Desactivar una aberrante hoja de ruta, incubada al margen de la razón, la ley y el sentido común, es un deber de Estado
Los agitadores del plan secesionista sufrieron ayer un ataque agudo de contrariedad. No me extraña. Ha sido desactivada la logística del referéndum convocado por Puigdemont
para el 1 de octubre, con la firma innecesaria y redundante de sus
consejeros (según el Estatuto de Autonomía, solo atañe al 'president'). Propaganda y papeletas de voto, requisadas. Las cuentas de la Generalitat, intervenidas. Y una docena de altos cargos de la Generalitat (no aforados), detenidos por orden judicial.
Todo ello, en el ejercicio de la autoridad del Estado. No hacerlo supone dejar a los ciudadanos expuestos al chantaje de los aventureros que se abren paso atropellando las reglas del juego político. Desactivar una aberrante hoja de ruta, incubada al margen de la razón, la ley y el sentido común, es un deber de Estado. Como aberrante sería mirar hacia otro lado o dejar de ser firme por ser excesivamente prudente. Esa sí sería una línea roja. La que separa la prudencia de la debilidad. El Gobierno no la ha querido traspasar. Y por lo ocurrido ayer, no parece dispuesto a confundir moderación con impotencia.
Fue una operación de cirugía muy bien preparada para afrontar el momento de insumisión del Govern, que antes o después iba a presentarse. Y no se desplomó el cielo ni Cataluña dejó de ser la tierra maravillosa que muchos amamos solo porque las fuerzas policiales hicieran su trabajo a las órdenes de jueces y fiscales en nombre de la ley. Ley escrita para todos y por todos aceptada 39 años antes de que, sin hacer nada para cambiarla, una determinada facción política decidiese atropellarla porque no responde a sus objetivos identitarios.
Por la vía de los hechos, hasta aquí habían llegado Puigdemont, Junqueras y sus juguetones costaleros de la CUP. Y por la vía del derecho, hasta aquí ha llegado el Gobierno del Estado. “No habrá referéndum”, había repetido hasta el hartazgo Mariano Rajoy. Y lo ha cumplido. Ha requisado el cemento de la obra y, como ayer dijo alguien, sin cemento no hay edificio. Sin urnas, sin papeletas, sin censo, no hay referéndum. Bloquearlas ahora de forma preventiva resultará mucho mejor que haberlas tenido que retirar el 1 de octubre.
De aquí hasta entonces, los muñidores del 'procés' irán de vírgenes ofendidas. Volverán a comportarse como si el nacionalismo fuese especie protegida e intocable de la política española. Promoverán movilizaciones callejeras y gritarán al mundo que España no es una democracia. Seguirán aireando el mantra fullero de que el Estado español no deja votar a los catalanes. Y estarán encantados de ofrecerse como compañeros de viaje a Pablo Manuel Iglesias si se trata de compararnos con la Turquía de Erdogan, donde las cárceles rebosan de presos políticos. Lástima que nuestro país haya perdido la oportunidad de compararse con la Venezuela gobernada por ese gran baluarte de la democracia occidental que es Nicolás Maduro, único mandatario internacional que apoya los planes de Puigdemont y reprueba la actuación del Gobierno de España.
La tensión es máxima. Las próximas horas se presentan muy agitadas y el momento exige tener muy claras las cosas, pues está en juego la autoridad del Estado. Nada menos. O ganan quienes están con la legalidad o ganan quienes se han declarado en rebeldía. Repito lo que ya tengo escrito en otras ocasiones: si acabasen ganando quienes técnicamente se colocan fuera de la ley, habría cola en los aeropuertos para salir del país.
ANTONIO CASADO Vía EL CONFIDENCIAL
Todo ello, en el ejercicio de la autoridad del Estado. No hacerlo supone dejar a los ciudadanos expuestos al chantaje de los aventureros que se abren paso atropellando las reglas del juego político. Desactivar una aberrante hoja de ruta, incubada al margen de la razón, la ley y el sentido común, es un deber de Estado. Como aberrante sería mirar hacia otro lado o dejar de ser firme por ser excesivamente prudente. Esa sí sería una línea roja. La que separa la prudencia de la debilidad. El Gobierno no la ha querido traspasar. Y por lo ocurrido ayer, no parece dispuesto a confundir moderación con impotencia.
Sería
aberrante mirar hacia otro lado o dejar de ser firme por ser demasiado
prudente. Esa sí sería una línea roja. La que separa la prudencia y la
debilidad.
Fue una operación de cirugía muy bien preparada para afrontar el momento de insumisión del Govern, que antes o después iba a presentarse. Y no se desplomó el cielo ni Cataluña dejó de ser la tierra maravillosa que muchos amamos solo porque las fuerzas policiales hicieran su trabajo a las órdenes de jueces y fiscales en nombre de la ley. Ley escrita para todos y por todos aceptada 39 años antes de que, sin hacer nada para cambiarla, una determinada facción política decidiese atropellarla porque no responde a sus objetivos identitarios.
Por la
vía de los hechos, hasta aquí habían llegado Puigdemont, Junqueras y la
CUP. Y por la vía del derecho, hasta aquí ha llegado el Gobierno.
Por la vía de los hechos, hasta aquí habían llegado Puigdemont, Junqueras y sus juguetones costaleros de la CUP. Y por la vía del derecho, hasta aquí ha llegado el Gobierno del Estado. “No habrá referéndum”, había repetido hasta el hartazgo Mariano Rajoy. Y lo ha cumplido. Ha requisado el cemento de la obra y, como ayer dijo alguien, sin cemento no hay edificio. Sin urnas, sin papeletas, sin censo, no hay referéndum. Bloquearlas ahora de forma preventiva resultará mucho mejor que haberlas tenido que retirar el 1 de octubre.
Hasta
el 1-O, los muñidores del 'procés' irán de vírgenes ofendidas,
promoverán movilizaciones y gritarán al mundo que España no es una
democracia
De aquí hasta entonces, los muñidores del 'procés' irán de vírgenes ofendidas. Volverán a comportarse como si el nacionalismo fuese especie protegida e intocable de la política española. Promoverán movilizaciones callejeras y gritarán al mundo que España no es una democracia. Seguirán aireando el mantra fullero de que el Estado español no deja votar a los catalanes. Y estarán encantados de ofrecerse como compañeros de viaje a Pablo Manuel Iglesias si se trata de compararnos con la Turquía de Erdogan, donde las cárceles rebosan de presos políticos. Lástima que nuestro país haya perdido la oportunidad de compararse con la Venezuela gobernada por ese gran baluarte de la democracia occidental que es Nicolás Maduro, único mandatario internacional que apoya los planes de Puigdemont y reprueba la actuación del Gobierno de España.
La tensión es máxima. Las próximas horas se presentan muy agitadas y el momento exige tener muy claras las cosas, pues está en juego la autoridad del Estado. Nada menos. O ganan quienes están con la legalidad o ganan quienes se han declarado en rebeldía. Repito lo que ya tengo escrito en otras ocasiones: si acabasen ganando quienes técnicamente se colocan fuera de la ley, habría cola en los aeropuertos para salir del país.
ANTONIO CASADO Vía EL CONFIDENCIAL
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