"Esa revolución antropológica, necesaria para la expansión del capitalismo, exige destruir vínculos familiares, establecer la competencia entre los sexos y fomentar el antinatalismo; exactamente lo que los derechos de bragueta han conseguido."
Juan Manuel de Prada
En algún artículo reciente hemos
señalado que la exaltación creciente de los derechos de bragueta
discurre paralela al agostamiento de los derechos derivados del trabajo.
Es un hecho palmario que cualquier persona que no esté obturada por la
contaminación ideológica puede comprobar fácilmente. Hasta me atrevería a
decir que podrían elaborarse cuadros sinópticos en los que se
constataría cómo cada agresión a los derechos laborales se ha compensado
con una alegría de bragueta. Desde luego, podría elaborarse en el caso
español. el divorcio se legalizó en la misma época en la que se amparaba
el despido libre; el aborto se permitió a la vez que se acometía el
desmantelamiento de nuestra industria; el matrimonio homosexual se
reconoció a la vez que se introducían ‘reformas laborales’ que
convertían al trabajador en un trapo de usar y tirar (¡flexibilización
del empleo!); y, en fin, los postulados transgénero se están imponiendo a
la vez que se instaura la sarcásticamente llamada ‘economía
colaborativa’ y el cínicamente denominado ‘emprendimiento’, que
convierten al trabajador en un zascandil que tiene que buscarse la vida
de las formas más indecorosas y mendicantes.
Pero nadie se atreve a señalar este hecho palmario. Ocurre así, por ejemplo, con cierto catolicismo pompier, que a la vez que defiende hasta desgañitarse la familia y la vida calla ante los desafueros del capitalismo. Y tampoco las izquierdas a la violeta tienen el valor de afrontar esta realidad, pues son rehenes de las políticas de identidad (feminismos, homosexualismos, etcétera) que la plutocracia impulsa desde los años setenta, para desactivar las reivindicaciones de los trabajadores; y ahora, después de haber traicionado a los trabajadores, las izquierdas claman contra los abusos del capitalismo de forma farisaica, a la vez que maman de la teta de Soros y sus mariachis. Hubo, desde luego, espíritus perspicaces que avizoraron esta estrategia de la plutocracia; ahí está, por ejemplo, Pasolini, quien ya en 1972 denunciaba que el capitalismo estaba promoviendo una revolución antropológica que los izquierdistas abrazarían con denuedo. Pero pronto los izquierdistas chupópteros descubrirían que reclamar derechos de bragueta les permitía mamar de la teta y hacer postureo cosmético, mientras que reclamar mejoras laborales los estigmatizaba y no les permitía comerse ni un colín.
Es una evidencia incontestable que la erosión de los derechos del trabajo ha discurrido paralela a la exaltación de los derechos de bragueta. Y es que toda revolución económica necesita destruir el orden social que obstaculiza su crecimiento. Lo expuso de forma descarnada Walter Lippmann (promotor en 1938 de un célebre coloquio que muchos consideran el origen intelectual de la revolución neocapitalista) en su obra The Good Society: «Se ha producido una revolución en el modo de producción. Pero esta revolución tiene lugar en hombres que han heredado un género de vida enteramente distinto. Así que el reajuste necesario debe extenderse a todo el orden social por entero. (…) Debido a la naturaleza de las cosas, una economía dinámica debe alojarse necesariamente en un orden social progresista. (…) Los verdaderos problemas de las sociedades modernas se plantean sobre todo allí donde el orden social no es compatible con las necesidades de la división del trabajo. Una revisión de los problemas actuales no sería más que un catálogo de tales incompatibilidades. El catálogo empezaría por lo heredado, enumeraría todas las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas y sólo se completaría después de haber tratado la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma. Porque todo conflicto entre la herencia social y la forma en que los hombres deben ganarse la vida acarrea necesariamente un desorden».
Pero nadie se atreve a señalar este hecho palmario. Ocurre así, por ejemplo, con cierto catolicismo pompier, que a la vez que defiende hasta desgañitarse la familia y la vida calla ante los desafueros del capitalismo. Y tampoco las izquierdas a la violeta tienen el valor de afrontar esta realidad, pues son rehenes de las políticas de identidad (feminismos, homosexualismos, etcétera) que la plutocracia impulsa desde los años setenta, para desactivar las reivindicaciones de los trabajadores; y ahora, después de haber traicionado a los trabajadores, las izquierdas claman contra los abusos del capitalismo de forma farisaica, a la vez que maman de la teta de Soros y sus mariachis. Hubo, desde luego, espíritus perspicaces que avizoraron esta estrategia de la plutocracia; ahí está, por ejemplo, Pasolini, quien ya en 1972 denunciaba que el capitalismo estaba promoviendo una revolución antropológica que los izquierdistas abrazarían con denuedo. Pero pronto los izquierdistas chupópteros descubrirían que reclamar derechos de bragueta les permitía mamar de la teta y hacer postureo cosmético, mientras que reclamar mejoras laborales los estigmatizaba y no les permitía comerse ni un colín.
Es una evidencia incontestable que la erosión de los derechos del trabajo ha discurrido paralela a la exaltación de los derechos de bragueta. Y es que toda revolución económica necesita destruir el orden social que obstaculiza su crecimiento. Lo expuso de forma descarnada Walter Lippmann (promotor en 1938 de un célebre coloquio que muchos consideran el origen intelectual de la revolución neocapitalista) en su obra The Good Society: «Se ha producido una revolución en el modo de producción. Pero esta revolución tiene lugar en hombres que han heredado un género de vida enteramente distinto. Así que el reajuste necesario debe extenderse a todo el orden social por entero. (…) Debido a la naturaleza de las cosas, una economía dinámica debe alojarse necesariamente en un orden social progresista. (…) Los verdaderos problemas de las sociedades modernas se plantean sobre todo allí donde el orden social no es compatible con las necesidades de la división del trabajo. Una revisión de los problemas actuales no sería más que un catálogo de tales incompatibilidades. El catálogo empezaría por lo heredado, enumeraría todas las costumbres, las leyes, las instituciones y las políticas y sólo se completaría después de haber tratado la noción que tiene el hombre de su destino en la Tierra y sus ideas acerca de su alma. Porque todo conflicto entre la herencia social y la forma en que los hombres deben ganarse la vida acarrea necesariamente un desorden».
Lippmann advirtió en fecha muy temprana que la revolución neocapitalista no podría triunfar mientras no se instaurasen géneros de vida acordes con su modelo económico, hasta que no hubiese un “reajuste” en el orden social. Esa revolución antropológica, necesaria para la expansión del capitalismo, exige destruir vínculos familiares, establecer la competencia entre los sexos y fomentar el antinatalismo; exactamente lo que los derechos de bragueta han conseguido. Quienes se desgañitan a favor de la familia y exaltan el capitalismo, como quienes claman contra el capitalismo mientras exaltan los derechos de bragueta, son impostores al servicio del mismo amo.
JUAN MANUEL DE PRADA
Publicado en XL Semanal.
Publicado en XL Semanal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario