Al tiempo que sufrimos con un terrorismo cebado por chifladuras religiosas medievales –y yo sí tengo miedo–, el mundo también regala historias extraordinarias de amor a la vida y avance científico.
Adrian M. Owen es un neurocientífico inglés de 51 años, que investigó en Cambridge y hoy trabaja para el Instituto del Cerebro y la Mente de Ontario. En 1996 rompió con su primer gran amor, Maureen, también investigadora. Poco después ella contrajo un virus que la dejó en «estado vegetativo. Inmóvil y ausente, no ofrecía señales de vida interna. Conmovido, Owen se propuso que algún día lograría comunicarse con personas sumidas en tan terrible postración.
Ahora cuenta cómo lo logró, en un libro titulado «Dentro de la zona gris, un neurocientífico explora la frontera entre la vida y la muerte», de extraordinarias críticas en el orbe anglosajón.
Kate, profesora de enfermería en Cambridge, se encontraba en estado vegetativo por un virus en el cerebro. El final fue feliz, pues tras unos años despertó. Antes, cuando se la daba por mentalmente off, el profesor Owen logró trabar contacto con ella. En realidad Kate tenía plena consciencia, pero estaba enjaulada en su cuerpo y hasta había intentado suicidarse dejando de respirar. «Owen me encontró. Fue algo mágico», recuerda. El experimento tuvo lugar en 1997. El neurólogo la sometió a un escáner cerebral mostrándole fotos de familiares y de desconocidos.
El cerebro de Kate, en
teoría apagado, crepitaba, digámoslo así, ante las imágenes de sus seres
queridos. «Se suele creer que estas personas tienen la conciencia de
una piña de brócoli», lamenta el científico que logró demostrar que a
veces no es así. Según su cálculo, una quinta parte de los enfermos en
estado vegetativo perciben lo que ocurre. Como chascarrillo, cuenta el
caso de una joven que durante su letargo tuvo como constante banda
sonora un disco de Céline Dion, pues su madre creía que le encantaba.
Cuando despertó, sus primeras palabras a su progenitora fueron: «¡Si
vuelvo a escuchar a Céline Dion te mato!».
Owen continuó avanzando y lo hizo mediante algo muy inglés: el tenis. Constató que si una persona pensaba en que estaba dándole a la raqueta se activaba una zona concreta de su cerebro y si imaginaba que caminaba por su casa se estimulaba otra. En 2010 logró entrevistar mediante ese método a un hombre en estado vegetativo desde hacía un lustro. Le dijo que para responder «sí» pensase en el tenis y para el «no», en que recorría su vivienda. Le hizo varias preguntas y el escáner fue cantando así sus respuestas.
Owen continuó avanzando y lo hizo mediante algo muy inglés: el tenis. Constató que si una persona pensaba en que estaba dándole a la raqueta se activaba una zona concreta de su cerebro y si imaginaba que caminaba por su casa se estimulaba otra. En 2010 logró entrevistar mediante ese método a un hombre en estado vegetativo desde hacía un lustro. Le dijo que para responder «sí» pensase en el tenis y para el «no», en que recorría su vivienda. Le hizo varias preguntas y el escáner fue cantando así sus respuestas.
El científico cuenta
también que la mayoría de los pacientes conscientes atrapados en tan
atroz tumba corporal prefieren vivir a la eutanasia, un dato que debería
invitar a reflexionar a los apóstoles de la subcultura de la muerte,
extraña fascinación de nuestro progresismo.
¿Tengo miedo de los nuevos bárbaros? Claro que sí, como todo vecino consciente de una gran urbe europea. Por eso hoy prefiero hablar de la hermosa aventura de Adrian Owen antes que del salvajismo sunita ávido de propaganda que emponzoña la entraña de Occidente. ¿Valores? Los de Owen: el culto a la vida, la razón y la esperanza.
LUIS VENTOSO Vía ABC
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