Las recientes declaraciones de Macron en las que insultaba a quienes se oponen a su reforma laboral son un buen síntoma de los males europeos contemporáneos
Emmanuel Macron. (Reuters)
Mientras seguimos inmersos en el fuego y la furia catalanes, pasan otras cosas en el mundo, aunque no lo creamos, y algunas importantes. Una de ellas es la reforma laboral francesa, un asunto aparentemente menor pero que contiene elementos relevantes sobre la política europea, el tipo de futuro que nos espera y la mentalidad de quienes nos gobiernan. En este sentido, Macron no solo ha sido noticia en los últimos días por la normativa que ha implantado, sino por la firmeza con que la ha defendido. Durante su viaje a Atenas, declaró, aludiendo a quienes se oponen a sus medidas: “No cederé ante los vagos, los cínicos o los extremistas”.
La nueva normativa laboral gala no es significativa en sí misma, ya que se limita a seguir la senda que conocemos desde hace años: para ser más eficientes y productivos, es preciso que los trabajadores sean flexibles, versátiles y adaptables y cuenten con las habilidades que este nuevo escenario requiere. En un mundo global y tecnológico, no podemos seguir con las mismas reglas de juego, y menos aún si persistimos en las rigideces implantadas por el Estado de bienestar. Esa es la versión ortodoxa para cualquier reforma, que a menudo se complementa con la idea de que los trabajadores han sido demasiado bien tratados por la legislación del pasado. Y esos son también los argumentos que Macron, como Rajoy, Merkel y tantos otros, ha utilizado en cada paso que ha dado a la hora de reducir los derechos laborales.
Las mercancías se han dividido en la cara, prestigiosa y de alto valor añadido, y la devaluada, fácilmente conseguible y reemplazable
La convicción de fondo es que, en este nuevo mapa, los europeos debemos resituarnos sin más dilación, aunque exija algunos sacrificios. En el entorno global no hay más que dos velocidades, y tenemos que elegir cuál de ellas preferimos. Las mercancías se han dividido en 'premium' y 'commodity', en la cara, prestigiosa y de alto valor añadido, y la devaluada, fácilmente conseguible y fácilmente reemplazable, e igual ocurre con el trabajo: hay mano de obra cualificada y la hay barata. Y también con los países: o forjamos una 'startup nation' con empresas innovadoras y exportadoras, o tendremos que competir con los chinos, lo que no puede hacerse más que rebajando sustancialmente salarios y condiciones laborales. La insistencia en la formación parte de esta idea: o nos situamos con los favorecidos, o nuestro destino será servir copas y cambiar sábanas. Pero ser conscientes de este escenario no solo significa que debe motivarse a los trabajadores para que adquieran las cualidades necesarias para dar ese salto, sino que requiere combatir el pasado y librarse de las trabas que las viejas normativas y las viejas mentalidades imponen.
La doble velocidad
En esencia, esta es la ortodoxia que está operando, que no se cuestiona en Bruselas y que la mayoría de los expertos ratifican. Y se repite en diferentes niveles: un buen número de análisis de la zona euro subrayan cómo un norte más productivo y mejor preparado está saliendo reforzado en este contexto global mientras que los países del sur, por sus problemas endémicos, no tienen más opción que dedicarse a los servicios para subsistir. La doble velocidad de nuevo.
Si no os va bien en la vida, es porque no habéis querido adaptaros: vuestra falta de voluntad está causada por la vaguería, el cinismo o la ideología
Macron, sin embargo, no se ha limitado a recitar la ortodoxia, sino que ha ido un paso más allá. Al calificar a sus opositores de vagos, cínicos y extremistas, no solo combate los males que vienen del pasado, sino que ofrece a quienes se resisten una explicación de sus problemas: si la vida no va como queréis, es porque no habéis querido adaptaros, y vuestra falta de voluntad está causada por la vaguería, el cinismo o la ideología. También podría decirse que esta es otra forma de expresar la ortodoxia de Bruselas, como bien nos enseñó Jeroen Dijsselbloemcuando afirmó que los problemas de los países del sur venían porque se habían ido de fiesta y luego pedían dinero para pagar las copas y las mujeres.
Lo mismo de siempre
Mucha gente perdona a Macron y a Dijsselbloem estos excesos porque cree que llevan razón sobre el fondo del asunto. Pero no es cierto: esta retórica de la innovación y del cambio se ha empleado con demasiada frecuencia como excusa para seguir haciendo lo de siempre, y para obligar a las poblaciones occidentales a plegarse a condiciones peores. Desde los años ochenta, cuando se pretendía transformar la estructura de una empresa, se acudía a una idea central: el mundo está cambiando muy rápidamente y si no nos adecuamos a él, no subsistiremos. Bajo esta premisa, con el caos y el dolor corriendo para alcanzarnos, era más fácil que las compañías aceptasen los sacrificios sin tensiones. El mismo argumento lleva tiempo utilizándose en Europa, y ha funcionado especialmente bien como refuerzo discursivo de aquellas medidas que deterioraban las prestaciones del Estado del bienestar. Pero bajo tanta urgencia, las transformaciones que se acometían eran siempre las mismas, y consistían en recortar el número de empleos, los salarios, la calidad del producto o las condiciones del proveedor.
Quizá la gran esperanza política de Europa no sea más que un tecnócrata que abraza la ortodoxia económica y gestora que tanto aman en Bruselas
Esta receta única se ha aplicado en todas partes, y también en la gestión de los estados, desde Grecia hasta España, pasando por Francia o EEUU, aun cuando su intensidad haya sido diferente. Lo que ha hecho Macron no es otra cosa que dar un paso más por el mismo camino, continuar lo que otros llevan haciendo durante años. De modo que quizá la gran esperanza política de Europa, el liberador de las energías, no sea más que un tecnócrata que abraza la ortodoxia económica y gestora que tanto aman en Bruselas. Y un tecnócrata particularmente engreido, si nos tomamos en serio sus palabras.
A lo mejor no es eso
Tampoco esa idea de dividir la sociedad en dos, los preparados y listos, que por lo tanto gozan de un buen nivel de vida, y los ahogados en la desidia, que en consecuencia subsistirán como puedan, no sea otra cosa que un velo ideológico con el que disfruta la ortodoxia actual. Porque lo mismo el diseño del euro y la política del Banco Central Europeo están pensados para favorecer a Alemania a costa de perjudicar a los países del sur. Quizá no sea más que parte del juego en el que están inmersas muchas empresas cotizadas últimamente, en cuyos resultados aumentan los beneficios sin haber ingresado más; es decir, esas firmas que hacen recortes y lo que ahorran en costes, incluidos los salariales, se lo dan a los accionistas en forma de dividendos y de recompra de acciones.
Hay que tener mucho cuidado con esta retórica de la innovación, la aceleración y el cambio. Quizá las recetas para que la economía europea funcione sean otras, diferentes de las que propugna la ortodoxia, y aceptar este tipo de discursos (con o sin insultos) esté impidiéndonos encontrar un camino mejor para las sociedades occidentales. Y hay que poner especial atención, porque el cinismo, la ceguera ideológica y la vaguería a menudo aparecen en entornos tan tecnocratizados como el de Bruselas.
ESTEBAN HERNÁNDEZ Vía EL CONFIDENCIAL
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