Cada vez
que el mal llega a nuestra vida, se alza una pregunta que alude a Dios, o
se suscita una dolorosa interpelación a Él. No me refiero a algunos
momentos difíciles de nuestra existencia, cuando las inevitables
amarguras que sufrimos encuentran explicación en nuestros propios
errores y consuelo en nuestra inmensa capacidad de justificarnos.
Hablo del
mal a solas, del mal que ni siquiera es una adjetivación de los
acontecimientos, sino la sustancia misma de lo que ha ocurrido. Como si
un crimen fuera solo la forma accidental que el mal hubiera tomado en un
momento fortuito de la historia. Porque de eso trata el significado de
nuestra conciencia de cristianos. Trata de ver la sombra densa del
pecado, de escuchar el rumor ácido del pecado, de sentir el hedor blando
y húmedo del pecado, cuando observamos las dimensiones insufribles de
una tragedia.
En esos momentos de prueba, no podemos
referirnos a un episodio aislado, erguido en medio de la vida como un
brusco paréntesis de violencia y aflicción. Nuestra explicación de
creyentes asume las cuestiones políticas, entiende las complejidades
históricas, contiene el análisis que relaciona los acontecimientos. Pero
debe ir más allá, porque ha de ser una respuesta moral cuyo fundamento
es la existencia de Dios y el hecho de la Creación. Esa es nuestra
perspectiva última, la que se encuentra en el fondo de nuestra protesta,
de nuestra perplejidad, de nuestra angustia. La que yace en lo más
íntimo de nuestra fe, al exigirnos responder a los avatares de la vida,
imaginando constantemente la mirada de Dios.
El mal
pone a prueba nuestra fe. Siempre lo ha hecho: ese es su sentido más
profundo. Nuestra pérdida de fe y de esperanza. El camino de nuestra
perdición. El mal no busca solo nuestra compasión con las víctimas o
nuestro escándalo ante la injusticia. Quiere destruir el fundamento de
nuestra textura moral. El mal es también la más injuriosa de las
tentaciones, porque nos invita a dejar de creer en lo que somos,
criaturas cuya existencia se debe a la voluntad de un alto Creador.
Por ello,
trata de que el diálogo con Dios que arranca de la contemplación y el
sufrimiento del mal se produzca desesperadamente, que sea un acto de
negación y protesta airada frente a un Ser culpable, indiferente, contra
una eternidad que nos da la espalda y nos deja solo el amargo sabor de
la historia del hombre. Sobre el perfil oscuro de las ruinas de
Auschwitz, sobre el cielo brumoso de un momento de Europa, no ha dejado
de elevarse la pregunta ultrajada: “¿Dónde estaba Dios?”.
Cuando el protagonista de El manantial de la doncella ha dado satisfacción a su sed de violencia, alza los ojos y proclama: “Señor, tú has visto el crimen y mi venganza. Y tú lo has permitido. Señor, no te comprendo.” Incluso Jesús preguntó “¿por qué?”
en el instante supremo de su sacrificio, cuando en su sangre se sublevó
aquel gesto de interrogación que procedía de lo más humano de su
sufrimiento.
Los crímenes de Barcelona han vuelto a
exhibir la consistencia y el peligro del mal. Del pecado, porque de eso
se trata para nosotros: de un pecado mortal que ha cancelado las vidas
sagradas de los inocentes. Y, de nuevo, hemos tenido que defender
nuestra fe y nuestra esperanza. No basta con exhibir nuestra compasión.
Y no
insultaremos a las víctimas diciendo que su muerte interesa menos como
reflexión moral que como análisis político. Pero tampoco las
insultaremos diciendo, con esas blandenguerías de algunos funerales,
que sus almas gozosas acuden al Creador, como si el trance terrible de
su sacrificio hubiera sido una opción alegremente decidida.
Tenemos que
mostrar nuestra indignación, debemos preguntarnos dónde estaba Dios en
esas horas de una tarde de agosto, cuando el mal cobró tiempo y espacio
precisos, cuando el pecado brotó en los corazones de los asesinos.
Nuestra fe no se conforma con nuestra compasión. Nuestra
esperanza no se resigna a nuestra condolencia. En el mal está la
tentación de negar a Dios. Recordemos los versos de José Luis Hidalgo,
en un libro que trataba justamente de la inminencia de la muerte y de su
incomprensible ferocidad: “vivir es una herida por donde Dios se escapa”.
Los
cristianos no hemos sido formados por Jesús en la sumisión absoluta,
sino en una fe que solo pide saber que Dios se encuentra ahí, al alcance
de nuestra conciencia. La respuesta de Dios no llega en forma de
reflexiones sobre el mal como ausencia del bien, sobre el respeto divino
a la libertad del hombre, sobre nuestra imperfección permanente.
En
realidad, todo eso es el material del que están hechas nuestras
preguntas. La respuesta de Dios llega de otro modo, lejos de los
silogismos y las aventuras de la argumentación. La respuesta de Dios es
la fe misma, la serenidad abrumadora que nos invade al dejarnos llevar
por el amor del Creador.
¿Dónde está Dios cuando el
mal parece adueñarse de todo y saquearnos el alma hasta dejarnos sin
nada? Dios es ese amor que presentimos, inmenso y eterno, sosteniéndonos
en pie, alimentando nuestro espíritu. Dios es esa fuerza con la que
podemos incorporarnos, sin ser meros objetos de una tragedia natural o
histórica, seres aterrorizados por su existencia absurda. Dios es la
energía moral con la que le llamamos en medio de esta oscuridad. Dios es
ese siguiente latido de nuestro corazón, que está aún por llegar, y
nunca falla.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR Vía ABC
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