Nadie contempla seriamente la posibilidad de que tras el 1 de octubre de 2017 se vaya a proclamar la república independiente de Cataluña. Más aún tras la suspensión del Tribunal Constitucional
Un hombre se manifiesta a favor del referéndum. (Reuters)
Desde que existe el nacionalismo catalán, tal y como se forjó como un producto tardío del Romanticismo, esta es la primera vez que reclama la separación de España. Nos vendrá bien hacer memoria si queremos apostar con conocimiento de causa sobre el desenlace de su desafío al Estado, a la Democracia, a las leyes nacionales, al derecho internacional, a más de la mitad de los catalanes y al sentido común.
Pero también a la propia historia del nacionalismo y su misión en la vida, la de reconocerse en una Cataluña diferenciada del resto de España, a la que siempre perteneció como una parte del viejo reino de Aragón. Y, ojo, digo “diferenciada”, no “desconectada”, como veremos enseguida.
El antidemocrático golpe perpetrado esta semana por el Govern y sus costaleros parlamentarios, en una operación chapucera e incompatible con los usos y costumbres democráticos, es en realidad el primer intento de proclamar la independencia de Cataluña desde que la Constitución de Cadiz (1812) unificase en toda España los códigos de la Monarquía borbónica, ya impregnados en el espíritu de la Revolución Francesa
La firme respuesta del Estado, en su derecho a la legítima defensa, va a desactivar el desafío. Nadie contempla seriamente la posibilidad de que tras el 1 de octubre de 2017 (convocatoria de referéndum suspendida por el Tribunal Constitucional) se vaya a proclamar la república independiente de Cataluña. Así que va camino de convertirse en un frustrado intento de reconocerse como unidad de destino en lo universal.
Es el primer intento por la independencia desde que la Constitución de Cadiz (1812) unificase en toda España los códigos de la Monarquía borbónica
En este punto, cuando las espadas aún están en alto, conviene saber cómo terminaron los dos intentos precedentes de diferenciarse -que no separase, insisto- del resto de España:
Uno en 1931, cuando un ya anciano ex teniente coronel del Ejército español, Francesc Maciá, dirigente y diputado de la recién creada Esquerra Republicana de Cataluña, el actual partido de Junqueras y Tardá, proclamó el “Estado catalán” y en el mismo fogonazo verbal invitó cordialmente a los otros pueblos ibéricos a asociarse con Cataluña en una Federación Ibérica. O sea, nada de independencia ni desconexión respecto a la vieja España.
El Estado catalán de Companys se integraba en una República Federal Española, lejos del proyecto que ahora reclama el nacionalismo gobernante
Y otro en 1934, cuando al caer la tarde del 6 de octubre el entonces presidente de la Generalitat, Lluis Companys, ante los micrófonos de la radio y una enorme multitud congregada en la plaza de San Jaime, también proclamó el Estado catalán. Pero tampoco eso era la independencia que ahora reclama el nacionalismo gobernante, pues a renglón seguido iba su histórico “dentro de la República Federal Española”.
Lo de 1931 terminó con un pacto, tras el apresurado viaje a Barcelona de tres ministros del mismo Gobierno provisional republicano (De los Ríos, Domingo y D’Olwer) que luego convirtió al impaciente Maciá (acababa de entrar en la historia nuestro 14 de abril) en el primer presidente de la Generalitat de la era moderna. Nada que ver ya con la vieja institución medieval.
Lo de 1934 no terminó tan bien. Hubo apelaciones a la violencia en el bando catalanista. Por aquel entonces los 'escamots' de ERC (camisas verdes), de tendencias fascistas, se paseaban en formación militar y reconocían como su jefe al entonces consejero de Orden Público de la Generalitat, José Dencás.
A Batet se le instó desde Madrid a aplastar inmediatamente la resistencia del Govern, que se había atrincherado con cien mossos en el Palau
Se impuso la violencia legal, la del Estado, ejercida por el muy democrático régimen republicano. Con la acreditada moderación del general Batet, “por ahorrar vidas”. Eso dijo cuando desde Madrid se le instó a aplastar inmediatamente la resistencia del Govern, que se había atrincherado con cien mossos en el Palau. Batet esperó a la mañana del día 7 para utilizar la fuerza militar de manera “firme” pero “proporcionada”. No hizo falta, porque a las cinco de la madrugada el presidente Companys pactó una rendición digna con el Gobierno central. Hubo muertos, pero en escaramuzas callejeras durante la noche del 6 al 7 de octubre.
Finalmente, conviene saber que Companys y su Gobierno acabaron en la cárcel, procesados por rebelión contra la autoridad “debidamente constituida”. Y conviene recordar también que la Segunda República no era precisamente un régimen opresor, autoritario o fascista.
ANTONIO CASADO Vía EL CONFIDENCIAL
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