El presidente Puigdemont ha pretendido convertir el poder constituido en poder constituyente, lo que abre paso a la inestabilidad, a la falta de equilibrio y de previsibilidad
En una de sus últimas viñetas, El Roto da una noticia:
“El suministro de oscuridad está garantizado”. ¡Ojalá pudiéramos dar la
noticia contraria! Durante los próximos meses, vamos a asistir a
enconadas disputas políticas, muchas de las cuales tienen una larga
genealogía que muchos políticos intentan olvidar, como si fuera agua
pasada que no puede mover el molino de la actualidad. Se producen por
ello debates superficiales, aquejados de una ingenuidad adánica, como si el mundo hubiera comenzado ayer.
Los nacionalistas catalanes basan su rechazo a las sentencias del
Tribunal Constitucional en la idea de que en un sistema democrático el
Parlamento es la suprema fuente de legalidad, y que, por lo tanto, no
puede ser juzgado por ningún tribunal. “Solo el Parlamento puede
inhabilitarme”, ha dicho Puigdemont. Esta concepción del
Parlamento no es nueva. Tiene una larga historia. Hereda de las antiguas
monarquías la idea de un 'poder absoluto', expresión que no significa
ser omnipotente, sino no estar sujeto a la ley. Que la fuente de la
legalidad (el Parlamento) estuviera sometida a sus propias leyes, sería
tan contradictorio como que un manantial dependiera de la corriente que
produce. El argumento parece incuestionable: el poder soberano
reside en el pueblo, el Parlamento es la representación de ese poder,
luego el poder soberano está en el Parlamento. Sin embargo, la historia
demostró las complejidades prácticas de tal argumento.
Las instituciones políticas han ido surgiendo a lo largo del tiempo para resolver los problemas que el poder y la convivencia plantean. Las constituciones fueron uno de esos inventos. La finalidad del constitucionalismo moderno, basado en Locke, Montesquieu y los federalistas americanos, era defender los derechos de los individuos contra la tiranía. En principio, para conseguirlo, se propuso limitar las competencias del rey, pero una vez instalada la democracia surgió el problema de limitar también el poder del Parlamento. Esto es lo que preocupó a Madison y a Hamilton, los defensores de la Constitución americana, autores de 'El federalista', ese extraordinario compendio de sabiduría política. Les preocupaba que los representantes del pueblo se creyeran que son “el mismo pueblo y no solo uno de los poderes constituidos, que deriva como los otros poderes del poder constituyente del pueblo soberano y, por ello, sólo legitimado y autorizado en ciertos casos”. Recuerden la expresión 'pueblo soberano', que va a dar mucho juego en esta historia. Para los experimentados y cautos políticos americanos, una vez liberados del yugo inglés, lo importante era evitar que el Parlamento fuera un 'poder absoluto'. También él tenía que estar sometido a la ley.
En esto se basa el poder de los jueces para declarar nulos los actos del legislativo contrarios a la Constitución. Se trata de evitar que los representantes del pueblo terminen por confundir su voluntad con la ley fundamental; de recordar que esa ley es superior a ellos y a cualquier poder constituido. De esa manera, los jueces no están afirmando su superioridad sobre el legislativo, sino la superioridad de la ley fundamental sobre las leyes ordinarias emanadas de las mayorías de turno. “Están ahí”, escribe Maurizio Fioravanti, “para recordar continuamente a los legisladores que ejercen un poder muy relevante pero siempre derivado de la Constitución”. Los constitucionalistas americanos temían que una democracia sin Constitución pudiera llevar a un absolutismo de las mayorías gobernantes, una situación vivida la semana pasada en el Parlamento catalán. Su obsesión era defender los derechos de los ciudadanos. No querían pasar “del despotismo del monarca al despotismo de la multitud”, en frase de Burke. Alexis de Tocqueville, en 1835, a la vuelta de su viaje a Estados Unidos, escribió admirado: “Allí la Constitución manda tanto sobre los legisladores como sobre los simples ciudadanos”.
La Revolución francesa tomó otro camino, que puede servir de precedente a la posición catalana. Mientras que los americanos temían sobre todo al poder absoluto, los franceses deseaban un poder absoluto. Lo único que no querían era que lo detentara el rey. Debían tenerlo el pueblo y sus representantes. Por ello, afirmaron que el Parlamento era el poder absoluto, y tenía un 'poder constituyente' continuo. Su voluntad podía hacer y deshacer sin atender más que a las solicitudes del instante. No había, pues, Constitución estable. Thomas Paine, a caballo entre dos revoluciones, la americana y la francesa, lo dijo: si la Constitución es suprema porque es la voluntad del pueblo, no se puede impedir que ese mismo pueblo revise continua y periódicamente, al menos una vez cada generación, esa Constitución. En Francia, eso dio origen a la Constitución de 1791, a la de 1793, a la de 1795, etcétera. El mismo Sieyés, que había defendido años atrás esa idea de la nación en permanente proceso constituyente, tuvo que desdecirse para poder conseguir un mínimo de estabilidad. El Parlamento debía tener una soberanía limitada. Acabó por defender la creación de un Tribunal Constitucional.
Se enfrentaban así dos formas de entender la
democracia. Una era la democracia directa e inmediata. El poder del
'pueblo soberano' es total, inmediato, instantáneo. Está siempre en
situación constituyente. Solo se pueden tomar decisiones en presente. Nadie puede decidir por el futuro.
Hay un actualismo político que no reconoce los compromisos del pasado
ni los compromisos del futuro. Cada momento asambleario determina su
propia ley. Aparece entonces un enfrentamiento entre 'democracia' y
'constitución'. La democracia es líquida, mientras que las
constituciones son estables.
Las constituciones promulgadas después de la Segunda Guerra Mundial (Italia, Alemania, Francia, España, entre ellas) tienen que enfrentarse con este problema, y reconocer al mismo tiempo la 'soberanía popular' y la necesidad de estabilidad institucional. El pueblo tiene un 'poder constituyente', pero también debe someterse a un 'poder constituido', porque de lo contrario cada mañana podía haber un nuevo orden constitucional. Las Constituciones modernas tienen que hacer compatibles ambas cosas. El mismo pueblo es constituyente y constituido. La experiencia mostró que el pueblo no podía estar continuamente en 'estado constituyente'. No era una conclusión teórica, sino práctica. No era deductiva, sino inductiva, experimental. Las naciones necesitan tener la suficiente estabilidad legal para poder hacer previsiones.
Distinguen por eso dos estados diferentes del 'pueblo soberano'. Uno, que crea una constitución, y otro que la respeta. Es el mismo pueblo, en dos estados diferentes, de la misma manera que el vapor de agua y el hielo son dos estados de la misma materia. Como dice el Tribunal Constitucional español: “El poder constituyente, objetivado en la Constitución, no solo funda la Constitución en su origen jurídico estatal, sino que funda permanentemente el orden jurídico estatal y presupone un límite a la potestad del legislador”. Aparece así un concepto importantísimo: la 'democracia constitucional', opuesta a la 'democracia asamblearia'. Opone al mito democrático revolucionario del poder constituyente continuo y absoluto, los valores de estabilidad, de equilibrio, de previsibilidad para construir proyectos sociales y personales. El 'pueblo en estado constituyente' necesita de unas determinadas condiciones para justificarse, que la experiencia política ha ido definiendo. Por ejemplo, ha de ser convocado a unas elecciones constituyentes.
El presidente Puigdemont ha pretendido convertir el poder constituido en poder constituyente, lo que abre paso a la inestabilidad. Defiende un 'golpe de Estado' parlamentario, sin conocer la historia. Ha afirmado muy orgulloso que ha aparecido en Cataluña una 'nueva legalidad'. Creo que no ha pensado bien la expresión, porque recuerda demasiado el 'ordine nuovo' fascista. A estas alturas de la experiencia política, el desconocimiento de la historia nos está llevando a la tiranía de los iluminados, de los fanáticos o de los aprovechados.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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Sabiduría política
Las instituciones políticas han ido surgiendo a lo largo del tiempo para resolver los problemas que el poder y la convivencia plantean. Las constituciones fueron uno de esos inventos. La finalidad del constitucionalismo moderno, basado en Locke, Montesquieu y los federalistas americanos, era defender los derechos de los individuos contra la tiranía. En principio, para conseguirlo, se propuso limitar las competencias del rey, pero una vez instalada la democracia surgió el problema de limitar también el poder del Parlamento. Esto es lo que preocupó a Madison y a Hamilton, los defensores de la Constitución americana, autores de 'El federalista', ese extraordinario compendio de sabiduría política. Les preocupaba que los representantes del pueblo se creyeran que son “el mismo pueblo y no solo uno de los poderes constituidos, que deriva como los otros poderes del poder constituyente del pueblo soberano y, por ello, sólo legitimado y autorizado en ciertos casos”. Recuerden la expresión 'pueblo soberano', que va a dar mucho juego en esta historia. Para los experimentados y cautos políticos americanos, una vez liberados del yugo inglés, lo importante era evitar que el Parlamento fuera un 'poder absoluto'. También él tenía que estar sometido a la ley.
Los
jueces no están afirmando su superioridad sobre el legislativo, sino la
superioridad de la ley fundamental sobre las leyes ordinarias
En esto se basa el poder de los jueces para declarar nulos los actos del legislativo contrarios a la Constitución. Se trata de evitar que los representantes del pueblo terminen por confundir su voluntad con la ley fundamental; de recordar que esa ley es superior a ellos y a cualquier poder constituido. De esa manera, los jueces no están afirmando su superioridad sobre el legislativo, sino la superioridad de la ley fundamental sobre las leyes ordinarias emanadas de las mayorías de turno. “Están ahí”, escribe Maurizio Fioravanti, “para recordar continuamente a los legisladores que ejercen un poder muy relevante pero siempre derivado de la Constitución”. Los constitucionalistas americanos temían que una democracia sin Constitución pudiera llevar a un absolutismo de las mayorías gobernantes, una situación vivida la semana pasada en el Parlamento catalán. Su obsesión era defender los derechos de los ciudadanos. No querían pasar “del despotismo del monarca al despotismo de la multitud”, en frase de Burke. Alexis de Tocqueville, en 1835, a la vuelta de su viaje a Estados Unidos, escribió admirado: “Allí la Constitución manda tanto sobre los legisladores como sobre los simples ciudadanos”.
El poder absoluto
La Revolución francesa tomó otro camino, que puede servir de precedente a la posición catalana. Mientras que los americanos temían sobre todo al poder absoluto, los franceses deseaban un poder absoluto. Lo único que no querían era que lo detentara el rey. Debían tenerlo el pueblo y sus representantes. Por ello, afirmaron que el Parlamento era el poder absoluto, y tenía un 'poder constituyente' continuo. Su voluntad podía hacer y deshacer sin atender más que a las solicitudes del instante. No había, pues, Constitución estable. Thomas Paine, a caballo entre dos revoluciones, la americana y la francesa, lo dijo: si la Constitución es suprema porque es la voluntad del pueblo, no se puede impedir que ese mismo pueblo revise continua y periódicamente, al menos una vez cada generación, esa Constitución. En Francia, eso dio origen a la Constitución de 1791, a la de 1793, a la de 1795, etcétera. El mismo Sieyés, que había defendido años atrás esa idea de la nación en permanente proceso constituyente, tuvo que desdecirse para poder conseguir un mínimo de estabilidad. El Parlamento debía tener una soberanía limitada. Acabó por defender la creación de un Tribunal Constitucional.
El
'pueblo en estado constituyente' necesita de unas condiciones para
justificarse. Por ejemplo, ha de ser convocado a unas elecciones
constituyentes
Estabilidad legal
Las constituciones promulgadas después de la Segunda Guerra Mundial (Italia, Alemania, Francia, España, entre ellas) tienen que enfrentarse con este problema, y reconocer al mismo tiempo la 'soberanía popular' y la necesidad de estabilidad institucional. El pueblo tiene un 'poder constituyente', pero también debe someterse a un 'poder constituido', porque de lo contrario cada mañana podía haber un nuevo orden constitucional. Las Constituciones modernas tienen que hacer compatibles ambas cosas. El mismo pueblo es constituyente y constituido. La experiencia mostró que el pueblo no podía estar continuamente en 'estado constituyente'. No era una conclusión teórica, sino práctica. No era deductiva, sino inductiva, experimental. Las naciones necesitan tener la suficiente estabilidad legal para poder hacer previsiones.
Defiende
un 'golpe de Estado' parlamentario, sin conocer la historia. Ha
afirmado muy orgulloso que ha aparecido en Cataluña una 'nueva
legalidad'
Distinguen por eso dos estados diferentes del 'pueblo soberano'. Uno, que crea una constitución, y otro que la respeta. Es el mismo pueblo, en dos estados diferentes, de la misma manera que el vapor de agua y el hielo son dos estados de la misma materia. Como dice el Tribunal Constitucional español: “El poder constituyente, objetivado en la Constitución, no solo funda la Constitución en su origen jurídico estatal, sino que funda permanentemente el orden jurídico estatal y presupone un límite a la potestad del legislador”. Aparece así un concepto importantísimo: la 'democracia constitucional', opuesta a la 'democracia asamblearia'. Opone al mito democrático revolucionario del poder constituyente continuo y absoluto, los valores de estabilidad, de equilibrio, de previsibilidad para construir proyectos sociales y personales. El 'pueblo en estado constituyente' necesita de unas determinadas condiciones para justificarse, que la experiencia política ha ido definiendo. Por ejemplo, ha de ser convocado a unas elecciones constituyentes.
Un 'ordine nuovo'
El presidente Puigdemont ha pretendido convertir el poder constituido en poder constituyente, lo que abre paso a la inestabilidad. Defiende un 'golpe de Estado' parlamentario, sin conocer la historia. Ha afirmado muy orgulloso que ha aparecido en Cataluña una 'nueva legalidad'. Creo que no ha pensado bien la expresión, porque recuerda demasiado el 'ordine nuovo' fascista. A estas alturas de la experiencia política, el desconocimiento de la historia nos está llevando a la tiranía de los iluminados, de los fanáticos o de los aprovechados.
JOSÉ ANTONIO MARINA Vía EL CONFIDENCIAL
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