Banderas de España y Cataluña decoran parte de la bancada vacía de la
oposición en el Parlament, que abandonó ayer el pleno antes de la
votación de la Ley del Referéndum. /SANTI COGOLLUDO
Desde 2012 hice ver, sin éxito, que los planes secesionistas estaban trazados y que había que cambiar sus vías por una común, o en todo caso por las nuestras propias basadas en la legalidad democrática. Que había que evitar que arraigase en Cataluña un poder soberano efectivo que, primero, ocupase el espacio del Estado y, ahora, se rebele frente al del Estado, tal como ha ido sedimentándose en Cataluña. Tiene gracia que hasta el 5 de septiembre del 2017 no se haya exigido el dinero público gastado en el ilegal referéndum del 9-N. Si entonces se hubiera hecho cumplir la ley, no se habría dado alas a los secesionistas.
Hace años los secesionistas trazaron su ruta de hechos consumados inspirados en una lectura tergiversada de Dictamen sobre Kosovo. En julio pasado, el Gobierno catalán justificaba de forma mentirosa, y no sólo ignorante, su convocatoria de referéndum en los Pactos de Naciones Unidas y sentencias inventadas. Sólo es invocable el Dictamen de Kosovo de 2010 de la Corte Internacional de Justicia y responde a una situación concreta, cuando particulares albanokosovares proclamaron la independencia rompiendo la integridad territorial de su Estado (Serbia). Dijo que «de hecho, es enteramente posible que un acto en particular, como una declaración unilateral de independencia, no infrinja el derecho internacional sin que necesariamente constituya el ejercicio de un derecho que éste le confiere». Es decir, salir al balcón y proclamar la independencia no es un crimen internacional, pero no supone en modo alguno que esas personas o instituciones ejerzan un derecho que no les reconoce el Derecho Internacional a constituir Estados. Importante sutileza jurídica.
Otra grosera mentira es la doble nacionalidad tras la independencia. Sólo será posible si hay tratado de doble nacionalidad. O quieren aplicar un Convenio de sucesión de Estados de 1983 que no está en vigor, ni España lo ha suscrito. O que se quedan en la UE. Mentiras.
La estrategia del Gobierno (y de la oposición) de dejar que se cuezan en su propia salsa (no hacer nada) puede ser nefasta. El fanatismo de los dirigentes secesionistas y de sus equipos propagandísticos neonazis ha calado en una amplia minoría de la sociedad catalana -edificada sobre el viejo y agresivo anarquismo catalán- sin que se haya contrarrestado por los partidos democráticos.
Los supremacistas -los independentistas- han ocupado el espacio público colectivo y dejado fuera del juego al Estado, con la ayuda impagable de un modelo autonómico mal diseñado y peor aplicado por políticos y jueces. Tony Judt, en su memorable obra Posguerra: una historia de Europa desde 1945, ya decía que Cataluña era un Estado de facto. Han ido desplazando al Estado; a las leyes de Cortes, a las normas de competencia estatal; han dejado de aplicar sentencias importantes sin que pasara nada. La Corte de La Haya y el Derecho Internacional confirman que un Estado es producto de hechos. Se basa en la efectividad: desplegar poder con exclusividad. Y en Cataluña, los independentistas pretenden desplazar al Estado de modo que sea irreversible.
Tampoco se ha reaccionado frente a sus mentiras, incluso en la utilización miserable del atentado de Barcelona, que quizá pudo ser evitado o minimizado si los Mossos hubieran hecho caso a la CIA y a los poderes públicos españoles (a la jueza de Amposta y a la Guardia Civil, que lo intuyeron). España no debió dejarse eclipsar por las mentiras trumpianas del Gobierno catalán.
Pero no nos engañemos; la efectividad del Estado de facto se ha labrado en buena parte en las escuelas y en los medios públicos de comunicación catalanes, sin que se haya combatido legalmente el pensamiento único impuesto en Cataluña. A la radio y televisión públicas estatales se les exige neutralidad, pluralidad y objetividad informativa por la sociedad y las leyes; y la cumplen con nota. Ningún poder público español ni la sociedad les han hecho cumplir con ese pilar de la democracia que es la información veraz, plural e imparcial.
El Estado abandonó a la sociedad catalana, al menos a la mitad del pueblo catalán que desea fervientemente la protección de España. Y lo que es desesperante y desesperanzador es que España está indefensa. El Estado democrático de la Constitución de 1978 está desnudo. El Gobierno y la oposición no encuentran precepto para defender la soberanía nacional y la integridad de España. Los hay. Pero estiman que la secesión de un territorio, a punto de consumarse, no es tan grave como para hacer aplicar los mecanismos coercitivos de la Constitución y de las leyes que emanan de los representantes del pueblo español. No me recuerden esa letanía de que la culpa es del que viola le ley; o de los terroristas, o de los golpistas. Hay otra culpa no menor, la del poder público que no previene e impide el delito. La culpa es del que se niega a hacer cumplir la Constitución y las leyes democráticas.
Un viejo aforismo del Derecho romano, de gran importancia en el Derecho internacional, dice que «quien pudo y debió actuar, y no lo hizo, consiente», legitima al oponente, le crea expectativas sobre las consecuencias de sus propios actos. Es una lástima que el asunto de la efectividad no estuviera en el temario para abogado del Estado ni para registrador de la propiedad. Sorprende que un Estado y una Nación tan digna como España, que no rindió su integridad ante 800 asesinatos de ETA, haya permitido, de forma gratuita, el afianzamiento sibilino del secesionismo catalán.
El Gobierno ahora está obsesionado en que no se celebre el referéndum. Lo entiendo; aunque no haya referéndum, ¿no habrá independencia? Esta pregunta ya me la hice en 2012. Algo grave sucede cuando un Estado democrático no puede atajar a tiempo el ataque a su integridad y soberanía. Hay muchos motivos para debatir la futura reforma constitucional. Necesitamos que los catalanes puedan decidir con el resto de España un nuevo proyecto nacional atractivo para la gran mayoría.
ARACELI MANGAS* Vía EL MUNDO 7-9-2017
- Araceli Mangas es catedrática de Dcho. Internacional Público y académica de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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