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viernes, 1 de septiembre de 2017

¿La derecha española? Pero, por favor, ¿de qué derecha estamos hablando?

Es común que las ideas terminen llevando a prácticas contradictorias con lo que se predica. Y en el caso de la derecha, es también obvio: la de hoy no es ni liberal ni conservadora



Rivera y Rajoy, en el Parlamento. (EFE)

Es curioso, porque está de moda ser crítico con la izquierda contemporánea, con su incapacidad para adaptarse a los tiempos, su dificultad para llegar a los votantes potenciales y para tener una relación sólida con la mayoría de la sociedad. Es un género literario muy cultivado, y al que me he sumado gustosamente en diversas ocasiones, sobre todo en lo que se refiere a la izquierda triunfante nacional. Pero lo mismo podría decirse de la derecha, y casi nadie lo cuenta. Quizá porque gobiernan muchos partidos de ese estrato ideológico en Occidente, y el éxito tapa las deficiencias, pero lo cierto es que los partidos de derechas tienen poco de derechas, si entendemos por eso la adhesión a las ideas que se supone que deberían defender.

Para empezar, ese lado conservador que se les presuponía cada vez es menor en la práctica: cuando un partido de derechas, como es el PP aquí, está en la oposición, no tiene ningún inconveniente en ratificar posturas culturales duras, como frente al aborto, las cuestiones de género, la defensa de la religión, los inmigrantes y demás. Pero cuando llega al poder, sus leyes no difieren esencialmente de las que impone un partido de centro izquierda. Hay matices que los separan, pero sus acciones están bastante lejos de lo que sus votantes culturalmente concienciados les exigen.

Las islas en la nada


Igual ocurre con el concepto patria. Si los partidos de derechas eran nacionalistas (mientras que los de izquierda decían ser internacionalistas), hoy la cosa es un poco diferente, porque todos los partidos de bien apuestan por la globalización, aunque eso suponga un problema para su país. El sentimiento nacionalista de la derecha española, en la práctica, solo se sostiene por los independentistas catalanes. Si ellos no existieran, y si no se diera esa tensión entre partes del Estado, la derecha quedaría como lo que es, un conjunto de gente que está pensando únicamente en hacer lo que se les dice desde las instituciones internacionales y desde los grandes centros de la inversión para que las cuentas cuadren a su gusto. Pueden decir que son españolistas porque se mantienen firmes frente a la amenaza de secesión, pero no porque estén realizando acciones que contribuyan a que nuestro país sea mejor: no hay industria, apenas hay agricultura o ganadería, las reservas de energía propia son ínfimas, y todo lo que han hecho ha sido empeorar esa situación. No es extraño que haya partes vacías de España, una suerte de islas en la nada, donde la gente subsiste de las pensiones o de los cuatro servicios que sus zonas de influencia demandan.

Dicen que son españolistas porque se mantienen firmes frente a la secesión, pero no porque realicen acciones que contribuyan a que el país sea mejor

Cuando la derecha ha apelado al sentimiento nacional de una forma intensa, como en el Brexit, en los EEUU de Trump o en la Francia de Le Pen, la jugada les ha salido bien precisamente por las mismas razones por las que la izquierda no centrista ha ganado adeptos simplemente ocupando las posiciones económicas que los partidos de izquierda de gobierno habían abandonado. Como los partidos mayoritarios de derechas decían defender algo y en realidad no lo hacían, su discurso lo han copiado otros y les ha funcionado. No podía ser de otra manera. Su idea de defender a sus compatriotas se resume en esto: para que las cosas vayan mejor, solo es necesario que nos adaptemos a los tiempos, que haya buena educación para que aprendamos matemáticas y física y que tengamos mentalidad emprendedora.

Sus contradicciones


Puede argumentarse, y así se hace profusamente, que esa idea de la derecha corresponde por suerte a tiempos pretéritos, que hoy el mundo es global y que pertenecer hoy a esa ideología es sobre todo defender el liberalismo. También dijeron eso los partidos socialdemócratas y así les ha ido. En todo caso, esa es la tendencia dominante, la que casi nadie rebate y la que se ha convertido en su centro conceptual. Pero esto es también falso. Si en lo cultural la derecha propugna una serie de postulados que luego no cumple, en lo económico va mucho más lejos en sus contradicciones: cualquier parecido de nuestro sistema con las bases teóricas de esa ideología, como las que tejió Adam Smith, es una azarosa coincidencia.

Si alguien monta un negocio y le sale mal, lidiará con las consecuencias; si el negocio le sale mal a un gran banco, los estados le darán el dinero

Podemos entender que el liberalismo tiene una base común, la defensa del individuo contra el poder, ya sea este religioso, estatal o económico. Sus ideas tratan de preservar el ámbito de decisión del ser humano en los múltiples aspectos que inciden en su vida, resguardándolo de las interferencias de los centros de poder. El problema es que es justamente lo que no se está haciendo: cuanto más dicen defender unas ideas, más las subvierten. Veamos algunos ejemplos.

La sociedad de la excepción


Nuestra sociedad queda definida por sus excepciones, y mucho más en lo económico. Las leyes están vigentes, se aplican de una forma insistente, salvo a los actores poderosos que cuentan con la capacidad de evadirlas, y con ellas sus responsabilidades. Si alguien monta un negocio y le sale mal, tendrá que lidiar con las consecuencias; si el negocio le sale mal a un gran banco, los estados le darán el dinero para que pueda seguir haciendo lo mismo. Si una autopista no funciona, los inversores solicitarán y recibirán un rescate. Si se gana lo suficiente, se pueden pagar impuestos en paraísos fiscales; es decir, se puede pagar mucho menos. Si quieres montar un negocio, allá tú; pero si eres una gran empresa que quiere implantarse aquí, recibirás de forma continuada ayuda institucional para la adquisición del suelo, en forma de exenciones fiscales o de la Seguridad Social o de ayuda a la investigación y el desarrollo. Hay numerosos ejemplos de estas disfunciones sistémicas en los últimos años y los liberales, en lugar de criticarlas, han sido quienes las han aplicado.

Ese incremento de poder provoca que una firma imponga a sus proveedores, abarate los salarios o suba los precios sin consecuencias negativas

En segundo lugar, en vez de luchar contra los efectos perversos en la competencia, los han incrementado. Según los economistas Jan De Loecker, de la Universidad de Princeton, y Jan Eeckhout, del University College de Londres, que han analizado datos de la economía estadounidense desde 1980 hasta hoy, las grandes empresas han aumentado enormemente su poder de mercado. Esta clase de alteración de la competencia es observable en nuestra vida cotidiana. Los negocios se están concentrando, y los jugadores solitarios tienen cada vez menos opciones de subsistencia. Ese incremento de poder provoca que una firma pueda imponer condiciones a sus proveedores, abaratar los salarios y rebajar calidades o subir los precios a sus clientes sin que haya consecuencias negativas. Y eso sin entrar en que muchas de estas empresas cuentan con consumidores prácticamente cautivos: los bancos, las eléctricas, las petroleras o las firmas de telefonía pueden elevar precios, prestar un mal servicio, o aumentar las comisiones, sin que eso suponga un castigo, ya que la falta de competencia real está ligada a que casi todas las firmas rivales trabajen con las mismas condiciones, con lo que nuestra capacidad de elección es nula. El resultado es obvio, y ha sido celebrado por los liberales: en sus últimos resultados, muchas empresas que cotizan en bolsa habían incrementado los beneficios sin haber ingresado más.

El horror burocrático


Tampoco hay ninguna acción especial promovida por los liberales que gobiernan para mejorar nuestra posición como consumidores. Cualquiera que haya tenido un problema con una de estas grandes compañías sabe de qué estoy hablando: conoce bien la irritación de pasarse mucho tiempo al teléfono lidiando con grabaciones, con operadores que tratan de parar los golpes tratándote con menosprecio, solo para desanimarte lo suficiente. Además, su nivel de burocracia, esa que los liberales tanto criticaban respecto de las administraciones estatales, es terrible. Realizar un trámite con una de estas firmas supone pasar por un profuso listado de normas y excusas absurdas (“las transferencias solo se pueden hacer hasta las 11”, “el sistema no me permite hacer esa operación”, “eso lo hicieron nuestros subcontratados, tienes que habar con ellos”), que provocan una impotencia e indefensión enormes.

Casi nadie gasta tiempo o dinero para recuperar una cantidad pequeña. Como me decía un juez, 'solo un lunático o un fanático van a juicio por 30 dólares'

Y cuando los abusos se producen, la situación es ya cómica. Un ejemplo reciente es el de la resolución de la Audiencia Nacional anulando una multa de la Comisión Nacional de la Competencia a Repsol por un error de forma; y no sería raro si no pasara con tanta frecuencia. La pasada semana, publicaba 'The New York Times' un artículo de opinión en el que Richard Cordray, director del Consumer Financial Protection Bureau de EEUU, relataba una de estas acciones tan habituales. En su país, una de las figuras jurídicas más importantes en la defensa de los usuarios es la 'class action', un tipo de demanda que permite reclamar en nombre de todos los perjudicados por la decisión de una sola empresa. Por ejemplo, si una firma cobra a todos sus clientes 30 euros de más en su factura, es posible con una sola demanda solicitar justicia para todos ellos. Lo que señalaba Cordray es que las grandes compañías estaban obligando a sus clientes a renunciar a la 'class action' en sus contratos tipos, dirigiéndoles hacia un servicio de arbitraje. Por una razón evidente: “Cuando un banco carga cantidades ilegales a millones de consumidores y luego impide que se les demande colectivamente, el resultado no son millones de reclamaciones individuales, sino cero”. Es obvio, porque “casi nadie gasta tiempo o dinero para recuperar una cantidad pequeña. Como me decía un juez, 'solo un lunático o un fanático van a juicio por 30 dólares”.

Una muy mala idea


Así es, casi nadie reclama por pequeñas cantidades, porque los problemas que genera serán siempre superiores a lo recuperado, y eso si nos ponemos en el mejor de los escenarios, que la demanda se gana con las costas. Aquí hay 'class actions', se han incorporado últimamente a nuestro sistema, pero es muy complicado ponerlas en marcha, en parte por las dificultades que añaden los jueces. Pero, sobre todo, no incluyen lo esencial: en EEUU, si la empresa pierde, no solo ha de recuperar lo indebidamente percibido y los daños causados, sino que además debe pagar una gran multa para evitar caer en la tentación la próxima vez. Aquí no. Simplemente se recupera lo que no se debió cobrar y se añade una pequeña cantidad por los perjuicios causados. Es mucho más fácil cometer abusos que ser castigado por ello, y eso es una muy mala idea, y nada liberal.

Quizá ser de derechas se haya convertido en esto, en defender el 'statu quo' contra viento y marea
En definitiva, tanto en los asuntos económicos como en los culturales, la derecha es mucho menos derecha de lo que dice, porque hace a menudo lo contrario de lo que predica, como cuando insistieron en que iban a bajar los impuestos cuando llegaran al poder y lo que hicieron fue subirlos.
¿Por qué hacen esto? Sencillo, porque no son liberales ni conservadores. Simplemente hacen lo que se supone que deben hacer, dar la razón a quienes tienen más poder en la sociedad. Quizá ser de derechas se haya convertido en esto, en defender el 'statu quo' contra viento y marea, hoy propugnando la economía de mercado, mañana solicitando una pausa en la economía de mercado y pasado acelerándola. Esta es la derecha que hoy triunfa: la que no tiene ideales.



                                                                       ESTEBAN HERNÁNDEZ  Vía EL CONFIDENCIAL

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