No se puede encrespar los ánimos y pedir diálogo al mismo tiempo. Tras este enfrentamiento, catalanes y españoles no están en grado de emprender una negociación
Acaban de celebrarse las fiestas de la Mercè, en Barcelona, y me ha invadido la nostalgia, el pesar por el bien que se aleja. El año 2001, el alcalde de la ciudad me pidió que pronunciara el pregón de esas fiestas. Es un acto solemne en el Saló de Cent, que para mí resultó especialmente emocionante. Tengan en cuenta que no soy catalán ni lo hablo. Era pues una muestra de acogimiento y un gran honor. Pienso con tristeza que una invitación así no sería posible en este momento. En el pregón, hablé de la “ciudad inteligente”, mucho antes de que se pusieran de moda las 'smart cities'. Definía una urbe inteligente como aquella que facilita la “felicidad pública”, que es el objeto de la política.
No es un objetivo vago, sino la integración de tres objetivos esenciales: aumentar el bienestar de los vecinos, establecer un modo cordial, respetuoso y justo de convivencia, y ampliar las posibilidades de acción del ciudadano, en aspectos educativos, culturales, económicos, políticos.
El estudio de la historia muestra una trágica disparidad entre las “políticas nacionales” y las “políticas para el ciudadano”. Lo que se presume bueno para la nación, no tiene por qué serlo para los ciudadanos. Aquí está el origen explicable del populismo. Pondré un caso extremo. Las políticas para la 'grandeur' nacional emprendidas por Napoleón fueron trágicas para los franceses. Las guerras no las empiezan los ciudadanos, las empiezan las naciones (es decir, los gobernantes, que dicen actuar en su nombre) y acaban, por supuesto, pagándolas los ciudadanos. ¿Cómo empezaron la I y la II Guerra Mundial? Son guerras entre estados. Los gobernantes azuzan las emociones, mediante las cuales convierten al ciudadano en masa dúctil. De esa manera acaban siendo víctimas de sus propios representantes, creyendo que están actuando espontánea y voluntariamente. Piensen, como caso muy extremo, en el III Reich. Esto ha hecho pensar que si no existieran los estados, no habría guerras. La fiebre populista, como todas las fiebres, no es más que un síntoma de enfermedad. Puede haber antipiréticos políticos, pero no resolverán el problema si no se ataca su origen.
No se cumplen las
condiciones, ni para debatir el futuro de Cataluña, ni un cambio
constitucional, ni el reglamento de una comunidad de vecinos
Malos tiempos para el diálogo
Todo eso me suena a músicas celestiales para salir del paso. ¿Qué son soluciones políticas? Las que atienden a reclamaciones para cambiar las leyes o para modificar su aplicación. ¿A cuál de las dos posibilidades nos referimos en el caso del referéndum de independencia? Respecto del diálogo, recuerdo mis antiguas discusiones con Adela Cortina sobre la moral dialógica de Jürgen Habermas. Habermas señalaba que las únicas normas morales (y políticas) legítimas son las que se alcanzan en un diálogo que cumpla las siguientes condiciones: (1) que participen todos los afectados, (2) que todos tengan igual derecho a la palabra (lo que los viejos griegos llamaban isegoría), (3) que todos los participantes se comprometan a someterse a la norma que salga de ese diálogo.
La
ciudadanía debe aprovechar la experiencia para saber cuáles son los
partidos que no quieren un diálogo, sino hacer saltar el sistema
Nunca creí que ese diálogo pudiera fundar la moral o la política, a pesar de parecer muy razonable, porque para que pueda establecerse tienen que darse unas previas condiciones morales: respetar a todos, intentar sopesar los argumentos, aplacar las pasiones, estar dispuesto a evaluar las propias creencias, estar de acuerdo en valores fundamentales, etc. En pocas palabras: ponerse en actitud éticamente dialogante.
En este momento, no se cumplen las condiciones para debatir el futuro de España, ni el futuro de Cataluña, ni un cambio constitucional, ni siquiera el reglamento de una comunidad de vecinos. Voltaire dijo: “La razón es aquello que los seres humanos aceptan cuando están tranquilos”. Ahora no lo estamos. Por ello, lo mejor que podemos hacer es bloquear la marcha hacia la sedición de los políticos catalanes, y disponerse a buscar la serenidad que nos permita actuar racionalmente. Debemos darnos el consejo que dicen que daba Felipe II: “Sosegaos, sosegaos”. No se puede al mismo tiempo encrespar los ánimos y pedir diálogo.
Dado el grado de enfrentamiento y las torpezas cometidas por todos los participantes, los actuales gobernantes —los catalanes y los españoles— no están en condiciones de emprender un diálogo. Por eso creo que la hoja de ruta debería ser: (1) el presidente del Gobierno español debe comprometerse a abrir un debate sobre el tema constitucional, pero no con el actual Gobierno catalán, sino con el que salga de unas próximas elecciones; (2) como prueba de seriedad del compromiso, el Gobierno español debería comprometerse a convocar también elecciones, para que sean nuevos parlamentos, ya elegidos por la ciudadanía para dialogar, los que emprendiesen esa tarea.
Antes de votar, la ciudadanía debería aprovechar la experiencia del actual fracaso, conocer cuáles son los partidos políticos que no quieren un diálogo, ni un cambio constitucional, sino hacer saltar el sistema. Las elecciones serían un buen momento para decidir de quién queremos fiarnos. Cuando entregamos nuestro voto a un político, le entregamos una parte de nuestra soberanía individual, y necesitamos saber qué van a hacer con ella.
Mi confianza en que este artículo surta algún efecto es, lo reconozco, nula. Pero por mí que no quede.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario