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domingo, 3 de septiembre de 2017

EL FRACASO DEL NACIONALISMO CATALÁN

El nacionalismo castellano, el vasco y el catalán han intentado sucesivamente imponer sus identidades y excluir a los disidentes. Su fracaso, víctima de sus excesos, permite vislumbrar una España abierta a la vez que plural

 /Eva Vázquez

Los españoles han sufrido tres nacionalismos. Dos de ellos, el castellano y el vasco, ya han fracasado. El tercero, el catalán, lo está haciendo a la vista de todos. A pesar de que sus portadores consideren sus diferencias irreconciliables, lo cierto es que los tres han cometido errores y excesos muy similares: aupados en relatos históricos artificiales o deformados, en manos de sus elementos más fanatizados, ante la inexistencia de frenos eficaces en la sociedad civil y valiéndose de la instrumentalización de las instituciones en apoyo de sus fines, han construido proyectos supremacistas basados en una pretendida superioridad cultural y moral. El resultado ha sido intolerancia con la diversidad, acoso a la pluralidad, exclusión de los diferentes y, en distintos grados, coacción y violencia contra los disidentes.

 

El primero es un viejo conocido. El nacional-catolicismo, convertido en ideología oficial del franquismo, intentó la asimilación cultural, lingüística e ideológica de los españoles. Para ello se valió de un relato histórico-imperial sobre la grandeza de la nación; de una identidad primordial, la castellana, que asimiló a la española, expulsando a otras posibles identificaciones; unas instituciones políticas y culturales autoritarias y represivas; y de una lengua, el castellano, que intentó imponer como única. En su apogeo, suprimió las instituciones históricas de vascos y catalanes, prohibió y persiguió sus lenguas y consideró como inferiores a los que ostentaban otras identidades.
Por fortuna, el empeño de construir España desde el nacionalismo castellano fracasó. Y aunque los rescoldos de ese nacionalismo se aviven ocasionalmente y se hagan sentir en la negación que la extrema derecha y sus seguidores mediáticos hacen de la pluralidad de lenguas e identificaciones que constituye España, la mayoría de los castellanoparlantes parecen estar vacunados contra el nacional-catolicismo, han abrazado la nación política democrática y descentralizada consagrada en la Constitución del 78 y sustituido o diluido el etnicismo castellano por un sano europeísmo con el cual también se sienten identificados tanto política como culturalmente.
El franquismo vacunó a los españoles contra el nacional-catolicismo y europeizó su identidad
El segundo de los nacionalismos españoles, el vasco, también se encuentra en fase de sano repliegue. Aunque su demanda de recuperación de los derechos, instituciones, autogobierno y lengua suprimidos por el franquismo estaba más que legitimada histórica, cultural y políticamente, el nacionalismo vasco fue usurpado por la confluencia de dos fuerzas que lo hicieron degenerar hasta convertirlo en una ideología excluyente y chovinista. Por un lado, su legitimidad se vio erosionada por el supremacismo racista subyacente en los postulados de Sabino Arana, del que emanaba un desprecio hacia los otros pueblos de España y un complejo de superioridad moral y cultural que en poco se diferenciaba del nacional-catolicismo franquista. Por otro, y de forma más grave, el nacionalismo vasco quedó tocado moralmente por la justificación del terrorismo que la izquierda abertzale derivó de la fusión de nacionalismo y marxismo-leninismo revolucionario. Convertido en un pretendido movimiento de liberación nacional que se valía de la violencia terrorista y el asesinato político, esa degeneración nacionalista, por suerte superada hoy, logró la cruel paradoja de convertir esa versión extrema del nacionalismo vasco en una amenaza para la democracia, vida y libertades de los españoles. De ahí el repliegue hacia posiciones que, hoy, sin renunciar a la independencia como objetivo político, rechazan la violencia como medio para la consecución de un Estado vasco y aceptan el método democrático como única fuente legitimadora de la acción política.
Nuestro tercer nacionalismo español, el catalán, tampoco es ajeno a esta dinámica de auge y caída. Forjado sobre un relato histórico que ensalza la trayectoria de un pueblo noble y sabio a la vez que trabajador y honrado, dotado de una supuesta tradición democrática anclada en el medioevo pero suprimida a sangre y fuego, y amante de la libertad y el autogobierno, el nacionalismo catalán ha estado a punto de construir el nacionalismo perfecto. Y no solo por razones sentimentales, sino de eficacia: el éxito económico catalán se ha sumado a la generosa y ejemplar labor de integración cultural y lingüística de los inmigrantes, que lejos de diluir la identidad catalana la ha reforzado. Pocas identidades nacionales han sido tan abiertas e incluyentes y a la vez tan exitosas a la hora de construir un modelo de integración.
El secesionismo catalán ha caído en la tentación del supremacismo moral y cultural
Ese éxito sin paliativos ha desencadenado una tentación ruinosa: la de, víctima de la soberbia, jugarse la convivencia y el éxito económico para dotarse de un Estado propio sobre el que construir, por fin, una nación política. Y ahí es donde el nacionalismo catalán se ha resquebrajado. Como ocurrió con los otros dos nacionalismos, algunos han concluido que el fin superior de culminar el proyecto nacional justificaba retorcer los medios para lograrlo. Y pertrechados de la certeza de la superioridad moral de su causa están destruyendo o dispuestos a destruir todo lo bueno y sano que ese nacionalismo había alumbrado, poniendo en entredicho una convivencia ejemplar, sembrando la división entre catalanes buenos y malos y de primera y de segunda, instrumentalizando las instituciones, convirtiendo la lengua de todos en una lengua nacional, subvirtiendo la pluralidad de los medios públicos y aceptando como natural un discurso supremacista de tintes etnicistas y racistas (los españoles, vagos, atrasados y fascistas, nos roban y oprimen).
Pareciera que del ruido y furia del desafío secesionista se dedujera la inminencia del triunfo de su proyecto. Pero el fracaso del nacionalismo catalán es ya evidente. Igual que sus predecesores castellano y vasco, se han situado en una coyuntura en la que el deseo de culminar el proyecto nacional con un Estado propio lleva a anteponer independencia a democracia y pensar que el fin, moralmente superior, justifica medios ilegales y antidemocráticos. Como los otros nacionalismos, ni vencerá ni convencerá. Y una vez constate su fracaso, se replegará —esperemos— hacia posiciones compatibles con la democracia y la convivencia.
Concluyamos con optimismo que este triple fracaso, forjado sobre los excesos de cada nacionalismo, es una buena noticia, ya que permite vislumbrar la resolución de un problema histórico —la pugna entre diferentes proyectos nacionales dentro del país— y la consecución, por fin, de una nación política plenamente compatible con la diversidad de identidades. Quizá no hayamos caído en la posibilidad de que el triunfo del proyecto de construir una España plural en la que quepamos todos con nuestras identidades, lenguas y tradiciones culturales requiera del fracaso sucesivo de los tres nacionalismos españoles. Una España resultado de la domesticación de tres nacionalismos seguramente será más habitable que la que hemos conocido históricamente, incluso puede que refleje de forma más sincera y verdadera la auténtica identidad de España como un país plural. Demos pues la bienvenida a nuestros amigos al grupo de los nacionalismos fracasados. Si la Europa comunitaria se ha creado sobre el fracaso de sus nacionalismos, ¿por qué España no?.

                                                             JOSÉ IGNACIO TORREBLANCA  Vía EL PAÍS

 

 

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