos del Gobierno tratando de demostrar que “esto no es un referéndum”. Como en las huelgas generales, el veredicto estará establecido en el primer asalto.
Si consiguen eso, la autoridad del Estado español habrá quedado irreversiblemente dañada, y ninguna posterior sentencia condenatoria de los tribunales podrá remendar el roto. No hay nada más delicado para un Estado que un desafío abierto a su poder de hecho. Cualquiera que sea el contenido de la batalla, la derrota operativa del Estado es un fin revolucionario en sí mismo. Por eso todas las fuerzas populistas y subversivas del mundo concitan hoy sus esperanzas en esas primeras horas del domingo en Barcelona.
La diferencia entre un nacional y un nacionalista es que el primero siente que pertenece a un país y el segundo cree que el país le pertenece
El problema es que este Estado democrático, que se ha pertrechado para responder con eficacia a las agresiones externas (por ejemplo, el terrorismo), no está preparado para hacer frente a una sublevación nacida en su propio seno y que utiliza para destruirlo los instrumentos institucionales que el propio Estado le ha suministrado. Rajoy ha albergado siempre la convicción de que en algún momento los secesionistas darían un paso atrás, y así ha llegado hasta el día de hoy. No lo han dado ni lo darán, y esa constatación le está produciendo más perplejidad que efectividad. Si todos tenemos la sensación de que los independentistas han ido siempre un paso por delante, ¿por qué hemos de confiar en que mañana será distinto?
La diferencia entre un nacional y un nacionalista es que el primero siente que pertenece a un país y el segundo cree que el país le pertenece. Cuando este decide esgrimir su supuesto título de propiedad, ha llegado la hora de la resistencia. En eso queda esta triste jornada de irreflexión.
IGNACIO VARELA Vía EL CONFIDENCIAL
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