España y la libertad de la mano, frente a la mentira, frente al delirio
racista de los apellidos catalanes, disimulados con Sánchez y Rufianes
de ocasión.
Cataluña como oportunidad. EFE
A partir del 1 de octubre, y pase lo que pase en
esa fecha, España tiene que afrontar un problema que no admite más
maniobras dilatorias, ni paños calientes. Una parte significativa de la
población catalana, con las autoridades autonómicas a la cabeza, se ha
colocado en estado de insumisión, ha decidido actuar al margen de los
canales constitucionales, y está dispuesta a proclamar una soberanía
separada de la española. Naturalmente, no hay ninguna razón para
rendirse a esa pretensión tan airada como absurda, pero menos razón hay
para considerar que ese sea un problema con el que hay que convivir,
como quien soporta una dolencia incurable, hasta que la muerte lo
resuelva.
Es un problema que hay que afrontar y resolver,
no será fácil, ni se conseguirá sin dolor, pero no podemos seguir como
hasta ahora, conllevando de manera masoquista una situación tan podrida
como insoportable.
Una primera constatación
Lo
que ahora ocurre es consecuencia del fracaso de una iniciativa generosa
que caracterizó a la Transición y que ha llevado a Cataluña a unas cotas
de autogobierno que superan la comparación con cualquiera de los
modelos federales que existen en el mundo. Los nacionalistas catalanes
han sido desleales al pacto constitucional, del que formaron parte
decisiva, y a las continuadas muestras de confianza en el autogobierno
que han ido dando los sucesivos gobiernos nacionales. Lo que se pensó
que podría serenar al nacionalismo catalán ha servido para fortalecerlo,
y para hacerles creer que no existe límite alguno a sus pretensiones,
de manera que la soberanía nacional catalana habría de ser la
consecuencia necesaria de todo ello. Es fácil entender que la crisis
económica y la corrupción política han sido factores que han catalizado
el proceso, pero sea como fuere, hemos llegado a un punto en el que se
necesita revisar a fondo toda esta historia.
La consecuencia de esta deslealtad de los nacionalistas nunca podría consistir en ceder más de lo que se ha cedido, sino, por el contrario, en poner el contador a cero
En una análisis puramente lógico, la
consecuencia de esta deslealtad de los nacionalistas nunca podría
consistir en ceder más de lo que se ha cedido, sino, por el contrario,
en poner el contador a cero y revisar todo el régimen estatutario que ha
traído consigo el atentado permanente a la Constitución, a la ley, a la
democracia, a los derechos individuales de los no nacionalistas, al
intento cínico e hipócrita de un golpe de estado capaz de desestabilizar
la convivencia de los catalanes entre sí y la del conjunto de España.
La suspensión de la autonomía de Cataluña no puede ser simplemente la
consecuencia de unos actos condenables, sino la constatación de que ese
camino no ha conducido a nada que se pueda asumir y que, por tanto,
habrá que empezar de nuevo.
Un problema muy grave
El
Gobierno, y las fuerzas políticas que quieran defender la democracia y
los derechos individuales, los partidos que crean en la libertad
política de los ciudadanos no pueden seguir actuando como si
estuviésemos ante incidentes aislados que pasarán, como pasan los
temporales y las sequías. Lo que ha sucedido es la consecuencia de una
voluntad, la de los separatistas, y de una negligencia, la de casi todos
los demás, con el Gobierno y los partidos nacionales muy a la cabeza, y
de aquí deberá partir la iniciativa para poder poner la cuestión
catalana en una vía de solución, para hacer que dejemos de estar
absurdamente a la defensiva, para acabar con la hipocresía que olvida el
sufrimiento de los ciudadanos sometidos a un régimen despótico, que,
por ejemplo, no les deja hablar ni estudiar en su lengua, y que pretende
borrar radicalmente su presencia en el espacio público. Me refiero a
esos ciudadanos catalanes y españoles indefensos frente a los
supremacistas, a esas gentes a las que, en el colmo del cinismo, se les
reprocha a veces que no hayan salido a la calle a defenderse.
Los partidos tendrán que dejar de mirar para otra parte y prepararse para defender de manera inteligente, constante e imaginativa la españolidad de Cataluña
Esto significa, nada menos, que la política
española deberá redefinirse, que los partidos tendrán que dejar de mirar
para otra parte y prepararse para defender de manera inteligente,
constante e imaginativa la españolidad de Cataluña, los derechos civiles
de quienes allí viven, y el sometimiento de las instituciones catalanas
a la ley común. De no hacerlo, las consecuencias serán espantosas, y el
mayor peligro que ahora mismo acecha a los españoles es la ausencia de
liderazgos políticos capaces de hacer frente a la hondura histórica,
cultural y política del desafío que nos está planteando el separatismo
catalán.
Por la derecha y por la izquierda
Aquí,
como diría Blas de Otero, no se salva ni Dios (la Iglesia, por
supuesto, tampoco, y ha sido espectacularmente poco ejemplar y nada
valiente en sus jeremiadas al respecto), porque las responsabilidades
por omisión a todos nos llegan. La derecha ha sido incapaz de
proporcionar un ideal moral de ciudadanía y de libertad, y lleva tiempo
enfangada en su autodefensa penal y sin proponer nada que sea
mínimamente ejemplar exigente y atractivo, preocupada tan solo en
mantener limpia la cucaña del ascenso y la amenaza del miedo a que otros
lo harían peor, una estrategia que les ha llevado a promocionar una
izquierda de adefesio con tal de poder ganar por apenas un cuerpo al
rival tradicional. Una derecha sin ideales, anómica y cobarde no puede
seguir siendo el apoyo imprescindible de una unidad nacional puesta en
entredicho por parte considerable de la población catalana.
La izquierda verdadera deberá salir de su ensimismamiento antifranquista y reparar de una buena vez en la E de España que llevan en su nombre
La izquierda verdadera deberá salir de su
ensimismamiento antifranquista y reparar de una buena vez en la E de
España que llevan en su nombre. El PSOE ha perdido toda oportunidad de
recuperar en Cataluña la primogenitura política nacional y solo acertará
a reconstruirse como partido esencial en la medida en que pierda el
miedo a identificar a España con la libertad común, en que se quite el
sambenito del Tio Tom de los señoritos supremacistas de la burguesía
separatista catalana. El error de Felipe González al encomendar el PSOE
catalán a los maragalles ha durado demasiado tiempo, y ha sido casi
deletéreo para los socialistas y para todos, pero formó parte de esa
apuesta de la Transición que ha salido tan mal, y es absurdamente inútil
seguir llorando por ella.
España y la democracia, una misma tarea
En
su desesperada intentona por llegar al final de la escapada, los
separatistas nos han hecho, muy a su pesar, dos favores de cierta
importancia. El primero, dejar al descubierto sus vergüenzas, pasarse
por salva sea la parte cualquier clase de garantías morales y legales
para conseguir lo que pretenden. Se han manifestado como lo que son,
como autócratas capaces de manipular a las masas, de organizar diversos
aquelarres y noches de los cristales rotos, pero no han dado la más
ligera señal de buscar otro reconocimiento que el de su omnímoda
voluntad: absolutismo puro que enlaza con el pasado carlista de la
estirpe, con un pensamiento premoderno y puramente sentimental,
imaginario, barroco y de gutapercha. El segundo favor ha consistido en
un típico despiste de fanfarrón, han olvidado la fortaleza del Estado,
aun en manos de pusilánimes, y no se han dado cuenta de que su proceder
iba a poner en píe las energías dormidas de una ciudadanía que no estará
dispuesta al mangoneo, al chulesco porque sí, ni al privilegio
incesante.
No hay otra solución: más democracia, más libertad, más dignidad, más unidad, más inteligencia común, mayor respeto a la ley
Al actuar de ese modo, nos aprestan a una tarea
indudablemente pendiente, repensar más sólidamente la democracia y la
unidad española, acabar con los factores que han hecho posible el
enfrentamiento territorial, y hacerlo volviendo a escribir con una
caligrafía más precisa y con una ambición más exigente, el programa
político que nos deberá dar la continuidad y la grandeza de horizontes
que ahora parecen agotados y en almoneda. No hay otra solución: más
democracia, más libertad, más dignidad, más unidad, más inteligencia
común, mayor respeto a la ley, y una determinación invencible de no perecer ante remolinos de la historia
inspirados en una imposible vuelta atrás, en una supuesta democracia,
mezcla de algarada y de facción, que ni lo puede ser ni realmente lo
pretende.
España y la libertad de la mano,
frente a la mentira, frente al delirio racista de los apellidos
catalanes, disimulados con Sánchez y Rufianes de ocasión, frente a la
demencial confusión de España con el franquismo, olvidando,
freudianamente, lo mucho que tantísimos catalanes agasajaron a ese su
Caudillo. Todo ese edificio levantado sobre un pasado mutilado y
quimérico, se vendrá abajo si se le contrapone una enérgica apuesta por
la libertad, la igualdad y la solidaridad, en la confianza de que la
realidad, por oscura que parezca, se acaba imponiendo siempre a las
ficciones más necias.
JOSÉ LUIS GONZÁLEZ QUIRÓS Vía VOZ PÓPULI
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