El autor aboga por sentar las bases de un nuevo sistema democrático en España que permita superar los errores de la Transición.
La partida ha terminado. Suceda lo que suceda de
aquí al 1-O, nada ni nadie podrá reconstruir la legalidad ni la
situación política tal y como la hemos conocido hasta este momento.
El hecho político de la derogación del Estatuto y la
Constitución por el Parlamento de Cataluña supone un punto final a
nuestro sistema institucional. Esta es la única certeza que tenemos ante
un futuro plagado de incertidumbres. Ese inevitable 2 de octubre en el
que nuestros políticos quieren ya situarnos. Se mire como se mire, se ha cruzado el Rubicón de un final de régimen.
Hace unos días, José Manuel García-Margallo exculpaba
a la clase política y a nuestro sistema institucional de lo sucedido en
Cataluña y esparcía la responsabilidad sobre el conjunto de los
españoles: “La situación en Cataluña se explica por el silencio de los
españoles”, sentenciaba categórico el ex ministro de Asuntos Exteriores
de Rajoy. Sin embargo, todo apunta a que ha sido justo al revés: mucha
responsabilidad política y falta de fortaleza institucional. Acudiendo a
la raíz de los hechos quizá se puede entender lo ocurrido. Aunque estos
acontecimientos ocurrieran hace ahora, justamente, 40 años.
Se nos dijo que los objetivos de la Transición eran más amplios que la lógica de organizar una democracia formal
El error original está en el carácter transicional del régimen político surgido en España tras la muerte del general Franco.
La naturaleza transitoria con la que se definió, desde su origen
nuestro sistema marcó su devenir. En pura lógica “la Transición” tendría
que haberse reducido al breve periodo entre la muerte del dictador y la
aprobación de una nueva Constitución. Sin embargo, en España lo
transitorio se convirtió en el propio régimen en sí.
Con esta denominación se conoció nuestro sistema
tanto dentro como fuera de nuestras fronteras: “el régimen de la
Transición”. Pero, ¿transición hacia dónde?, ¿cambio hacia qué
dirección?, ¿por qué hacer permanente lo que tenía que ser temporal? Toda transformación política siempre tiene un término. Pero ¿cuál era el desenlace que se buscaba en el caso español?
Se nos vendió que el destino final era la
democracia. Pero no una democracia cualquiera, lo nuestro tenía que ser
un sistema de libertades especial. Una democracia avanzada, nos
insistían. Por eso la Transición no concluyó con la aprobación de la Constitución.
Se nos dio una explicación de lo más plausible: los objetivos de la
Transición eran más amplios que la lógica de organizar una democracia
formal.
El 'prodigioso' cambio de régimen desde una dictadura a una democracia ocultó varios engaños en su singladura
El milagro de la Transición (así también se denominó) consistía en superar nuestras discordias civiles y, lo más difícil todavía, conseguir la integración definitiva de los nacionalistas en el nuevo régimen constitucional.
Para ello habría que aceptar la premisa de que el trayecto quizá no
acabara nunca. Una Transición interminable. Una especie de viaje a una
Ítaca mítica que no se alcanzase jamás. Porque el trayecto, el régimen
de la Transición, era lo importante.
Así se nos llenó la cabeza de palabras mágicas que
no significaban nada. Por ejemplo: había que “profundizar en la
democracia para salvar nuestra convivencia”, como si organizar los
poderes del Estado fuera una arriesgadísima excavación hacia un tesoro
inalcanzable. O también, como ejemplo, esta consigna que a la larga ha
sido de las más dañinas: había que “diseñar el proceso
autonómico de tal manera que los nacionalistas se sintieran cómodos
dentro del Estado”. Para conseguir lo anterior se dejó la Constitución voluntariamente abierta, como si la organización territorial de un Estado pudiera depender del devenir partidista futuro.
Si analizamos lo prometido hace 40 años y lo
conseguido finalmente, podemos constatar que la estación de destino no
ha sido la esperada. Y es que el prodigioso cambio de régimen desde una dictadura a una democracia ocultó varios engaños en su singladura. El principal de ellos, la ausencia de libertad constituyente en el proceso.
Las Cortes del 77 no fueron Constituyentes. Fue un poder constituido que se declaró a sí mismo constituyente
Lo viene denunciando desde 1976 el pensador republicano Antonio García Trevijano.
Es constituyente la libertad colectiva que decide en referéndum, y no
en plebiscito, la forma de Estado (Monarquía o República); la forma de
Gobierno (parlamentaria, presidencialista o partitocrática…); la forma
de organización territorial (autonómica, federal, unitaria…); el sistema
electoral (mayoritario, proporcional puro o corregido...). En
definitiva: la existencia de libertad constituyente determina el momento
fundacional de la libertad política. Sin una no existe la otra. Y con
la ausencia de las dos no podemos hablar de una verdadera democracia.
Y es aquí donde está el error matriz de nuestro sistema político. La Constitución de 1978 ya estaba precocinada de antemano.
La forma de Estado ya venía decida: la monarquía. La forma de Gobierno
ya estaba regulada desde la Ley para la Reforma Política de 1976:
parlamentaria. La organización territorial (clave en esta crisis),
estaba decidida por Decreto Ley antes de aprobarse la Constitución:
tenía que ser autonómica. El sistema electoral, proporcional corregido,
ya vino invocado desde la Ley para la Reforma Política de 1976 y sellado
por el Decreto Ley de marzo de 1977 que reguló primero las elecciones
de junio de 1977 e inspiró después nuestra vigente Ley Electoral. Todo
estaba ya decidido. Por eso las Cortes del 77 no fueron nunca, ni en la
forma ni en el fondo, Cortes Constituyentes. Fue un poder constituido
que se declaró a sí mismo constituyente.
Es por eso que los nacionalistas tienen
razón cuando invocan que el reconocimiento autonómico por parte del
Estado es anterior a la Constitución. Así la Generalitat, con
carácter provisional, fue legalizada en septiembre de 1977 y el Consejo
General Vasco fue aprobado por Decreto Ley en mayo de 1978, mucho antes
de que, en diciembre del 78, los españoles refrendáramos el sistema
autonómico establecido en la Constitución.
La famosa Ley de Transitoriedad desprecia olímpicamente el concepto básico de 'libertad constituyente'
Dejar el proceso autonómico abierto fue otra grave equivocación de nuestra norma suprema. Error que se acrecentó al aceptar como parlamentaria nuestra forma de Gobierno, con una ley electoral proporcional
(donde el presidente del Ejecutivo ha requerido para ser elegido, en
muchas ocasiones, de una mayoría parlamentaria de difícil consecución
debido a un sistema D'hondt y a la circunscripción provincial de nuestro
sistema).
Este encaje entre una forma de Gobierno
parlamentaria y una organización territorial (Estado de las Autonomías)
no cerrada -todo el Título VIII de la Constitución es una estructura
institucional al descubierto-, con apaños ad infinitum permitidos por los artículos 148, 149 y 150 de nuestra norma máxima, ha conseguido todo y más para las pretensiones nacionalistas. Eso sí, previo pago de investiduras de Gobierno y estabilidades políticas que duraban lo que un ejercicio presupuestario.
No sorprende, por tanto, que estos nocivos hábitos constitucionales -todo lo malo se copia- hayan sido calcados en espíritu y letra por los separatistas en su apuesta hacia la independencia.
La famosa Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República
Catalana, recientemente aprobada por el Parlament, desprecia
olímpicamente el concepto básico de “libertad constituyente”. Requisito
imprescindible para aprobar una Constitución democrática.
Llama la atención que sean los partidos constitucionalistas los que se nieguen a aplicar la Constitución
En la Catalunya de los separatistas, al igual que
ocurrió en la España de 1977, todo está ya decido de antemano: la forma
de Estado, Republicana; la forma de Gobierno, parlamentaria; la ley
electoral, proporcional; el poder judicial sometido a la partitocracia…
Lo mismo que ocurrió en nuestra sacrosanta Transición: un poder constituido que elabora el menú obligatorio a un parlamento que ya nunca podrá ser constituyente. De ahí que no haya extrañado tampoco el nombre elegido por los secesionistas para su aventura: Ley de Transitoriedad.
Por eso llama la atención, ante la violación de la
legalidad cometida por los separatistas, que sean los llamados partidos
constitucionalistas los que se nieguen a aplicar la Constitución que
tanto defienden. Pocas situaciones tan claras de desobediencia y
atentado a los intereses colectivos que la encabezada actualmente por el
president de la Generalitat Carles Puigdemont y otros.
Ante esta situación, la aplicación del artículo 155
de la Constitución es indiscutible. Pues no, los partidos
constitucionalistas (todos: PP, PSOE, Cs) no quieren aplicar este
precepto. Se declaran los más constitucionalistas pero ahora quieren
reformar la Constitución. Eso sí, después del 1 de octubre y, como
siempre, a favor de los separatistas. Ahí tenemos el reciente anuncio
realizado por Mariano Rajoy en la sesión de control al
Ejecutivo. Es aquí, en este nuevo tablero de la reforma constitucional,
donde se va a jugar en pocas fechas el futuro de nuestra patria.
Se va a querer aplicar idéntico bálsamo de fierabrás que hace cuatro décadas: más izquierda y más separatismo
Como uno va conociendo a sus clásicos, no es
difícil pronosticar que se va a querer aplicar idéntico bálsamo de
fierabrás que hace cuatro décadas: más izquierda y más separatismo.
Aunque la anuncie Mariano Rajoy y se sume a ella Albert Rivera
la futura reforma constitucional está liderada por el PSOE y tutelada
de cerca por Podemos y los nacionalistas. Ahí está la carta dirigida al
rey por la banda de los cuatro: Puigdemnot, Junqueras, Forcadell y Colau,
instando al monarca a pactar un referéndum legal. Ahí están los
aspectos claves de la futura reforma que por anunciados ya no sorprenden
a nadie. Se trata de introducir los conceptos de “nación de naciones”,
“estado plurinacional” y “derecho a decidir” (referéndum de
autodeterminación con todas las garantías). Todo dentro de la legalidad,
como le gusta repetir a Mariano Rajoy. Estas propuestas, ya lanzadas
por Pedro Sánchez y recogidas por Rajoy, las veremos reiteradas de aquí en adelante.
Y es en este escenario donde los nuevos aprendices
de brujos van a intentar encontrar solución a otro de los problemas de
la política española: la necesidad de legitimidad del actual monarca.
Algunos ya anticipamos, y el tiempo nos ha dado la razón, que Felipe VI
no podía heredar un régimen tan personalista como el que había creado
su padre: el juancarlismo. El juancarlismo era un pacto de poder entre
los herederos del franquismo (con el rey Juan Carlos a
la cabeza) con la izquierda (PSOE y PCE) y los nacionalistas. Eso es lo
que ha saltado por los aires en este momento político.
Por eso, en esta
reforma constitucional que nos van a intentar vender al pueblo español
como solución a todos nuestros males, piensan contar con el
abanderamiento del rey Felipe VI. Piensan repetir la fórmula del 77 y
conseguir para el monarca una oportunidad de legitimación.
Dadas las circunstancias, refundar un nuevo consenso constitucional va a resultar mucho más difícil de lo que ellos piensan.
Los separatistas y los comunistas de Podemos van a poner el listón muy
alto. Además, las cesiones señaladas (España nación de naciones y
derecho a decidir) son rechazadas mayoritariamente por el pueblo
español. Se va a necesitar mucha ingeniería social para cambiar el
sentir de la opinión pública. Instrumentos tienen para ello: la mayoría
de los medios de comunicación y la ausencia de principios en nuestra
clase política. No habría, por tanto, que descartar ningún escenario
futuro por estrambótico que pareciera.
La solución pasa por dar voz y decisión al pueblo español y que los políticos queden determinados por esa decisión
¿No existe otra alternativa? ¿No hay otra
posibilidad? Claro que sí, aunque sea también difícil y cueste mucho
aceptarla. Como señaló Virgilio “la fortuna favorece a
los audaces”, y precisamente audacia y fortuna es lo que requiere la
crisis que padecemos. En mi opinión, la única solución para dar
estabilidad y duración a un régimen democrático en España sería hacer
todo lo contrario de lo que se hizo en 1977. Esto es, consistiría en no pactar y en
iniciar un proceso de “Libertad Constituyente” donde los españoles
podamos decidir libre y democráticamente sobre qué queremos para nuestro
país: monarquía o república; parlamentarismo o presidencialismo;
autonomías, federalismo o Estado descentralizado; representación
política o sistema partitocrático; sistema electoral mayoritario y
estable o sistema proporcional e inseguro como hemos tenido hasta el
momento; Poder Judicial independiente o sometido a la partitocracia como
el actual.
No sería tan complicado. Consistiría en dar voz y
decisión al pueblo español en su conjunto y que los políticos estuvieran
determinados por esta decisión. Todo lo contrario del programa que Rajoy y Pedro Sánchez quieren liderar a partir del 2 de octubre. El tocomocho de un nuevo 77, 40 años después. Una vieja Transición ya descarrilada.
“Libertad Constituyente” es la única solución para alcanzar la democracia y mantener la unidad de nuestro país. Un verdadero derecho a decidir.
Un auténtico proceso constituyente. Y no lo que lleva sucediendo desde
hace tanto tiempo en España y hoy se ha transmutado a su criatura del
siglo XXI: la farsa separatista catalana.
JAVIER CASTRO-VILLACAÑAS*** Vía EL ESPAÑOL
*** Javier Castro-Villacañas es abogado y autor del libro 'El fracaso de la monarquía' (Planeta, 2013).
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