El independentismo tiene unos conductores ciegos en los que la fe entusiasta cuenta más que la realidad y el cálculo político
El mayor de los Mossos d'Esquadra, Josep Lluís Trapero, a su llegada a la Fiscalía Superior de Cataluña. (EFE)
Escribí la semana pasada
que, en mi opinión, el independentismo se había equivocado gravemente
al consumar su amenaza de violar el Estado de derecho y el Estatut, y
partir a Cataluña en dos mitades, haciendo aprobar por 72 diputados las leyes de ruptura.
Rompía así no ya la legalidad española sino también la catalana, ya que
la reforma del Estatut (su derogación es más relevante) exige una
mayoría de dos tercios (90 diputados) que no tiene.
La tradicional manifestación del 11-S del pasado lunes (unos 450.000 asistentes, según un cálculo que tengo por muy fiable) demuestra que el independentismo sigue teniendo mucha gente detrás. Y es comprensible, porque tras él hay una pulsión de autogobierno —muy mayoritaria— que se sintió ninguneada cuando la campaña contra el Estatut de 2006, el recurso al Constitucional tras ser aprobado por las cámaras españolas y por un referéndum catalán, y por la sentencia final cuatro años después. Pero hubo menos gente que en años anteriores. Y es también lógico, porque el 11-S de 2017 ya no ha sido una manifestación de protesta contra un agravio sino de respaldo a un plan independentista descabellado que rompe las instituciones democráticas españolas y catalanas. Y las sesiones del Parlament de la semana pasada le han hecho perder respetabilidad, incluso ante muchos convencidos soberanistas.
Miquel Roca Junyent, padre de la Constitución y el número dos durante 20 años del partido del catalanismo mayoritario, lo decía ayer en un artículo: “En el fondo, hay un problema político que solo la política podrá resolver. Pero la división de Cataluña no ayudará a hacerlo; resulta difícil no aceptar que la unidad interna es el argumento más sólido para afrontar un nuevo encaje de Cataluña en el Estado. Seguramente esta unidad es difícil de conseguir, pero el escenario de la no unidad lo hace aún más difícil”.
A día de hoy, las dos leyes de ruptura —la del referéndum y la de transitoriedad— ya han sido anuladas por el Constitucional, la Fiscalía se ha querellado contra el Gobierno catalán y parte de la Mesa del Parlament, y el fiscal jefe de Cataluña ha ordenado a los cuerpos de seguridad ('mossos', policías y guardias civiles) que incauten las papeletas, las urnas y el material que pueda servir para el referéndum ilegal del 1-O. En estas circunstancias, con muchos incondicionales, una Cataluña dividida y el Estado movilizado en contra, es casi imposible que el independentismo consiga hacer el referéndum unilateral, con garantías y legal (de acuerdo con la legalidad catalana) que había prometido.
¿Qué pretende pues ahora, ya que lo mantiene? ¿Lograr una repetición de la consulta participativa del 9-N de 2014 con 2,3 millones de participantes —entonces tolerada por Rajoy— que ponga de relieve que Cataluña —o una parte relevante de ella— protesta contra el trato del Gobierno de Madrid? ¿Que tres años después una repetición del 9-N provoque una crisis política en España y un cambio en la presidencia del Gobierno que abra un nuevo horizonte? Sería matar moscas a cañonazos. Saltarse la legalidad española y catalana y poner en riesgo las instituciones y el autogobierno es absurdo cuando los resultados electorales están ahí y demuestran que la gran mayoría de ciudadanos de Cataluña no aprueba la política de Madrid con Cataluña. Y echar a Rajoy habría sido más fácil y menos traumático —con permiso de Pablo Iglesias— no mezclando sus votos a los del PP en la investidura de Pedro Sánchez en 2016.
La triste conclusión es que el tren independentista tiene unos conductores ciegos en los que la fe irracional prima sobre el cálculo político.
Pero el otro tren también va a sufrir. España afronta la crisis constitucional más grave desde la recuperación de la democracia. Cierto que en una situación límite —la rebelión de una parte del Estado— Rajoy tiene hoy por hoy pocas alternativas a hacer cumplir la ley. Y dice que lo quiere hacer con proporcionalidad y responsabilidad, como debe ser en una democracia. Y como está obligado, porque necesita el apoyo del PSOE (el ataque no es al PP sino a la democracia española) y el visto bueny el visto bueno del PNV para seguir gobernando.
Pero en perspectiva, es evidente que la campaña contra el Estatut, las ansias de derribar a Zapatero cuando el recurso al Constitucional y una pasividad extraña durante los cuatro años de su mayoría absoluta indican que la medicina Rajoy no ha curado. El conflicto es hoy peor y más grave que en 2010, cuando la sentencia, y que en 2014, cuando el 9-N.
Aunque ahora el independentismo, en un rapto de lucidez, renunciara a la apuesta maximalista, el mal a la democracia española ya está hecho. Y el independentismo no es el único culpable. La falta de diálogo y de capacidad de negociación no han estado solo en una parte. Y es posible que el separatismo fracase en el referéndum, pero sí logre repetir algo similar al 9-N (el ministro Catalá hablo ayer de “butifarrada”) que altere la vida democrática. Rajoy se encuentra ante una asignatura endemoniada, pues debe evitar el referéndum, y cualquier conato relevante que se le parezca, pero con proporcionalidad y sin incurrir en la desaprobación de otros partidos, pues carece de mayoría. Es un sudoku que se podía haber evitado con otra actitud en 2006, 2010 o en los años posteriores.
Pero pasará el 1 de octubre y llegará el día 2. Confiemos —la esperanza es terca— que el choque de trenes haya roto los menos vagones y cristales posibles. Y que entonces se imponga en los partidos catalanes la conciencia de que es suicida querer violar el Estado de derecho. Y que en el resto de España se reconozca que la estabilidad y la normalidad democrática serán difíciles de asegurar si la mitad de Cataluña se siente excluida y tentada por la rebelión. ¿Es posible? Depende en parte de lo que pase antes del 1-O y el 1-O.
¿Pueden Rajoy —y la vicepresidenta, que ha trabajado el caso— tener una actitud menos cerrada? Quizá saben que el estilo de oposición al Estatut de 2006 no fue el más acertado y estuvo condicionado por la lucha contra Zapatero. ¿Qué puede hacer el PSOE? Es el segundo partido español, y si los ayuntamientos catalanes no están todos detrás del referéndum es por la responsable actitud de Miquel Iceta y los alcaldes socialistas, pues no hay en Cataluña ayuntamientos ni populares ni de C's. También por la actitud ambigua de Ada Colau y de los comunes, explicable porque no todo es blanco o negro y en su electorado la protesta tiene mucho 'sex appeal'.
Es relevante que Pedro Sánchez no vacilara ayer —el día después del 11-S— en defender en Barcelona, en la tribuna de 'El Periódico', su propuesta de abrir una comisión parlamentaria que analice la realidad del Estado autonómico y una incardinación satisfactoria de Cataluña. Quizá lo más interesante es que el líder del PSOE, que no ocultó sus grandes diferencias con Rajoy, reconoció que tanto la creación de esa comisión como cualquier vía de solución del conflicto con Cataluña hacen imprescindible una aproximación, como mínimo, de los dos grandes partidos. El encaje de Cataluña —que se está viendo que no es ninguna tontería— no es una cuestión de partido sino de Estado.
En esto tiene razón Artur Mas. Cuando se intentó solucionar este problema con un pacto de casi toda Cataluña con el PSOE y el restode la izquierda española —dejando de lado al PP—, la cosa no funcionó. Y menos cuando Mas y Zapatero creyeron arreglar el problema con un pacto bilateral de dos líderes, marginando no solo al PP sino también al PSC, ICV y ERC. Un pacto de Estado exige amplitud de miras —como en la Constitución del 78—, no pensar solo en quién ganará las próximas elecciones catalanas. O españolas.
Hoy no estamos aquí. Esta semana será decisiva. El independentismo se ha equivocado al caer en el maximalismo. Rajoy debe ser eficaz, pero ha de mantener la cabeza fría.
JOAN TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
La tradicional manifestación del 11-S del pasado lunes (unos 450.000 asistentes, según un cálculo que tengo por muy fiable) demuestra que el independentismo sigue teniendo mucha gente detrás. Y es comprensible, porque tras él hay una pulsión de autogobierno —muy mayoritaria— que se sintió ninguneada cuando la campaña contra el Estatut de 2006, el recurso al Constitucional tras ser aprobado por las cámaras españolas y por un referéndum catalán, y por la sentencia final cuatro años después. Pero hubo menos gente que en años anteriores. Y es también lógico, porque el 11-S de 2017 ya no ha sido una manifestación de protesta contra un agravio sino de respaldo a un plan independentista descabellado que rompe las instituciones democráticas españolas y catalanas. Y las sesiones del Parlament de la semana pasada le han hecho perder respetabilidad, incluso ante muchos convencidos soberanistas.
El Govern burla su ley y convierte la Diada en un masivo acto de campaña por el sí
Miquel Roca Junyent, padre de la Constitución y el número dos durante 20 años del partido del catalanismo mayoritario, lo decía ayer en un artículo: “En el fondo, hay un problema político que solo la política podrá resolver. Pero la división de Cataluña no ayudará a hacerlo; resulta difícil no aceptar que la unidad interna es el argumento más sólido para afrontar un nuevo encaje de Cataluña en el Estado. Seguramente esta unidad es difícil de conseguir, pero el escenario de la no unidad lo hace aún más difícil”.
Cataluña se ha dividido en una España que afronta su crisis constitucional más grave desde la recuperación de la democracia
A día de hoy, las dos leyes de ruptura —la del referéndum y la de transitoriedad— ya han sido anuladas por el Constitucional, la Fiscalía se ha querellado contra el Gobierno catalán y parte de la Mesa del Parlament, y el fiscal jefe de Cataluña ha ordenado a los cuerpos de seguridad ('mossos', policías y guardias civiles) que incauten las papeletas, las urnas y el material que pueda servir para el referéndum ilegal del 1-O. En estas circunstancias, con muchos incondicionales, una Cataluña dividida y el Estado movilizado en contra, es casi imposible que el independentismo consiga hacer el referéndum unilateral, con garantías y legal (de acuerdo con la legalidad catalana) que había prometido.
Los Mossos d'Esquadra acatarán las órdenes del Tribunal Constitucional el 1-O
¿Qué pretende pues ahora, ya que lo mantiene? ¿Lograr una repetición de la consulta participativa del 9-N de 2014 con 2,3 millones de participantes —entonces tolerada por Rajoy— que ponga de relieve que Cataluña —o una parte relevante de ella— protesta contra el trato del Gobierno de Madrid? ¿Que tres años después una repetición del 9-N provoque una crisis política en España y un cambio en la presidencia del Gobierno que abra un nuevo horizonte? Sería matar moscas a cañonazos. Saltarse la legalidad española y catalana y poner en riesgo las instituciones y el autogobierno es absurdo cuando los resultados electorales están ahí y demuestran que la gran mayoría de ciudadanos de Cataluña no aprueba la política de Madrid con Cataluña. Y echar a Rajoy habría sido más fácil y menos traumático —con permiso de Pablo Iglesias— no mezclando sus votos a los del PP en la investidura de Pedro Sánchez en 2016.
La triste conclusión es que el tren independentista tiene unos conductores ciegos en los que la fe irracional prima sobre el cálculo político.
El
independentismo sabe que no podrá hacer un referéndum con garantías
pero aspira a repetir el 9-N de 2014. ¿Con 2,3 millones de
participantes?
Pero el otro tren también va a sufrir. España afronta la crisis constitucional más grave desde la recuperación de la democracia. Cierto que en una situación límite —la rebelión de una parte del Estado— Rajoy tiene hoy por hoy pocas alternativas a hacer cumplir la ley. Y dice que lo quiere hacer con proporcionalidad y responsabilidad, como debe ser en una democracia. Y como está obligado, porque necesita el apoyo del PSOE (el ataque no es al PP sino a la democracia española) y el visto bueny el visto bueno del PNV para seguir gobernando.
Pero en perspectiva, es evidente que la campaña contra el Estatut, las ansias de derribar a Zapatero cuando el recurso al Constitucional y una pasividad extraña durante los cuatro años de su mayoría absoluta indican que la medicina Rajoy no ha curado. El conflicto es hoy peor y más grave que en 2010, cuando la sentencia, y que en 2014, cuando el 9-N.
Manual de negociación para situaciones extorsivas
Aunque ahora el independentismo, en un rapto de lucidez, renunciara a la apuesta maximalista, el mal a la democracia española ya está hecho. Y el independentismo no es el único culpable. La falta de diálogo y de capacidad de negociación no han estado solo en una parte. Y es posible que el separatismo fracase en el referéndum, pero sí logre repetir algo similar al 9-N (el ministro Catalá hablo ayer de “butifarrada”) que altere la vida democrática. Rajoy se encuentra ante una asignatura endemoniada, pues debe evitar el referéndum, y cualquier conato relevante que se le parezca, pero con proporcionalidad y sin incurrir en la desaprobación de otros partidos, pues carece de mayoría. Es un sudoku que se podía haber evitado con otra actitud en 2006, 2010 o en los años posteriores.
Pero pasará el 1 de octubre y llegará el día 2. Confiemos —la esperanza es terca— que el choque de trenes haya roto los menos vagones y cristales posibles. Y que entonces se imponga en los partidos catalanes la conciencia de que es suicida querer violar el Estado de derecho. Y que en el resto de España se reconozca que la estabilidad y la normalidad democrática serán difíciles de asegurar si la mitad de Cataluña se siente excluida y tentada por la rebelión. ¿Es posible? Depende en parte de lo que pase antes del 1-O y el 1-O.
Sánchez
afirma que Cataluña es un asunto de Estado y que la solución exige la
colaboración de PP y PSOE sin excluir a otros partidos
¿Pueden Rajoy —y la vicepresidenta, que ha trabajado el caso— tener una actitud menos cerrada? Quizá saben que el estilo de oposición al Estatut de 2006 no fue el más acertado y estuvo condicionado por la lucha contra Zapatero. ¿Qué puede hacer el PSOE? Es el segundo partido español, y si los ayuntamientos catalanes no están todos detrás del referéndum es por la responsable actitud de Miquel Iceta y los alcaldes socialistas, pues no hay en Cataluña ayuntamientos ni populares ni de C's. También por la actitud ambigua de Ada Colau y de los comunes, explicable porque no todo es blanco o negro y en su electorado la protesta tiene mucho 'sex appeal'.
Es relevante que Pedro Sánchez no vacilara ayer —el día después del 11-S— en defender en Barcelona, en la tribuna de 'El Periódico', su propuesta de abrir una comisión parlamentaria que analice la realidad del Estado autonómico y una incardinación satisfactoria de Cataluña. Quizá lo más interesante es que el líder del PSOE, que no ocultó sus grandes diferencias con Rajoy, reconoció que tanto la creación de esa comisión como cualquier vía de solución del conflicto con Cataluña hacen imprescindible una aproximación, como mínimo, de los dos grandes partidos. El encaje de Cataluña —que se está viendo que no es ninguna tontería— no es una cuestión de partido sino de Estado.
Opiniones y propuestas de un ciudadano español cualquiera
En esto tiene razón Artur Mas. Cuando se intentó solucionar este problema con un pacto de casi toda Cataluña con el PSOE y el restode la izquierda española —dejando de lado al PP—, la cosa no funcionó. Y menos cuando Mas y Zapatero creyeron arreglar el problema con un pacto bilateral de dos líderes, marginando no solo al PP sino también al PSC, ICV y ERC. Un pacto de Estado exige amplitud de miras —como en la Constitución del 78—, no pensar solo en quién ganará las próximas elecciones catalanas. O españolas.
Hoy no estamos aquí. Esta semana será decisiva. El independentismo se ha equivocado al caer en el maximalismo. Rajoy debe ser eficaz, pero ha de mantener la cabeza fría.
JOAN TAPIA Vía EL CONFIDENCIAL
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