Pujol decía: "Si usted ve letreros en otro idioma y policías con otro uniforme, se hace la idea de estar en otro país"
Este feo gatuperio de los
Mozos –pronúnciese
mussus– de
Escuadra,
este tira y afloja de recelos, amagos de desacato y quiebras de
confianza, no es más que la tardía pero previsible consecuencia de uno
de los grandes errores del modelo de descentralización de España. Sólo
desde la enorme ingenuidad de la etapa post-constituyente, cuando la
política española creía en la lealtad del nacionalismo sin suspicacias,
se puede entender la alegre decisión de entregar las competencias de orden público a las autonomías catalana y vasca,
ignorando la experiencia histórica de la República con un candor digno
de mejor causa. En el optimismo liminar de la refundación democrática
nadie quiso contemplar en serio el riesgo de dotar a las llamadas
nacionalidades de tres instrumentos básicos para construir estructuras
soberanas: la Policía, la escuela y la televisión. Es decir, el control
simultáneo de la
calle, la
educación y la
propaganda.
Pujol lo explicaba en los años 90 con gran desparpajo. "Si usted aterriza en Barcelona y v
e los letreros en otro idioma y los guardias vestidos con otro uniforme, de inmediato se hace la idea
de estar en otro país".
No lo podía decir más claro. La fuerza pública era parte cardinal del
proyecto de construcción nacional, tanto en el plano simbólico como en
el pragmático. En aquel tiempo la secesión apenas constituía
en el credo soberanista un referente teórico y lejano,
pero el patriarca pensaba con visión estratégica a distinto plazo.
Mientras sembraba mitos doctrinales con una pedagogía intensiva,
aprovechaba su enorme influencia para acumular recursos de Estado.
Resultaba obvio que, tarde o temprano, los separatistas iban a tratar de convertir a los Mozos en una suerte de
policía política al servicio de su designio de independencia.
Un cuerpo armado con el que respaldar su legalidad insurgente; el
sucedáneo de ejército de una patria nueva. Este verano, tras el
atentado de las Ramblas,
las autoridades autonómicas exhibieron sin pudor el capital político de
una gendarmería subordinada a su estricta obediencia. Y aunque sabían
que el Estado y el aparato judicial acabarían asumiendo el mando de la
seguridad antes del referéndum mediante un golpe en la mesa, continúan
escenificando conatos de insumisión o de falta de celo para publicitarse
ante los suyos como víctimas de un abusivo acto de fuerza.
No ha habido en las últimas décadas el más mínimo gesto de nobleza en el nacionalismo,
capaz de usar con deslealtad cada competencia de autogobierno que ha
recibido. Incluida la promesa de acatamiento de la Constitución de sus
líderes, no ha honrado un solo compromiso. Sus antiguas contribuciones a
la estabilidad española no fueron más que operaciones de mercado negro
en las que Gobiernos socialistas y conservadores picaron el anzuelo del
tráfico de favores y del estraperlo político.
Qué ilusos fueron. O fuimos.
IGNACIO CAMACHO Vía ABC
No hay comentarios:
Publicar un comentario